(De la Audiencia general del Papa Benedicto XVI el 17 de diciembre de 2008)
Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos precisamente hoy los días del Adviento que nos preparan inmediatamente para el Nacimiento del Señor: estamos en la Novena de Navidad, que en muchas comunidades cristianas se celebra con liturgias ricas en texto bíblicos, todos ellos orientados a alimentar la espera del nacimiento del Salvador. En efecto, toda la Iglesia concentra su mirada de fe en esta fiesta, ya cercana, disponiéndose, como cada año, a unirse al canto alegre de los ángeles, que en el corazón de la noche anunciarán a los pastores el extraordinario acontecimiento del nacimiento del Redentor, invitándolos a dirigirse a la cueva de Belén. Allí yace el Emmanuel, el Creador que se ha hecho criatura, envuelto en pañales y acostado en un pobre pesebre.
La Navidad, por el clima que la caracteriza, es una fiesta universal. De hecho, incluso quien se dice no creyente puede percibir en esta celebración cristiana anual algo extraordinario y trascendente, algo íntimo que habla al corazón. Es la fiesta que canta el don de la vida. El nacimiento de un niño debería ser siempre un acontecimiento que trae alegría: el abrazo de un recién nacido suscita normalmente sentimientos de atención y de solicitud, de conmoción y de ternura.
La Navidad es el encuentro con un recién nacido que llora en una cueva miserable. Contemplándolo en el pesebre, ¿cómo no pensar en tantos niños que también hoy, en muchas regiones del mundo, nacen en una gran pobreza? ¿Cómo no pensar en los recién nacidos que no son acogidos sino rechazados, en los que no logran sobrevivir por falta de cuidados y atenciones? ¿Cómo no pensar también en las familias que quisieran tener la alegría de un hijo y no ven cumplida esta esperanza? Por desgracia, por el impulso de un consumismo hedonista, la Navidad corre el riesgo de perder su significado espiritual para reducirse a una mera ocasión comercial de compras e intercambio de regalos.
Sin embargo, en realidad, las dificultades, las incertidumbres y la misma crisis económica que en estos meses están viviendo tantas familias, y que afecta a toda la humanidad, pueden ser un estímulo para volver a descubrir el calor de la sencillez, la amistad y la solidaridad, valores típicos de la Navidad. Así, sin las incrustaciones consumistas y materialistas, la Navidad puede convertirse en una ocasión para acoger, como regalo personal, el mensaje de esperanza que brota del misterio del nacimiento de Cristo.
Todo esto, sin embargo, no basta para captar en su plenitud el valor de la fiesta a la que nos estamos preparando. Nosotros sabemos que en ella se celebra el acontecimiento central de la historia: la Encarnación del Verbo divino para la redención de la humanidad. San León Magno, en una de sus numerosas homilías navideñas, exclama: «Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura. Porque ha amanecido el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Así, en el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al principio y realizado al final de los tiempos, está destinado a durar sin fin». San Pablo comenta muchas veces esta verdad fundamental en sus cartas. Por ejemplo, a los Gálatas escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).
En la carta a los Romanos pone de manifiesto las lógicas y exigentes consecuencias de este acontecimiento salvador: «Si somos hijos (de Dios), también somos herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8, 17). Pero es sobre todo san Juan, en el Prólogo del cuarto Evangelio, quien medita profundamente en el misterio de la Encarnación. Y por eso desde los tiempos más antiguos el Prólogo forma parte de la liturgia de la Navidad. En efecto, en él se encuentra la expresión más auténtica y la síntesis más profunda de esta fiesta y del fundamento de su alegría. San Juan escribe: «Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis», «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).
En la carta a los Romanos pone de manifiesto las lógicas y exigentes consecuencias de este acontecimiento salvador: «Si somos hijos (de Dios), también somos herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8, 17). Pero es sobre todo san Juan, en el Prólogo del cuarto Evangelio, quien medita profundamente en el misterio de la Encarnación. Y por eso desde los tiempos más antiguos el Prólogo forma parte de la liturgia de la Navidad. En efecto, en él se encuentra la expresión más auténtica y la síntesis más profunda de esta fiesta y del fundamento de su alegría. San Juan escribe: «Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis», «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14).
