Al Niño Jesús

(De santa Teresa de Lisieux o Teresita del Niño Jesús (1873-1897))
Tú, Jesús, me conoces,
tú mi nombre conoces, y me llamas
con la dulce mirada de tus ojos…
Ellos me comunican tu palabra:
«Simple abandono, conducir yo quiero,
mi amada, tu barquilla».

Y con tu voz de niño, ¡oh maravilla!,
sólo con tu voz débil,
calmas el mar rugiente,
pones paz en el viento.

Si mientras brama la tormenta, ¡oh Niño!,
tú te quieres dormir,
posa tu linda cabecita blonda
sobre mi corazón.

¡Qué encantador sonríes cuando duermes!
Con mi canto más dulce
yo meceré tu cuna tiernamente,
¡Oh hermoso Niño mío!

Lucas 2,41-52: La Sagrada Familia


Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre, y cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.

Estos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron una jornada y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas: todos los que le oían, quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre:

-Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados.

El les contestó:

-¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?

Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. El bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.

REFLEXIÓN (del Rezo del Ángelus del Papa Benedicto XVI del 27 de diciembre de 2009):

Se celebra hoy el domingo de la Sagrada Familia. Podemos seguir identificándonos con los pastores de Belén que, en cuanto recibieron el anuncio del ángel, acudieron a toda prisa, y encontraron "a María y a José, y al niño acostado en el pesebre" (Lc 2, 16).

Detengámonos también nosotros a contemplar esta escena, y  reflexionemos en su significado. Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los  pastores, no sólo encontraron al Niño Jesús, sino también a una pequeña familia:  madre, padre e hijo recién nacido. Dios quiso revelarse naciendo en una familia  humana y, por eso, la familia humana se ha convertido en icono de Dios.

Dios es  Trinidad, es comunión de amor, y la familia es, con toda la diferencia que existe  entre el Misterio de Dios y su criatura humana, una expresión que refleja el Misterio  insondable del Dios amor. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el  matrimonio llegan a ser en "una sola carne" (Gn 2, 24), es decir, una comunión de  amor que engendra nueva vida.

En cierto sentido, la familia humana es icono de la  Trinidad por el amor interpersonal y por la fecundidad del amor.  La liturgia de hoy propone el célebre episodio evangélico de Jesús, que a los doce  años se queda en el templo, en Jerusalén, sin saberlo sus padres, quienes, sorprendidos y preocupados, lo encuentran después de tres días discutiendo con los  doctores.

A su madre, que le pide explicaciones, Jesús le responde que debe "estar en la propiedad", en la casa de su Padre, es decir, de Dios. En este episodio el adolescente Jesús se nos presenta lleno de celo por Dios y por el  templo.

Preguntémonos: ¿de quién había aprendido Jesús el amor a las "cosas" de su  Padre? Ciertamente, como hijo tenía un conocimiento íntimo de su Padre, de Dios, una profunda relación personal y permanente con él, pero, en su cultura concreta, seguro que aprendió de sus padres las oraciones, el amor al templo y a las  instituciones de Israel. Así pues, podemos afirmar que la decisión de Jesús de quedarse en el templo era fruto sobre todo de su íntima relación con el Padre, pero  también de la educación recibida de María y de José.

Aquí podemos vislumbrar el  sentido auténtico de la educación cristiana: es el fruto de una colaboración que  siempre se ha de buscar entre los educadores y Dios. La familia cristiana es consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por lo tanto, no pueden considerarse como una posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al plan de Dios, está llamada a educarlos en la mayor libertad, que es precisamente la de decir "sí" a Dios para hacer su voluntad.

La Virgen María es el ejemplo perfecto de este "sí". A ella le encomendamos todas las familias, rezando en particular por su preciosa  misión educativa.

¿Cómo no recordar el verdadero significado de esta fiesta? Dios, habiendo venido al mundo en el seno de una  familia, manifiesta que esta institución es camino seguro para encontrarlo y conocerlo, así como un llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos en torno al amor. De ahí que uno de los mayores servicios que los cristianos  podemos prestar a nuestros semejantes es ofrecerles nuestro testimonio sereno y  firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el  presente y el futuro de la humanidad.

En efecto, la familia es la mejor escuela donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la persona y hacen grandes a los pueblos. También en ella se comparten las penas y las alegrías, sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa por el mero hecho de ser miembros de la misma familia. Pido a Dios que en vuestros hogares se respire siempre ese amor de total entrega y fidelidad que Jesús trajo al mundo con su  nacimiento, alimentándolo y fortaleciéndolo con la oración cotidiana, la práctica constante de las virtudes, la recíproca comprensión y el respeto mutuo.

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Ver a Dios en la criatura

Himno de la Liturgia de las Horas
Ver a Dios en la criatura,
ver a Dios hecho mortal,
ver en humano portal
la celestial hermosura.
¡Gran merced y gran ventura
a quien verlo mereció!
¡Quién lo viera y fuera yo!

Ver llorar a la alegría,
ver tan pobre a la riqueza,
ver tan baja a la grandeza
y ver que Dios lo quería.
¡Gran merced fue en aquel día
la que el hombre recibió!
¡Quién lo viera y fuera yo!

Poner paz en tanta guerra,
calor donde hay tanto frío,
ser de todos lo que es mío,
plantar un cielo en la tierra.
¡Qué misión de escalofrío
la que Dios nos confió!
¡Quién lo hiciera y fuera yo!
Amén.

San Juan Apóstol

(De la Audiencia General del Papa Benedicto XVI del 9 de agosto del 2006)

Un tema característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón decidí comenzar mi primera carta encíclica con las palabras de este Apóstol: "Dios es amor (Deus caritas est) y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Es muy difícil encontrar textos semejantes en otras religiones. Por tanto, esas expresiones nos sitúan ante un dato realmente peculiar del cristianismo.

Ciertamente, Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del amor. Dado que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los escritores del Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero, si ahora nos detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque trazó con insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues, reflexionaremos sobre sus palabras.

Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto, filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento caracterizado por tres momentos.

