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El bautismo del Señor es nuestra sepultura

(Sermón de san Máximo de Turín)

Leemos en las Escrituras que la salvación de todo el género humano fue conseguida al precio de la sangre del Salvador, como dice el apóstol Pedro: Os rescataron, no con bienes efímeros, con oro o plata, sino al precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha. Por tanto, si el precio de nuestra vida es la sangre del Señor, debes llegar a la conclusión de que lo que ha sido rescatado no es tanto aquella terrena fragilidad del campo, como la sempiterna incolumidad del mundo entero. Dice, en efecto, el evangelista: Porque Cristo no vino al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

Pero quizá me preguntes: si el campo es el mundo, ¿quién es el alfarero capaz de ejercer el dominio sobre el mundo? Si no me equivoco, ese alfarero es el mismo que modeló de la arcilla del suelo los vasos de nuestro cuerpo, y del que dice la Escritura: Dios modeló al hombre de arcilla del suelo. El es el alfarero que, con sus manos, nos creó para la vida y por Cristo nos recreó para la gloria, como dice el Apóstol: Nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; es decir, nosotros que, por nuestros pecados, caímos de la condición originaria, en el segundo nacimiento somos reparados por la misericordia de este alfarero. O dicho de otra forma: nosotros que por la transgresión de Adán nos precipitamos a la muerte, resucitemos nuevamente a la vida por la gracia del Salvador.

Así pues, con el precio de la sangre de Cristo se compró el Campo del Alfarero, para cementerio de peregrinos; de peregrinos —insisto—, los cuales, sin casa ni patria, de todas partes eran expulsados como desterrados; a éstos se les provee de un lugar de descanso con la sangre de Cristo, para que quienes nada poseen en el mundo, hallen en Cristo su sepultura. Y ¿quiénes son estos peregrinos, sino los cristianos más fervorosos, que, renunciando al siglo y no poseyendo nada en el mundo, descansan en la sangre de Cristo? En efecto, el cristiano que nada posee del mundo, tiene a Cristo como única posesión.

Se promete a los peregrinos la sepultura de Cristo, para que quien haya sabido abstenerse de los vicios de la carne como extranjero y peregrino, reciba como recompensa el descanso de Cristo. ¿Qué otra cosa es si no la sepultura de Cristo que el descanso del cristiano? Porque, en este mundo, nosotros somos peregrinos y vivimos como huéspedes sobre la tierra, según las palabras del Apóstol: Mientras vivimos, estamos desterrados lejos del Señor. Insisto, somos peregrinos y, con el precio de la sangre de Cristo, se nos ha comprado una sepultura. Dice el Apóstol: Fuimos sepultados con él en la muerte. Así que el bautismo de Cristo es nuestra sepultura: en él morimos al pecado, estamos como sepultados a los delitos, y, al transformarse la naturaleza de nuestro viejo hombre interior en un segundo nacimiento, retornamos como a una nueva infancia.

Lo diré una vez más: el bautismo del Salvador es nuestra sepultura, pues en él nos despojamos de nuestro anterior tenor de vida, y, en él recibimos una nueva vida. Grande es, pues, la gracia de esta sepultura: en ella se nos infiere una muerte útil y se nos hace don de una vida todavía más útil; grande es la gracia de esta sepultura, que a un mismo tiempo purifica al pecador y vivifica al que está a punto de morir.

Todo para gloria de Dios

(De los sermones de san Máximo de Turín)

El buen cristiano debe alabar siempre a su Padre y Señor, y ha de procurar en todo su gloria, como dice el Apóstol: Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. Fijaos cómo ha de ser, según la mente del Apóstol, el almuerzo de los cristianos: en él ha de predominar el manjar de la fe de Cristo sobre las viandas materiales; ha de alimentar más al hombre la frecuente invocación del nombre del Señor que la variada y copiosa aportación de manjares; que la religión sacie mejor al hambriento que el mismo alimento. Todo —dice— para gloria de Dios. Es decir, que Cristo quiere que todos nuestros actos se hagan con él, como cómplice o como testigo. Y la razón es ésta: que las cosas buenas las hagamos con él como autor, y renunciemos a realizar las malas en razón de nuestra unión con él. Quien es consciente de tener a Cristo como compañero, se avergüenza de hacer cosas malas. Cristo en las cosas buenas es nuestra ayuda, en las malas es nuestro conservador.

Por eso, al levantarnos por la mañana, debemos dar gracias al Salvador y, antes de toda acción profana, realizar algún acto de piedad, por haber él velado nuestro descanso y nuestro sueño mientras dormíamos en nuestros lechos. Al levantarnos, pues, debemos dar gracias a Cristo y llevar a cabo, bajo la señal del Salvador, todo el trabajo de la jornada. ¿No es verdad que cuando todavía eras pagano solías escrutar diligentemente los signos e indagar con gran cuidado qué señales eran favorables para tal o cual negocio? No quiero que en adelante yerres cuanto al número. Has de saber que en la única señal de Cristo radica la prosperidad de todas las cosas. Quien en esta señal comenzare a sembrar, conseguirá el fruto de la vida eterna; el que en esta señal emprendiere un viaje, llegará hasta el cielo. Por tanto, hemos de orientar todos nuestros actos inspirados por este nombre, y referir a él todos los movimientos de nuestra vida, pues que, como dice el Apóstol: En él vivimos, nos movemos y existimos.

Igualmente, cuando el atardecer clausura la jornada debemos alabar al Señor con el salterio y cantar melodiosamente himnos a su gloria, a fin de que, consumado el combate de nuestras obras, merezcamos como los vencedores el descanso, y el olvido del sueño sea algo así como la palma debida a nuestras fatigas. A hacer esto, hermanos, no sólo nos impulsa la razón: nos lo aconsejan los mismos ejemplos. ¿No vemos, en efecto, cómo las diminutas avecillas, cuando la aurora abre las puertas a la claridad del día, se ponen a cantar armoniosamente en aquellas especie de celdas que son sus nidos, y lo hacen solícitamente antes de salir, como si quisieran acariciar a su Creador con la suavidad de su canto, al no poder hacerlo con las palabras?; ¿y cómo cada una de ellas, al no poder confesarlo, le rinde el homenaje de su canto, de suerte que parece dar gracias con mayor devoción la que más dulcemente canta? Y ¿no hacen otro tanto al final de la jornada?