(De los sermones de san Máximo de Turín)

Por eso, al levantarnos por la mañana, debemos dar gracias al Salvador y, antes de toda acción profana, realizar algún acto de piedad, por haber él velado nuestro descanso y nuestro sueño mientras dormíamos en nuestros lechos. Al levantarnos, pues, debemos dar gracias a Cristo y llevar a cabo, bajo la señal del Salvador, todo el trabajo de la jornada. ¿No es verdad que cuando todavía eras pagano solías escrutar diligentemente los signos e indagar con gran cuidado qué señales eran favorables para tal o cual negocio? No quiero que en adelante yerres cuanto al número. Has de saber que en la única señal de Cristo radica la prosperidad de todas las cosas. Quien en esta señal comenzare a sembrar, conseguirá el fruto de la vida eterna; el que en esta señal emprendiere un viaje, llegará hasta el cielo. Por tanto, hemos de orientar todos nuestros actos inspirados por este nombre, y referir a él todos los movimientos de nuestra vida, pues que, como dice el Apóstol: En él vivimos, nos movemos y existimos.
Igualmente, cuando el atardecer clausura la jornada debemos alabar al Señor con el salterio y cantar melodiosamente himnos a su gloria, a fin de que, consumado el combate de nuestras obras, merezcamos como los vencedores el descanso, y el olvido del sueño sea algo así como la palma debida a nuestras fatigas. A hacer esto, hermanos, no sólo nos impulsa la razón: nos lo aconsejan los mismos ejemplos. ¿No vemos, en efecto, cómo las diminutas avecillas, cuando la aurora abre las puertas a la claridad del día, se ponen a cantar armoniosamente en aquellas especie de celdas que son sus nidos, y lo hacen solícitamente antes de salir, como si quisieran acariciar a su Creador con la suavidad de su canto, al no poder hacerlo con las palabras?; ¿y cómo cada una de ellas, al no poder confesarlo, le rinde el homenaje de su canto, de suerte que parece dar gracias con mayor devoción la que más dulcemente canta? Y ¿no hacen otro tanto al final de la jornada?