El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios, llegando a afirmar, como hemos escuchado, que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que "Dios es Espíritu" (Jn 4, 24) o que "Dios es luz" (1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que "Dios es amor". Conviene notar que no afirma simplemente que "Dios ama" y mucho menos que "el amor es Dios". En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad divina, sino que va hasta sus raíces.

Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios, para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y, por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el amor: todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.

Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y "pagó" personalmente. Como escribe precisamente san Juan, "tanto amó Dios al mundo, —a todos nosotros— que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en el amor de Jesús mismo.

San Juan escribe también: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). En virtud de este amor oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como escribe asimismo san Juan: "Hijos míos, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2).

El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este "exceso" de amor, no puede por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.

Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una respuesta de amor. San Juan habla de un "mandamiento". En efecto, refiere estas palabras de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34).

¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que leemos también en los otros Evangelios: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18). En el mandamiento antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre ("como a ti mismo"), mientras que, en el mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de nuestro amor su misma persona: "Como yo os he amado".

Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.

Las palabras de Jesús "como yo os he amado" nos invitan y a la vez nos inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a seguir caminando hacia esa meta.

Ese áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media titulado La imitación de Cristo escribe al respecto: "El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana, porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien".

¿Qué mejor comentario del "mandamiento nuevo", del que habla san Juan? Pidamos al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.

Romancillo de Navidad

(Del poeta español José María Zandueta Munárriz (1915-2005))
María, en silencio,
junto a San José,
sobre un borriquillo
marchan a Belén.
No encuentran posada,
un establo ven
y allá se cobijan
temblando los tres.
Ya ha nacido el Niño,
el Dios de Israel.
Hace un viento fuerte
y un frío cruel.
Le prestan su aliento
la mula y el buey.
Pastores y Reyes
le adoran también.
María sonríe,
sonríe José.
¡Cuidado! que Herodes
los quiere prender
y matar al Niño
por orden del rey.
Un angel, de noche,
despierta a José
y al lejano Egipto
huyen de Belén.
Sobre un borriquillo
cabalgan los tres.
Un Dios, hecho hombre,
María y José.

Nochebuena

(Del mexicano Amado Nervo (1870-1919))
Pastores y pastoras,
abierto está el edén.
¿No oís voces sonoras?
Jesús nació en Belén.

La luz del cielo baja,
el Cristo nació ya,
y en un nido de paja
cual pajarillo está.

El niño está friolento.
¡Oh noble buey,
arropa con tu aliento
al Niño Rey!

Los cantos y los vuelos
invaden la extensión,
y están de fiesta cielos
y tierra... y corazón.

Resuenan voces puras
que cantan en tropel:
«Hosanna en las alturas
al Justo de Israel!»

¡Pastores, en bandada
venid, venid,
a ver la anunciada
Flor de David!...

Significado del buey y del asno en el pesebre del nacimiento

(De "El rostro de Dios" por el Cardenal Joseph Ratzinger)

En la cueva de Greccio, por indicación de Francisco, se pusieron aquella noche un buey y un asno. Efectivamente, él había dicho al noble Juan:

«Desearía provocar el recuerdo del niño Jesús con toda la realidad posible, tal como nació en Belén y expresar todas las penas y molestias que tuvo que sufrir en su niñez.

Desearía contemplar con mis ojos corporales cómo era aquello de estar recostado en un pesebre y dormir sobre las pajas entre un buey y un asno».

Desde entonces, un buey y un asno forman parte de la representación del pesebre o nacimiento. ¿Pero de dónde proceden propiamente estos animales?

Los relatos de la navidad del nuevo testamento no nos narran nada acerca de esto. Pero, si profundizamos esta cuestión, topamos con un hecho que es importante para todas las costumbres navideñas y sobre todo para la piedad navideña y pascual de la iglesia en la liturgia y al mismo tiempo en los usos populares.

El buey y el asno no son simples productos de la fantasía; se han convertido, por la fe de la iglesia, en la unidad del antiguo y nuevo testamento, en los acompañantes del acontecimiento navideño.

En efecto, en Isaías 1,3 se dice concretamente: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento».

Los padres de la iglesia vieron en esas palabras una profecía que apuntaba al nuevo pueblo de Dios, a la iglesia de los judíos y de los cristianos. Ante Dios, eran todos los hombres, tanto judíos como paganos, como bueyes y asnos, sin razón ni conocimiento.

Pero el Niño, en el pesebre, abrió sus ojos de manera que ahora reconocen ya la voz de su dueño, la voz de su Señor.

En las representaciones medievales de la navidad, no deja de causar extrañeza hasta qué punto ambas bestezuelas tienen rostros casi humanos, y hasta qué punto se postran y se inclinan ante el misterio del Niño como si entendieran y estuvieran adorando.

Pero esto era lógico, puesto que ambos animales eran como los símbolos proféticos tras los cuales se oculta el misterio de la iglesia, nuestro misterio, puesto que nosotros somos buey y asno frente a lo eterno, buey y asnos cuyos ojos se abren en la nochebuena de forma que, en el pesebre, reconocen a su Señor.

Lucas 1,39-45: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!


En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

En cuanto Isabel. oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo, y dijo a voz en grito:

-¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!.

¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?

En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.

¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.

REFLEXION (de la homilía del Papa Juan Pablo II el 22 de diciembre de 1985):

El Señor está cerca

“¡El Señor está cerca!”. Con estas palabras nos saluda la Iglesia en la liturgia de los últimos días antes de Navidad. Estos son los días en los que la Iglesia fija la mirada particularmente en Aquél que debe venir la noche de Belén.

Hallamos su expresión en la liturgia del último domingo de este período.

A través de la lectura de la Carta a los Hebreos percibimos las palabras del Hijo de Dios: "Aquí estoy... Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo... Aquí estoy... ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad" (Hb 10,5,7).

En estas palabras, la venida de Dios en medio de los hombres toma la forma del misterio de la Encarnación. Dios ha preparado este misterio desde la eternidad, y ahora lo realiza. El Padre manda al Hijo. El Hijo acoge la misión. Por obra del Espíritu Santo se hace hombre en el seno de la Virgen de Nazaret. “Y el Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). El Verbo es el Hijo eternamente amado y eternamente amante. El amor significa la unidad de las voluntades. La voluntad del Padre y la voluntad del Hijo se unen. El fruto de esta unión es el Amor personal, el Espíritu Santo. El fruto del Amor personal es la Encarnación: “me has preparado un cuerpo”.

