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Renacemos del agua y del Espíritu Santo

(Texto de san Ambrosio de Milán, obispo)

¿Qué es lo que viste en el bautisterio? Agua, desde luego, pero no sólo agua; viste también a los diáconos ejerciendo su ministerio, al obispo haciendo las preguntas de ritual y santificando. El Apóstol te enseñó, lo primero de todo, que no hemos de fijarnos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno. Pues, como leemos en otro lugar, desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios, su poder eterno y su divinidad son visibles por sus obras. Por esto, dice el Señor en persona: Aunque no me creáis a mí, creed a las obras. Cree, pues, que está allí presente la divinidad. ¿Vas a creer en su actuación y no en su presencia? ¿De dónde vendría esta actuación sin su previa presencia?

Considera también cuán antiguo sea este misterio, pues fue prefigurado en el mismo origen del mundo. Ya en el principio, cuando hizo Dios el cielo y la tierra, el espíritu —leemos— se cernía sobre la faz de las aguas. Y si se cernía es porque obraba. El salmista nos da a conocer esta actuación del espíritu en la creación del mundo, cuando dice: La palabra del Señor hizo el cielo; el espíritu de su boca, sus ejércitos. Ambas cosas, esto es, que se cernía y que actuaba, son atestiguadas por la palabra profética. Que se cernía, lo afirma el autor del Génesis; que actuaba, el salmista.

Tenemos aún otro testimonio. Toda carne se había corrompido por sus iniquidades. Mi espíritu no durará por siempre en el hombre —dijo Dios—, puesto que es de carne. Con las cuales palabras demostró que la gracia espiritual era incompatible con la inmundicia carnal y la mancha del pecado grave. Por esto, queriendo Dios reparar su obra, envió el diluvio y mandó al justo Noé que subiera al arca. Cuando menguaron las aguas del diluvio, soltó primero un cuervo, el cual no volvió, y después una paloma que, según leemos, volvió con una rama de olivo. Ves cómo se menciona el agua, el leño, la paloma, ¿y aún dudas del misterio?

En el agua es sumergida nuestra carne, para que quede borrado todo pecado carnal. En ella quedan sepultadas todas nuestras malas acciones. En un leño fue clavado el Señor Jesús, cuando sufrió por nosotros su pasión. En forma de paloma descendió el Espíritu Santo, como has aprendido en el nuevo Testamento, el cual inspira en tu alma la paz, en tu mente la calma.

Estudiad las Escrituras, pues ellas están dando testimonio de mí

(Comentario de San Ambrosio de Milán, obispo, sobre el Salmo 1)

Primeramente has de beber el antiguo Testamento, para poder beber también el nuevo. Si no bebes el primero, no podrás tampoco beber el segundo. Bebe el primero, para hallar algún alivio en tu sed; bebe el segundo, para saciarte de verdad. En el antiguo Testamento hallarás un sentimiento de compunción; en el nuevo, la verdadera alegría.

Los que bebieron en lo que no deja de ser un tipo, pudieron saciar su sed; los que bebieron en lo que es la realidad, llegaron a embriagarse completamente. ¡Qué buena es esta embriaguez que comunica la verdadera alegría y no avergüenza lo más mínimo! ¡Qué buena es esta embriaguez que hace avanzar con paso seguro a nuestra alma que no ha perdido su equilibrio! ¡Qué buena es esta embriaguez que sirve para regar el fruto de vida eterna! Bebe, pues, esta copa de la que dice el Profeta: Y mi copa rebosa.

Pero son dos las copas que has de beber: la del antiguo Testamento y la del nuevo; porque en ambas bebes a Cristo. Bebe a Cristo, porque es la verdadera vid; bebe a Cristo, porque es la piedra de la que brotó agua; bebe a Cristo, porque es fuente de vida; bebe a Cristo, porque es la acequia cuyo correr alegra la ciudad; bebe a Cristo, porque es la paz; bebe a Cristo, porque de sus entrañas manarán torrentes de agua viva; bebe a Cristo, y así beberás la sangre que te ha redimido; bebe a Cristo, y así asimilarás sus palabras; porque palabra suya es el antiguo Testamento, palabra suya es también el nuevo.

Realmente llegamos a beber y a comer la sagrada Escritura, si el sentido profundo de la tercera palabra viene a empapar nuestras almas, como si circulara por nuestras venas y fuera el motor que impulsara toda nuestra actividad.

Finalmente, no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra de Dios . Bebe esta palabra, pero bébela en el debido orden. Bébela en el antiguo Testamento y apresúrate a beberla en el nuevo. También él, como si se apresurara a hacerlo, dice: Ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande, habitaban en tierra de sombras, y una luz les brilló.