Así pues, en Navidad no nos limitamos a conmemorar el nacimiento de un gran personaje; no celebramos simplemente y en abstracto el misterio del nacimiento del hombre o en general el misterio de la vida; tampoco celebramos sólo el inicio de la nueva estación. En Navidad recordamos algo muy concreto e importante para los hombres, algo esencial para la fe cristiana, una verdad que san Juan resume en estas pocas palabras: «El Verbo se hizo carne».
Se trata de un acontecimiento histórico que el evangelista san Lucas se preocupa de situar en un contexto muy determinado: en los días en que César Augusto emanó el decreto para el primer censo, cuando Quirino era ya gobernador de Siria. Por tanto, en una noche fechada históricamente se verificó el acontecimiento de salvación que Israel esperaba desde hacía siglos. En la oscuridad de la noche de Belén se encendió realmente una gran luz: el Creador del universo se encarnó uniéndose indisolublemente a la naturaleza humana, siendo realmente «Dios de Dios, luz de luz» y al mismo tiempo hombre, verdadero hombre.
Aquel a quien san Juan llama en griego “ho Logos” -traducido en latín «Verbum» y en español «el Verbo»- significa también «el Sentido». Por tanto, la expresión de san Juan se puede entender así: el «Sentido eterno» del mundo se ha hecho perceptible a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia: ahora podemos tocarlo y contemplarlo. El «Sentido» que se ha hecho carne no es simplemente una idea general inscrita en el mundo; es una «Palabra» dirigida a nosotros. El Logos nos conoce, nos llama, nos guía. No es una ley universal, en la que nosotros desarrollamos algún papel; es una Persona que se interesa por cada persona: es el Hijo del Dios vivo, que se ha hecho hombre en Belén.
A muchos hombres, y de algún modo a todos nosotros, esto parece demasiado hermoso para ser cierto. En efecto, aquí se nos reafirma: sí, existe un sentido, y el sentido no es una protesta impotente contra lo absurdo. El Sentido tiene poder: es Dios. Un Dios bueno, que no se confunde con un poder excelso y lejano, al que nunca se podría llegar, sino un Dios que se ha hecho nuestro prójimo, muy cercano a nosotros, que tiene tiempo para cada uno de nosotros y que ha venido a quedarse con nosotros.
Entonces surge espontáneamente la pregunta: «¿Cómo es posible algo semejante? ¿Es digno de Dios hacerse niño?». Para intentar abrir el corazón a esta verdad que ilumina toda la existencia humana, es necesario plegar la mente y reconocer la limitación de nuestra inteligencia. En la cueva de Belén Dios se nos muestra «niño» humilde para vencer nuestra soberbia. Tal vez nos habríamos rendido más fácilmente frente al poder, frente a la sabiduría; pero él no quiere nuestra rendición; más bien apela a nuestro corazón y a nuestra decisión libre de aceptar su amor. Se ha hecho pequeño para liberarnos de la pretensión humana de grandeza que brota de la soberbia; se ha encarnado libremente para hacernos a nosotros verdaderamente libres, libres de amarlo.
Queridos hermanos y hermanas, la Navidad es una oportunidad privilegiada para meditar en el sentido y en el valor de nuestra existencia. La proximidad de esta solemnidad nos ayuda a reflexionar, por una parte, en el dramatismo de la historia en la que los hombres, heridos por el pecado, buscan permanentemente la felicidad y el sentido pleno de la vida y de la muerte; y, por otra, nos exhorta a meditar en la bondad misericordiosa de Dios, que ha salido al encuentro del hombre para comunicarle directamente la Verdad que salva y para hacerlo partícipe de su amistad y de su vida.
Preparémonos, por tanto, para la Navidad con humildad y sencillez, disponiéndonos a recibir el don de la luz, la alegría y la paz que irradian de este misterio. Acojamos el Nacimiento de Cristo como un acontecimiento capaz de renovar hoy nuestra vida. Que el encuentro con el Niño Jesús nos haga personas que no piensen sólo en sí mismas, sino que se abran a las expectativas y necesidades de los hermanos. De esta forma nos convertiremos también nosotros en testigos de la luz que la Navidad irradia sobre la humanidad del tercer milenio.
Pidamos a María santísima, tabernáculo del Verbo encarnado, y a san José, testigo silencioso de los acontecimientos de la salvación, que nos comuniquen los sentimientos que ellos tenían mientras esperaban el nacimiento de Jesús, de modo que podamos prepararnos para celebrar santamente la próxima Navidad, en el gozo de la fe y animados por el compromiso de una conversión sincera.
¡Feliz Navidad a todos!