Misterio de la Encarnación

“El Señor está cerca”. El Padre “ha preparado” al Hijo el “cuerpo humano” por obra del Espíritu Santo, que es Amor.

El misterio de la Encarnación significa una especial “efusión” de este Amor: descendimiento del Espíritu Santo sobre la Virgen de Nazaret. Sobre María.

“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios” (Lc 1,35).

El Espíritu Santo con su fuerza divina actúa ante todo en el corazón de María. De este modo la fuente del misterio de la Encarnación se hace la fe de Ella: obediencia de la fe. “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). En la Visitación -de la que habla el Evangelio de hoy-, Isabel alaba antes de nada la fe de María: “¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45).

En efecto, en la anunciación María pronuncia su “fiat” en la obediencia de la fe. Este “fiat” es el momento clave. El misterio de la Encarnación es misterio divino y al mismo tiempo humano. Efectivamente, Aquél que asume el cuerpo es Dios-Verbo (Dios-Hijo). Y al mismo tiempo el cuerpo que asume es humano. “Admirable commercium”.

En este momento, cuando la Virgen de Nazaret pronuncia su “fiat” (hágase en mí según tu palabra), el Hijo puede decir al padre: “Me has preparado un cuerpo”.

El Adviento de Dios se realiza también por obra del hombre. Mediante la obediencia de la fe.

La liturgia de hoy nos pone ante los ojos no sólo la eterna obediencia del Hijo: “Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad”, no sólo la obediencia de Aquella que ha sido elegida para ser su Madre terrena..., sino que nos pone ante los ojos también el lugar en el que se debe realizar el misterio de la Encarnación.

En el centro de la profecía de Miqueas aparece el topónimo: Belén. Este es precisamente el lugar en el que el Eterno Hijo debía por primera vez revelarse en el cuerpo humano. El Hijo de Dios como Hijo del hombre: Hijo de María.

El Profeta dice: “Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial” (Miq 5,1).

Dicho origen “desde lo antiguo”: de tiempo inmemorial (¡y sin comienzo!) es participado por el Hijo-Verbo. “Hasta el tiempo en que la madre dé a luz” -anuncia posteriormente el Profeta- “y el resto de sus hermanos retornará a los hijos de Israel”.

El Espíritu Santo y María

Este nacimiento humano del Hijo de Dios de la Virgen da comienzo al nuevo Israel: al nuevo Pueblo de Dios.

Será éste el pueblo de los “hermanos” de Cristo: de aquellos que mediante la gracia, nos convertiremos en “hijos en el Hijo”. Recibirán “poder para ser hijos de Dios”, como dirá San Juan en el prólogo de su Evangelio.

El lugar en el que todo esto se cumplirá: donde se cumplirá y al mismo tiempo se recordará siempre de nuevo en la historia de la salvación, es precisamente esa Belén de Efrata.

Cuando Cristo entró en el mundo dijo: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije...: Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad” (Hb 10,5-7).

El misterio de la Encarnación significa el comienzo del nuevo sacrificio: del perfecto sacrificio. El que es concebido en el seno de la Virgen por obra del espíritu Santo, que nace en la noche de Belén, es Sacerdote Eterno. Lleva al Sacrificio y realiza el Sacrificio ya en su Encarnación. Es decir, el Sacrificio que “es agradable a Dios”.

Agrada a Dios el sacrificio en el que se expresa toda la verdad interior del hombre: el sacrificio de la voluntad y del corazón. El Hijo de Dios asume la naturaleza humana, el cuerpo humano, precisamente para comenzar dicho sacrificio en la historia de la humanidad.

Lo realizará definitivamente mediante su “obediencia hasta la muerte”. Sin embargo, el comienzo de esta obediencia está ya en el seno de la Virgen María. Ya en la noche de Belén: “Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad”.

Al rodear al recién nacido, en la noche de Belén y durante todo el período de Navidad, demos desahogo a la necesidad de nuestros corazones.

Gocemos de esa alegría, que el tiempo de Navidad lleva consigo.

Cantemos “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2,14).

Y sobre todo: aprendamos hasta el final la verdad contenida en este misterio penetrante: “Aquí estoy... ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad”.

Aprendamos del Hijo de Dios a hacer la voluntad del padre. En efecto, ésta es la vocación de los que se han convertido en “hijos en el Hijo”. Esta es vuestra vocación cristiana. Este es fruto del Adviento de Dios en la vida humana.

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Ven

Oración de san Luis María de Montfort
Ven, Padre de las luces,
dame tu sabiduría,
ese gusto por la verdad,
esa caridad que apremia
sin forzar la voluntad,
esa gracia tan fecunda,
esa inclinación arrebatadora,
esa paz santa y profunda
y ese socorro poderosísimo.

Tú no quieres contradecir
mi mala voluntad.
Es por eso que siento temor
de mi propia libertad.
A los encantos de tu gracia
muy a menudo me he resistido.
Me rindo, toma tu lugar
con total autoridad.

La piedad popular y la Navidad

(Del "Directorio sobre la piedad popular y la liturgia")

En el tiempo de Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la manifestación del Señor: su humilde nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel que acoge al Salvador; la manifestación a los Magos, "venidos de Oriente" (Mt 2,1), primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al Cristo Mesías; la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por el Padre "hijo predilecto" (Mt 3,17) y comienza públicamente su ministerio mesiánico; el signo realizado en Caná, con el que Jesús "manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11).

Durante el tiempo navideño, además de estas celebraciones, que muestran su sentido esencial, tienen lugar otras que están íntimamente relacionadas con el misterio de la manifestación del Señor: el martirio de los Santos Inocentes (28 de Diciembre), cuya sangre fue derramada a causa del odio a Jesús y del rechazo de su reino por parte de Herodes; la memoria del Nombre de Jesús, el 3 de Enero; la fiesta de la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava), en la que se celebra el santo núcleo familiar en el que "Jesús crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y antes los hombres" (Lc 2, 52); la solemnidad del 1 de Enero, memoria importante de la maternidad divina, virginal y salvífica de María; y, aunque fuera ya de los límites del tiempo navideño, la fiesta de la Presentación del Señor (2 de Febrero), celebración del encuentro del Mesías con su pueblo, representado en Simeón y Ana, y ocasión de la profecía mesiánica de Simeón.