Bebe, pues, pronto, para que brille para ti una luz grande, no la luz de todos los días, ni la del día, ni la del sol, ni la de la luna; sino la que ahuyenta las sombras de la muerte. Pues los que viven en sombras de la muerte es imposible que vean la luz del sol y del día. Y, adelantándose a tu pregunta: ¿por qué tan maravilloso resplandor, por qué tan extraordinario favor?, responde: Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Un niño, que ha nacido de la Virgen, Hijo, que, por haber nacido de Dios, es el que hace que brille tan maravillosa luz.

Un niño nos ha nacido. Nos ha nacido a nosotros los creyentes. Nos ha nacido, porque la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Nos ha nacido, porque de la Virgen recibió carne humana, nace para nosotros, porque la Palabra se nos da. Al participar de nuestra naturaleza, nace entre nosotros; al ser infinitamente superior a nosotros, es el gran don que se nos otorga.

De la plenitud del Verbo todos hemos recibido

(Comentario de san Ambrosio, obispo)

Mira cómo amo tus decretos; Señor, por tu misericordia dame vida. También aquí invita el salmista al Señor a que examine atentamente el pleno afecto de su caridad. Nadie dice: Mira, sino el que juzga que ha de agradar, de ser contemplado. Y bellamente dice: Mira, y lo dice en conformidad con la ley, pues la ley manda que cada israelita se presente tres veces al año ante el Señor. El santo diariamente se ofrece a sí mismo, diariamente aparece ante el Señor, y no se presenta con las manos vacías, pues no está vacío quien ha recibido de su plenitud.

No estaba vacío David cuando decía: La boca se nos llenaba de risas, pues el gozo es uno de los frutos del Espíritu Santo. Y como –según dice san Juan– de la plenitud del Verbo todos hemos recibido , así también el Espíritu Santo llenó de su plenitud toda la tierra. No estaba vacío Zacarías que, lleno del Espíritu Santo, profetizaba la llegada del Señor Jesús. No estaba vacío Pablo, que evangelizaba «en la abundancia»; y estaba rebosante al recibir de los efesios el sacrificio fragante, una hostia agradable a Dios. No estaban vacíos los corintios, en los que abundaba la gracia de Dios, según el testimonio del propio Apóstol.

Por eso David se ofrecía diariamente a Dios, y no se ofrecía vacío, él que podía decir: Abro la boca y respiro . Y por eso decía: Mira cómo amo tus decretos . Escucha en qué debes ofrecerte a Cristo. No en las cosas visibles, sino en las ocultas y en lo escondido, para que tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pague y remunere tu fiel afecto. Amo —dice— tus decretos. No dice: observo; ni tampoco: guardo, pues los imprudentes no observaron los preceptos del Señor.

En cambio, el que es perfecto en la inteligencia, perfecto en la sabiduría, éste ama, que es mucho más que guardar; pues guardar es muchas veces fruto de la necesidad o del temor; mientras que amar es fruto de la caridad. Guarda quien evangeliza; pero el que voluntariamente evangeliza, recibe su merecido. ¡Cuánto mayor no será la recompensa del que ama! Podemos en efecto no amar lo que queremos, pero imposible no querer lo que amamos. Pero aun cuando espere el premio de la caridad perfecta, pide además el socorro de la misericordia divina, para ser vivificado en ella por el Señor. No es, pues, el arrogante exactor de la recompensa debida, sino el modesto suplicante de la divina misericordia.

Sin motivo padece persecución, el que es combatido siendo inocente

(Del comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el salmo 118)

Los nobles me perseguían sin motivo, y mi corazón temblaba por tus palabras. Están también los nobles de este mundo y los poderes que dominan estas tinieblas, que tratan de subyugar tu alma y suscitan en tu interior violentos ataques, prometiéndote los reinos de la tierra, honores y riquezas, si sucumbes en un momento de debilidad y te decides a obedecer sus mandatos. Estos nobles unas veces persiguen sin motivo, otras no sin motivo. Persiguen sin motivo a aquel en quien nada suyo encuentran y a quien pretenden subyugar; persiguen no sin motivo al que se ha abandonado a su dominio y se entrega en alma y cuerpo a la posesión de este siglo: con razón reivindican para sí el dominio sobre los que les pertenecen, reclamando de ellos el tributo de la iniquidad.

Con razón afirma el mártir que soporta injustamente los tormentos de las persecuciones, él que nada ha robado, que a nadie ha despóticamente oprimido, que no ha derramado sangre alguna, que no ha infringido ninguna ley, él que, sin embargo, se ve obligado a soportar los más graves suplicios infligidos a los ladrones; él que dice la verdad y nadie le escucha, que expone todo lo concerniente a la economía de salvación y es impugnado, hasta el punto de poder afirmar: Cuando les hablaba, me contradecían sin motivo.