Gran parte del rico y complejo misterio de la manifestación del Señor encuentra amplio eco y expresiones propias en la piedad popular. Esta muestra una atención particular a los acontecimientos de la infancia del Salvador, en los que se ha manifestado su amor por nosotros. La piedad popular capta de un modo intuitivo:

- El valor de la "espiritualidad del don", propia de la Navidad: "un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is 9,5), don que es expresión del amor infinito de Dios que "tanto amó al mundo que nos ha dado a su Hijo único" (Jn 3,16);

- El mensaje de solidaridad que conlleva el acontecimiento de Navidad: solidaridad con el hombre pecador, por el cual, en Jesús, Dios se ha hecho hombre "por nosotros los hombres y por nuestra salvación"; solidaridad con los pobres, porque el Hijo de Dios "siendo rico se ha hecho pobre" para enriquecernos "por medio de su pobreza" (2 Cor 8,9);

- El valor sagrado de la vida y el acontecimiento maravilloso que se realiza en el parto de toda mujer, porque mediante el parto de María, el Verbo de la vida ha venido a los hombres y se ha hecho visible (cfr. 1 Jn 1,2);

- El valor de la alegría y de la paz mesiánicas, aspiraciones profundas de los hombres de todos los tiempos: los Ángeles anuncian a los pastores que ha nacido el Salvador del mundo, el "Príncipe de la paz" (Is 9,5) y expresan el deseo de "paz en la tierra a los hombres que ama Dios" (Lc 2,14);

- El clima de sencillez, y de pobreza, de humildad y de confianza en Dios, que envuelve los acontecimientos del nacimiento del niño Jesús.

La piedad popular, precisamente porque intuye los valores que se esconden en el misterio de la Navidad, está llamada a cooperar para salvaguardar la memoria de la manifestación del Señor, de modo que la fuerte tradición religiosa vinculada a la Navidad no se convierta en terreno abonado para el consumismo ni para la infiltración del neopaganismo.

La Noche de Navidad

En el tiempo que discurre entre las primeras Vísperas de Navidad y la celebración eucarística de media noche, junto con la tradición de los villancicos, que son instrumentos muy poderosos para transmitir el mensaje de alegría y paz de Navidad, la piedad popular propone algunas de sus expresiones de oración, distintas según los países, que es oportuno valorar y, si es preciso, armonizar con las celebraciones de la Liturgia. Se pueden presentar, por ejemplo:

- Los "nacimientos vivientes", la inauguración del nacimiento doméstico, que puede dar lugar a una ocasión de oración de toda la familia: oración que incluya la lectura de la narración del nacimiento de Jesús según San Lucas, en la cual resuenen los cantos típicos de la Navidad y se eleven las súplicas y las alabanzas, sobre todo las de los niños, protagonistas de este encuentro familiar;

- La inauguración del árbol de Navidad. También se presta a una acto de oración familiar semejante al anterior. Independientemente de su origen histórico, el árbol de Navidad es hoy un signo fuertemente evocador, bastante extendido en los ambientes cristianos; evoca tanto el árbol de la vida, plantado en el jardín del Edén, como el árbol de la cruz, y adquiere así un significado cristológico: Cristo es el verdadero árbol de la vida, nacido de nuestro linaje, de la tierra virgen Santa María, árbol siempre verde, fecundo en frutos. El adorno cristiano del árbol, según los evangelizadores de los países nórdicos, consta de manzanas y dulces que cuelgan de sus ramos. Se pueden añadir otros "dones"; sin embargo, entre los regalos colocados bajo el árbol de Navidad no deberían faltar los regalos para los pobres: ellos forman parte de toda familia cristiana;

- La cena de Navidad. La familia cristiana que todos los días, según la tradición, bendice la mesa y da gracias al Señor por el don de los alimentos, realizará este gesto con mayor intensidad y atención en la cena de Navidad, en la que se manifiestan con toda su fuerza la firmeza y la alegría de los vínculos familiares.

La Iglesia desea que todos los fieles participen en la noche del 24 de Diciembre, a ser posible, en el Oficio de Lecturas, como preparación inmediata a la celebración de la Eucaristía de media noche. Donde esto no se haga, puede ser oportuno preparar una vigilia con cantos, lecturas y elementos de la piedad popular, inspirándose en dicho oficio.

En la Misa de media noche, que tiene un gran sentido litúrgico y goza del aprecio popular, se podrán destacar:

- Al comienzo de la Misa, el canto del anuncio del nacimiento del Señor, con la fórmula del Martirologio Romano;

- La oración de los fieles deberá asumir un carácter verdaderamente universal, incluso, donde sea oportuno, con el empleo de varios idiomas como un signo; y en la presentación de los dones para el ofertorio siempre habrá un recuerdo concreto de los pobres;

- Al final de la celebración podrá tener lugar el beso de la imagen del Niño Jesús por parte de los fieles, y la colocación de la misma en el nacimiento que se haya puesto en la iglesia o en algún lugar cercano.

La fiesta de la Sagrada Familia

La fiesta de la Sagrada Familia, Jesús, María y José (Domingo en la octava de Navidad) ofrece un ámbito celebrativo apropiado para el desarrollo de algunos ritos o momentos de oración, propios de la familia cristiana.

El recuerdo de José, de María y del niño Jesús, que se dirigen a Jerusalén, como toda familia hebrea observante, para realizar los ritos de la Pascua, animará a que toda la familia acepte la invitación a participar unida, ese día, en la Eucaristía. Y resultaría muy significativo que la familia se encomendase nuevamente al patrocinio de la Sagrada Familia de Nazaret, la bendición de los hijos, prevista en el Ritual, y donde sea oportuno, la renovación de las promesas matrimoniales asumidas por los esposos, convertidos ya en padres, en el día de su matrimonio, así como las promesas de los desposorios con las que los novios formalizan su proyecto de fundar en el futuro una nueva familia.

Pero más allá del día de la fiesta, a los fieles les agrada recurrir a la Sagrada Familia de Nazaret en muchas circunstancias de la vida: se inscriben con gusto en las Asociaciones de la Sagrada Familia, para configurar su propio núcleo familiar según el modelo de la Familia de Nazaret, y dirigen a la misma jaculatorias frecuentes, mediante las que se encomiendan a su patrocinio y piden la asistencia para el momento de la muerte.

De luz nueva se viste la tierra

Himno de la Liturgia de las Horas
De luz nueva se viste la tierra,
porque el Sol que del cielo ha venido
en el seno feliz de la Virgen
de su carne se ha revestido.

El amor hizo nuevas cosas,
el Espíritu ha descendido
y la sombra del que es poderoso
en la Virgen su luz ha encendido.

Ya la tierra reclama su fruto
y de bodas se anuncia alegría,
el Señor que en los cielos moraba
se hizo carne en la Virgen María.

Gloria a Dios, el Señor poderoso,
a su Hijo y Espíritu Santo,
que en su gracia y su amor nos bendijo
y a su reino nos ha destinado. Amén.

María, estrella de la esperanza

(De la Carta Encíclica Spe Salvi del Papa Benedicto XVI)

Con un himno del siglo VIII/IX, por tanto de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María, la Madre de Dios, como «estrella del mar»: Ave maris stella. La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo?

La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente.

Ellas son luces de esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía.

Y ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su «sí» abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros?

Así, pues, la invocamos:

Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó «el consuelo de Israel» (Lc 2,25) y esperaron, como Ana, «la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia. Así comprendemos el santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza de Israel y la esperanza del mundo.

Por ti, por tu «sí», la esperanza de milenios debía hacerse realidad, entrar en este mundo y su historia. Tú te has inclinado ante la grandeza de esta misión y has dicho «si»: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).

Cuando llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes de Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los montes de la historia. Pero junto con la alegría que, en tu Magnificat, con las palabras y el canto, has difundido en los siglos, conocías también las afirmaciones oscuras de los profetas sobre el sufrimiento del siervo de Dios en este mundo.

Sobre su nacimiento en el establo de Belén brilló el resplandor de los ángeles que llevaron la buena nueva a los pastores, pero al mismo tiempo se hizo de sobra palpable la pobreza de Dios en este mundo. El anciano Simeón te habló de la espada que traspasaría tu corazón, del signo de contradicción que tu Hijo sería en este mundo. Cuando comenzó después la actividad pública de Jesús, debiste quedarte a un lado para que pudiera crecer la nueva familia que Él había venido a instituir y que se desarrollaría con la aportación de los que hubieran escuchado y cumplido su palabra.

No obstante toda la grandeza y la alegría de los primeros pasos de la actividad de Jesús, ya en la sinagoga de Nazaret experimentaste la verdad de aquella palabra sobre el « signo de contradicción ». Así has visto el poder creciente de la hostilidad y el rechazo que progresivamente fue creándose en torno a Jesús hasta la hora de la cruz, en la que viste morir como un fracasado, expuesto al escarnio, entre los delincuentes, al Salvador del mundo, el heredero de David, el Hijo de Dios.

Recibiste entonces la palabra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Desde la cruz recibiste una nueva misión. A partir de la cruz te convertiste en madre de una manera nueva: madre de todos los que quieren creer en tu Hijo Jesús y seguirlo. La espada del dolor traspasó tu corazón. ¿Había muerto la esperanza? ¿Se había quedado el mundo definitivamente sin luz, la vida sin meta? Probablemente habrás escuchado de nuevo en tu interior en aquella hora la palabra del ángel, con la cual respondió a tu temor en el momento de la anunciación: «No temas, María» (Lc 1,30).

 ¡Cuántas veces el Señor, tu Hijo, dijo lo mismo a sus discípulos: no temáis! En la noche del Gólgota, oíste una vez más estas palabras en tu corazón. A sus discípulos, antes de la hora de la traición, Él les dijo: «Tened valor: Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). «No tiemble vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14,27). «No temas, María».

En la hora de Nazaret el ángel también te dijo: «Su reino no tendrá fin» (Lc 1,33). ¿Acaso había terminado antes de empezar? No, junto a la cruz, según las palabras de Jesús mismo, te convertiste en madre de los creyentes. Con esta fe, que en la oscuridad del Sábado Santo fue también certeza de la esperanza, te has ido a encontrar con la mañana de Pascua. La alegría de la resurrección ha conmovido tu corazón y te ha unido de modo nuevo a los discípulos, destinados a convertirse en familia de Jesús mediante la fe. Así, estuviste en la comunidad de los creyentes que en los días después de la Ascensión oraban unánimes en espera del don del Espíritu Santo, que recibieron el día de Pentecostés.

El «reino» de Jesús era distinto de como lo habían podido imaginar los hombres. Este «reino» comenzó en aquella hora y ya nunca tendría fin. Por eso tú permaneces con los discípulos como madre suya, como Madre de la esperanza. Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino.

La santa Navidad, fiesta universal

(De la Audiencia general del Papa Benedicto XVI el 17 de diciembre de 2008)

Queridos hermanos y hermanas:

Comenzamos precisamente hoy los días del Adviento que nos preparan inmediatamente para el Nacimiento del Señor: estamos en la Novena de Navidad, que en muchas comunidades cristianas se celebra con liturgias ricas en texto bíblicos, todos ellos orientados a alimentar la espera del nacimiento del Salvador. En efecto, toda la Iglesia concentra su mirada de fe en esta fiesta, ya cercana, disponiéndose, como cada año, a unirse al canto alegre de los ángeles, que en el corazón de la noche anunciarán a los pastores el extraordinario acontecimiento del nacimiento del Redentor, invitándolos a dirigirse a la cueva de Belén. Allí yace el Emmanuel, el Creador que se ha hecho criatura, envuelto en pañales y acostado en un pobre pesebre.

La Navidad, por el clima que la caracteriza, es una fiesta universal. De hecho, incluso quien se dice no creyente puede percibir en esta celebración cristiana anual algo extraordinario y trascendente, algo íntimo que habla al corazón. Es la fiesta que canta el don de la vida. El nacimiento de un niño debería ser siempre un acontecimiento que trae alegría: el abrazo de un recién nacido suscita normalmente sentimientos de atención y de solicitud, de conmoción y de ternura.