Así pues, sin motivo padece persecución, el que es combatido siendo inocente; es impugnado como culpable, cuando es digno de alabanza por su confesión; es impugnado como blasfemo por gloriarse en el nombre del Señor, siendo así que la piedad es el fundamento de todas las virtudes. Es ciertamente impugnado sin razón, quien ante los impíos e infieles es acusado de impiedad, siendo maestro de fe.

Ahora bien: quien sin motivo es impugnado, debe ser fuerte y constante. Entonces, ¿cómo es que añadió: Y mi corazón temblaba por tus palabras? Temblar es signo de debilidad, de temor, de miedo. Pero existe una debilidad que es saludable y hay un temor propio de los santos: Todos sus santos, temed al Señor. Y: Dichoso quien teme al Señor. Dichoso, ¿por qué? Porque ama de corazón sus mandatos.

Imagínate ahora a un mártir rodeado de peligros por todas partes: por aquí, la ferocidad de las fieras que rugen para infundir terror, por allí, el crujido de las láminas incandescentes y la crepitante llama del horno encendido; por una parte se oye el rumor de pesadas cadenas que se arrastran, por otra, la presencia del cruento verdugo.

Imagínate —repito— al mártir contemplando todos los instrumentos del suplicio y, en un segundo tiempo, considera a ese mismo mártir pensando en los mandamientos de Dios, en aquel fuego eterno, en aquel incendio sin fin preparado para los pérfidos, y el sofoco aquel de una pena que constantemente se recrudece; mírale temblar en su corazón ante el miedo de que, por escapar a la presente, se labre la eterna ruina; mírale profundamente turbado, al intuir en cierto modo aquella terrible espada del juicio. ¿No es verdad que esta trepidación puede conjugarse con la confianza del hombre constante? A una misma meta concurren la confianza de quien anhela las cosas eternas y del que teme los divinos castigos.

¡Ojalá mereciera yo ser uno de éstos! De modo que si alguna vez el perseguidor se ensañare conmigo, no tome en consideración la acerbidad de mis suplicios, no pondere los tormentos ni las penas; no piense en la atrocidad de dolor alguno, sino que todo esto lo tenga por cosa sin importancia; que Cristo no me niegue por mi pusilanimidad, que no me excluya Cristo ni me rechace del colegio de los sacerdotes, por considerarme indigno de semejante asamblea; vea más bien que si es verdad que me aterrorizan las penas corporales, me horroriza mucho más el juicio futuro. Y si me llegare a decir: ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?, me tienda su mano y, aunque turbado por el encrespado oleaje de este mundo, me estabilizará en la sólida esperanza del alma.

La carne de nuestro barro recibe la luz de la vida eterna, mediante el sacramento del bautismo

(Texto de san Ambrosio de Milán, obispo)

En el Evangelio se narra que, al pasar el Señor Jesús, vio a un ciego de nacimiento. Ahora bien, si el Señor lo vio, no pasó de largo: por consiguiente tampoco nosotros debemos pasar de largo junto al ciego que el Señor juzgó no deber evitar, máxime tratándose de un ciego de nacimiento, detalle éste que no en vano el evangelista subrayó.

Porque existe una ceguera que reduce la capacidad visual y es ordinariamente provocada por una enfermedad; y existe una ceguera causada por una exudación humoral y que, a veces, suprimida la causa, es también curada por la ciencia médica. Digo esto para que te des cuenta de que, la curación de este ciego de nacimiento, no es fruto de la habilidad médica, sino del poder divino. En efecto, el Señor le hizo don de la salud, no ejerció la medicina, ya que el Señor Jesús sanó a los que ningún otro consiguió curar. Corresponde efectivamente al creador rectificar las deficiencias de la naturaleza, puesto que él es autor de la misma. Por eso añadió: Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo. Que es como si dijera: todos los ciegos podrán recuperar la vista, con tal de que me busquen a mí que soy la luz. Contempladlo también vosotros y quedaréis radiantes, de modo que podáis ver.

A continuación, una pregunta: ¿Qué sentido tiene que quien devolvía la vida con imperio y proporcionaba la salud mediante una orden, diciendo al muerto: Ven afuera, y Lázaro salió del sepulcro; diciendo al paralítico: Levántate, coge tu camilla, y el paralítico se levantó y comenzó a transportar su propia camilla, en la que era llevado cuando tenía dislocados todos sus miembros? ¿qué sentido tiene, vuelvo a preguntar, el que escupiera e hiciera barro, y se lo untara en los ojos al ciego, y le dijera: Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado) ; y fue, se lavó, y volvió con vista? ¿Cuál es la razón de todo esto? Una muy importante, si no me engaño: pues ve más aquel a quien Jesús toca.