La Navidad es el encuentro con un recién nacido que llora en una cueva miserable. Contemplándolo en el pesebre, ¿cómo no pensar en tantos niños que también hoy, en muchas regiones del mundo, nacen en una gran pobreza? ¿Cómo no pensar en los recién nacidos que no son acogidos sino rechazados, en los que no logran sobrevivir por falta de cuidados y atenciones? ¿Cómo no pensar también en las familias que quisieran tener la alegría de un hijo y no ven cumplida esta esperanza? Por desgracia, por el impulso de un consumismo hedonista, la Navidad corre el riesgo de perder su significado espiritual para reducirse a una mera ocasión comercial de compras e intercambio de regalos.

Sin embargo, en realidad, las dificultades, las incertidumbres y la misma crisis económica que en estos meses están viviendo tantas familias, y que afecta a toda la humanidad, pueden ser un estímulo para volver a descubrir el calor de la sencillez, la amistad y la solidaridad, valores típicos de la Navidad. Así, sin las incrustaciones consumistas y materialistas, la Navidad puede convertirse en una ocasión para acoger, como regalo personal, el mensaje de esperanza que brota del misterio del nacimiento de Cristo.

Todo esto, sin embargo, no basta para captar en su plenitud el valor de la fiesta a la que nos estamos preparando. Nosotros sabemos que en ella se celebra el acontecimiento central de la historia: la Encarnación del Verbo divino para la redención de la humanidad. San León Magno, en una de sus numerosas homilías navideñas, exclama: «Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura. Porque ha amanecido el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Así, en el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al principio y realizado al final de los tiempos, está destinado a durar sin fin». San Pablo comenta muchas veces esta verdad fundamental en sus cartas. Por ejemplo, a los Gálatas escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).

En la carta a los Romanos pone de manifiesto las lógicas y exigentes consecuencias de este acontecimiento salvador: «Si somos hijos (de Dios), también somos herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8, 17). Pero es sobre todo san Juan, en el Prólogo del cuarto Evangelio, quien medita profundamente en el misterio de la Encarnación. Y por eso desde los tiempos más antiguos el Prólogo forma parte de la liturgia de la Navidad. En efecto, en él se encuentra la expresión más auténtica y la síntesis más profunda de esta fiesta y del fundamento de su alegría. San Juan escribe: «Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis», «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).

Así pues, en Navidad no nos limitamos a conmemorar el nacimiento de un gran personaje; no celebramos simplemente y en abstracto el misterio del nacimiento del hombre o en general el misterio de la vida; tampoco celebramos sólo el inicio de la nueva estación. En Navidad recordamos algo muy concreto e importante para los hombres, algo esencial para la fe cristiana, una verdad que san Juan resume en estas pocas palabras: «El Verbo se hizo carne».

Se trata de un acontecimiento histórico que el evangelista san Lucas se preocupa de situar en un contexto muy determinado: en los días en que César Augusto emanó el decreto para el primer censo, cuando Quirino era ya gobernador de Siria. Por tanto, en una noche fechada históricamente se verificó el acontecimiento de salvación que Israel esperaba desde hacía siglos. En la oscuridad de la noche de Belén se encendió realmente una gran luz: el Creador del universo se encarnó uniéndose indisolublemente a la naturaleza humana, siendo realmente «Dios de Dios, luz de luz» y al mismo tiempo hombre, verdadero hombre.

Aquel a quien san Juan llama en griego “ho Logos” -traducido en latín «Verbum» y en español «el Verbo»- significa también «el Sentido». Por tanto, la expresión de san Juan se puede entender así: el «Sentido eterno» del mundo se ha hecho perceptible a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia: ahora podemos tocarlo y contemplarlo. El «Sentido» que se ha hecho carne no es simplemente una idea general inscrita en el mundo; es una «Palabra» dirigida a nosotros. El Logos nos conoce, nos llama, nos guía. No es una ley universal, en la que nosotros desarrollamos algún papel; es una Persona que se interesa por cada persona: es el Hijo del Dios vivo, que se ha hecho hombre en Belén.

A muchos hombres, y de algún modo a todos nosotros, esto parece demasiado hermoso para ser cierto. En efecto, aquí se nos reafirma: sí, existe un sentido, y el sentido no es una protesta impotente contra lo absurdo. El Sentido tiene poder: es Dios. Un Dios bueno, que no se confunde con un poder excelso y lejano, al que nunca se podría llegar, sino un Dios que se ha hecho nuestro prójimo, muy cercano a nosotros, que tiene tiempo para cada uno de nosotros y que ha venido a quedarse con nosotros.

Entonces surge espontáneamente la pregunta: «¿Cómo es posible algo semejante? ¿Es digno de Dios hacerse niño?». Para intentar abrir el corazón a esta verdad que ilumina toda la existencia humana, es necesario plegar la mente y reconocer la limitación de nuestra inteligencia. En la cueva de Belén Dios se nos muestra «niño» humilde para vencer nuestra soberbia. Tal vez nos habríamos rendido más fácilmente frente al poder, frente a la sabiduría; pero él no quiere nuestra rendición; más bien apela a nuestro corazón y a nuestra decisión libre de aceptar su amor. Se ha hecho pequeño para liberarnos de la pretensión humana de grandeza que brota de la soberbia; se ha encarnado libremente para hacernos a nosotros verdaderamente libres, libres de amarlo.

Queridos hermanos y hermanas, la Navidad es una oportunidad privilegiada para meditar en el sentido y en el valor de nuestra existencia. La proximidad de esta solemnidad nos ayuda a reflexionar, por una parte, en el dramatismo de la historia en la que los hombres, heridos por el pecado, buscan permanentemente la felicidad y el sentido pleno de la vida y de la muerte; y, por otra, nos exhorta a meditar en la bondad misericordiosa de Dios, que ha salido al encuentro del hombre para comunicarle directamente la Verdad que salva y para hacerlo partícipe de su amistad y de su vida.

Preparémonos, por tanto, para la Navidad con humildad y sencillez, disponiéndonos a recibir el don de la luz, la alegría y la paz que irradian de este misterio. Acojamos el Nacimiento de Cristo como un acontecimiento capaz de renovar hoy nuestra vida. Que el encuentro con el Niño Jesús nos haga personas que no piensen sólo en sí mismas, sino que se abran a las expectativas y necesidades de los hermanos. De esta forma nos convertiremos también nosotros en testigos de la luz que la Navidad irradia sobre la humanidad del tercer milenio.

Pidamos a María santísima, tabernáculo del Verbo encarnado, y a san José, testigo silencioso de los acontecimientos de la salvación, que nos comuniquen los sentimientos que ellos tenían mientras esperaban el nacimiento de Jesús, de modo que podamos prepararnos para celebrar santamente la próxima Navidad, en el gozo de la fe y animados por el compromiso de una conversión sincera.

¡Feliz Navidad a todos!

Lucas 3,10-18: Exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia


En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan:

-¿Entonces, qué hacemos?

El contestó:

-El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.

Vinieron también a bautizarse unos publicanos; y le preguntaron:

-Maestro, ¿qué hacemos nosotros?

El les contestó:

-No exijáis más de lo establecido.

Unos militares le preguntaron:

-¿Qué hacemos nosotros?

El les contestó:

-No hagáis extorsión a nadie, ni os aprovechéis con denuncias, sino contentaos con la paga.

El pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos:

-Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará con Espíritu Santo y fuego: tiene en la mano la horca para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga.

Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia.

REFLEXIÓN (del Rezo del Ángelus del Papa Benedicto XVI del  17 de diciembre de 2006):

En este tercer domingo de Adviento la liturgia nos invita a la alegría del espíritu. Lo hace con la célebre antífona que recoge una exhortación del apóstol san Pablo: "Gaudete in Domino", "Alegraos siempre en el Señor... El Señor está cerca".

También la primera lectura bíblica de la misa es una invitación a la  alegría. El profeta Sofonías, al final del siglo VII antes de Cristo, se dirige a la ciudad de Jerusalén y a su población con estas palabras:  "Regocíjate, hija de Sión;  grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, hija de Jerusalén... El  Señor tu Dios está en medio de ti como poderoso salvador" (So 3, 14. 17).

A Dios  mismo lo representa el profeta con sentimientos análogos: "Él se goza y se  complace en ti, te renovará con su amor, exultará sobre ti con júbilo, como en los  días de fiesta" (So 3, 17-18).

Esta promesa se realizó plenamente en el misterio de  la Navidad, que celebraremos dentro de una semana y que es necesario renovar en  el "hoy" de nuestra vida y de la historia.

La alegría que la liturgia suscita en el corazón de los cristianos no está reservada  sólo a nosotros:  es un anuncio profético destinado a toda la humanidad y de modo  particular a los más pobres, en este caso a los más pobres en alegría.

Pensemos en  nuestros hermanos y hermanas que, especialmente en Oriente Próximo, en algunas  zonas de África y en otras partes del mundo viven el drama de la guerra: ¿qué  alegría pueden vivir? ¿Cómo será su Navidad? Pensemos en los numerosos enfermos y en las personas solas que, además de  experimentar sufrimientos físicos, sufren también en el espíritu, porque a menudo se sienten abandonados: ¿cómo compartir con ellos la alegría sin faltarles al  respeto en su sufrimiento?

Pero pensemos también en quienes han perdido el  sentido de la verdadera alegría, especialmente si son jóvenes, y la buscan en vano  donde es imposible encontrarla: en la carrera exasperada hacia la autoafirmación y  el éxito, en las falsas diversiones, en el consumismo, en los momentos de  embriaguez, en los paraísos artificiales de la droga y de cualquier otra forma de  alienación.

No podemos menos de confrontar la liturgia de hoy y su "Alegraos" con estas  realidades dramáticas. Como en tiempos del profeta Sofonías, la palabra del Señor se dirige de modo privilegiado precisamente a quienes soportan pruebas, a los "heridos de la vida y huérfanos de alegría".

La invitación a la alegría no es un  mensaje alienante, ni un estéril paliativo, sino más bien una profecía de salvación, una llamada a un rescate que parte de la renovación interior.

Para transformar el mundo Dios eligió a una humilde joven de una aldea de Galilea, María de Nazaret, y le dirigió este saludo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está  contigo". En esas palabras está el secreto de la auténtica Navidad. Dios las repite a  la Iglesia, a cada uno de nosotros: "Alegraos, el Señor está cerca".  Con la ayuda de María, entreguémonos nosotros mismos, con humildad y valentía, para que el mundo acoja a Cristo, que es el manantial de la verdadera alegría.

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Canto de esperanza

(Del poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916))
Un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste.
Un soplo milenario trae amagos de peste.
Se asesinan los hombres en el extremo Este.

¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo?
Se han sabido presagios, y prodigios se han visto
y parece inminente el retorno del Cristo.

La tierra está preñada de dolor tan profundo
que el soñador, imperial meditabundo,
sufre con las angustias del corazón del mundo.

Verdugos de ideales afligieron la tierra,
en un pozo de sombras la humanidad se encierra
con los rudos molosos del odio y de la guerra.

¡Oh, Señor Jesucristo!, ¿por qué tardas, qué esperas 
para tender tu mano de luz sobre las fieras
y hacer brillar al sol tus divinas banderas?

Surge de pronto y vierte la esencia de la vida 
sobre tanta alma loca, triste o empedernida,
que, amante de tinieblas, tu dulce aurora olvida.

Ven, Señor, para hacer la gloria de ti mismo,
ven con temblor de estrellas y horror de cataclismo, 
ven a traer amor y paz sobre el abismo.

Y tu caballo blanco, que miró al visionario,
pase. Y suene el divino clarín extraordinario.
Mi corazón será brasa de tu incensario.

La fe de la Iglesia

(De la Audiencia General del Papa Benedicto XVI del 31 de octubre de 2012)

Continuamos con nuestro camino de meditación sobre la fe católica, partiendo otra vez de algunos interrogantes: ¿la fe tiene un carácter sólo personal, individual? ¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe solo? Cierto: el acto de fe es un acto eminentemente personal que sucede en lo íntimo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi existencia la que da un vuelco, la que recibe una orientación nueva.

En la liturgia del bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide la manifestación de la fe católica y formula tres preguntas: ¿Creéis en Dios Padre omnipotente? ¿Creéis en Jesucristo su único Hijo? ¿Creéis en el Espíritu Santo? Antiguamente estas preguntas se dirigían personalmente a quien iba a recibir el bautismo, antes de que se sumergiera tres veces en el agua. Y también hoy la respuesta es en singular: «Creo». Pero este creer mío no es el resultado de una reflexión solitaria propia, no es el producto de un pensamiento mío, sino que es fruto de una relación, de un diálogo, en el que hay un escuchar, un recibir y un responder; comunicar con Jesús es lo que me hace salir de mi «yo» encerrado en mí mismo para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no sólo a Jesús, sino también a cuantos han caminado y caminan por la misma senda; y este nuevo nacimiento, que empieza con el bautismo, continúa durante todo el recorrido de la existencia.

No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que es la Iglesia y me introduce así, en la multitud de los creyentes, en una comunión que no es sólo sociológica, sino enraizada en el eterno amor de Dios que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal sólo si es también comunitaria: puede ser mi fe sólo si se vive y se mueve en el «nosotros» de la Iglesia, sólo si es nuestra fe, la fe común de la única Iglesia.

Los domingos, en la santa misa, recitando el «Credo», nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese «creo» pronunciado singularmente se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, donde cada uno contribuye, por así decirlo, a una concorde polifonía en la fe. El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza de modo claro así: «“Creer” es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre”». Por lo tanto la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.

Al principio de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, el día de Pentecostés -como narran los Hechos de los Apóstoles-, la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena nueva del Reino de Dios, y conducir así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva. Los Apóstoles superan todo temor al proclamar lo que habían oído, visto y experimentado en persona con Jesús. Por el poder del Espíritu Santo comienzan a hablar lenguas nuevas anunciando abiertamente el misterio del que habían sido testigos.

En los Hechos de los Apóstoles se nos refiere además el gran discurso que Pedro pronuncia precisamente el día de Pentecostés. Parte de un pasaje del profeta Joel (3, 1-5), refiriéndolo a Jesús y proclamando el núcleo central de la fe cristiana: Aquél que había beneficiado a todos, que había sido acreditado por Dios con prodigios y grandes signos, fue clavado en la cruz y muerto, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, constituyéndolo Señor y Cristo. Con Él hemos entrado en la salvación definitiva anunciada por los profetas, y quien invoque su nombre será salvo. Al oír estas palabras de Pedro, muchos se sienten personalmente interpelados, se arrepienten de sus pecados y se bautizan recibiendo el don del Espíritu Santo. Así inicia el camino de la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo y cuyos miembros no pertenecen a un grupo social o étnico particular, sino que son hombres y mujeres procedentes de toda nación y cultura. Es un pueblo «católico», que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de cualquier confín, abatiendo todas las barreras. Dice san Pablo: «No hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos» (Col 3, 11).

La Iglesia, por lo tanto, desde el principio es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar donde, por el bautismo, se está inmerso en el Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo, que nos libera de la prisión del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce en la comunión con el Dios Trinitario. Al mismo tiempo estamos inmersos en la comunión con los demás hermanos y hermanas de fe, con todo el Cuerpo de Cristo, fuera de nuestro aislamiento. El concilio ecuménico Vaticano II lo recuerda: «Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (Const. dogm. Lumen gentium, 9). Siguiendo con la liturgia del bautismo, observamos que, como conclusión de las promesas en las que expresamos la renuncia al mal y repetimos «creo» respecto a las verdades de fe, el celebrante declara: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Jesucristo Señor nuestro». La fe es una virtud teologal, donada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. El propio san Pablo, escribiendo a los Corintios, afirma que les ha comunicado el Evangelio que a su vez también él había recibido.

Existe una cadena ininterrumpida de vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe. Dice el Concilio: «La predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del tiempo» (Const. dogm. Dei Verbum, 8). De tal forma, si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente a fin de que los hombres de toda época puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Así, la Iglesia «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las generaciones lo que es y lo que cree».

Finalmente desearía subrayar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante observar cómo en el Nuevo Testamento la palabra «santos» designa a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Entonces qué se quería indicar con este término? El hecho de que quienes tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndoles así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios viviente. Y esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y plasmar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, límites y dificultades, se convierte en una especie de ventana abierta a la luz del Dios vivo que recibe esta luz y la transmite al mundo. El beato Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris missio, afirmaba que «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!».

La tendencia, hoy difundida, a relegar la fe a la esfera de lo privado contradice por lo tanto su naturaleza misma. Necesitamos la Iglesia para tener confirmación de nuestra fe y para experimentar los dones de Dios: su Palabra, los sacramentos, el apoyo de la gracia y el testimonio del amor. Así nuestro «yo» en el «nosotros» de la Iglesia podrá percibirse, a un tiempo, destinatario y protagonista de un acontecimiento que le supera: la experiencia de la comunión con Dios, que funda la comunión entre los hombres. En un mundo en el que el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para todo el género humano.

Mirad las estrellas fulgentes brillar

Himno de la Liturgia de las Horas
Mirad las estrellas fulgentes brillar,
sus luces anuncian que Dios ahí está,
la noche en silencio, la noche en su paz,
murmura esperanzas cumpliéndose ya.

Los ángeles santos, que vienen y van,
preparan caminos por donde vendrá
el Hijo del Padre, el Verbo eternal,
al mundo del hombre en carne mortal.

Abrid vuestras puertas, ciudades de paz,
que el Rey de la gloria ya pronto vendrá;
abrid corazones, hermanos, cantad
que vuestra esperanza cumplida será.

Los justos sabían que el hambre de Dios
vendría a colmarla el Dios del Amor,
su Vida es su vida, su Amor es su amor
serían un día su gracia y su don.

Ven pronto, Mesías, ven pronto, Señor,
los hombres hermanos esperan tu voz,
tu luz, tu mirada, tu vida, tu amor.
Ven pronto, Mesías, sé Dios Salvador. Amén.