Considera al mismo tiempo su divinidad y su fuerza santificadora. Como luz, tocó y la infundió; como sacerdote y prefigurando el bautismo, llevó a cabo los misterios de la gracia espiritual. Escupió, para que advirtieras que el interior de Cristo es luz. Y ve realmente, quien es purificado por lo que procede del interior de Cristo. Lava su saliva, lava su palabra, como está escrito: Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado.

El que hiciera barro y se lo untara en los ojos al ciego, ¿qué otra cosa significa, sino que debes caer en la cuenta de que es uno mismo el que devolvió al hombre la salud untándole con barro, y el que de barro modeló al hombre? ¿y que la carne de nuestro barro recibe la luz de la vida eterna, mediante el sacramento del bautismo? Vete también tú a Siloé, esto es, al enviado del Padre, según aquello: Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado. Que te lave Cristo, para que veas. Acude al bautismo: es el momento oportuno. Acude presuroso, para que puedas decir: Fui, me lavé y empecé a ver; para que también tú puedas repetir: Era ciego y ahora veo; para que tú puedas decir como dijo aquel inundado de luz: La noche está avanzada, el día se echa encima.

Dios nos amonestó por medio de la ley, los profetas, el evangelio y los apóstoles

(Del comentario de san Ambrosio de Milán, obispo, sobre el Salmo 118)

Tú promulgas tus decretos, para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino, para cumplir tus designios, entonces no sentiré vergüenza al mirar tus mandatos. No promulgas –dice– tus mandatos, para que se observen, sino para que se observen exactamente. ¿Cuándo los promulgó? En el paraíso ya le mandó a Adán que observase sus mandatos, pero quizá no añadió que los observase exactamente: por eso pecó, por eso cedió a la propuesta de su mujer, por eso fue engañado por la serpiente, pensando que si derogaba sólo en parte el mandato, el error no sería tan notable. Pero una vez desviado de la senda de los mandatos, abandonó totalmente el camino. Por eso Dios le despojó de todos los dones, dejándolo desnudo.

Por lo cual el Señor, al caer el que estaba en el paraíso, te amonestó después por medio de la ley, los profetas, el evangelio y los apóstoles, que observases exactamente los mandatos del Señor tu Dios. De toda palabra falsa –dice– que hayas pronunciado darás cuenta. No te engañes: no dejará de cumplirse hasta la última letra o tilde de un mandato. No te apartes del camino. Si andando por el camino no siempre estás a resguardo de ladrones, ¿qué ocurrirá si andas vagando fuera de la senda? Que tus pies estén firmes en el camino recto y, para que puedas conservar seguro la orientación, pídele al Señor que él mismo te indique sus senderos.

Yo esperaba con ansia al Señor: él se inclinó y escuchó mi grito; afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos. Pídele tú también que asegure los pasos de tu alma, para que puedas cumplir las consignas del Señor. No sentirás vergüenza al mirar sus mandatos. Antes te avergonzaste en Adán y Eva: quedaste desnudo, te cubriste con hojas, porque estabas avergonzado. Te ocultaste a la presencia de Dios, porque estabas corrido de vergüenza, hasta el punto de que Dios hubo de preguntarte: Adán, ¿dónde estás?

Al preguntarle a él, te está preguntando a ti, pues Adán significa «hombre». De modo que cabría decir: Hombre, ¿dónde estás? Temeroso por estar desnudo y lleno de confusión, no me atreví a comparecer en tu presencia. Así pues, para no sentir vergüenza, observemos los mandatos del Señor y observémoslos enteramente. Pues de nada sirve guardar un mandato, si se conculca otro.

Sé hombre sujeto a Cristo, súbdito de la sabiduría de Dios

(Comentario sobre el Salmo 36 de san Ambrosio de Milán, obispo)

Sé súbdito del Señor e invócale. No sólo se te aconseja que estés sujeto a Dios, sino que invoques al Señor y así puedas llevar a feliz término tu deseo de sujeción a Dios. Pues añade: Encomienda tu camino al Señor, confía en él. No sólo te conviene encomendar a Dios tu camino sino también confiar en él. La verdadera sumisión no es ni abyecta ni vil, sino gloriosa y sublime, pues está sujeto a Dios, quien hace la voluntad del Señor.

Además, ¿hay alguien que ignore que la sabiduría del espíritu es superior a la sabiduría de la carne? La sabiduría del espíritu está sujeta a la ley de Dios; la sabiduría de la carne no le está sometida. Sé, pues, súbdito, es decir, próximo a Cristo: así podrás cumplir la ley. Pues Cristo, cumplió la ley haciendo la voluntad del Padre. Por eso Cristo es el fin de la ley, como es la plenitud de la caridad: pues amando al Padre, centró todo su afecto en hacer su voluntad. Por eso escribió el Apóstol en elogio suyo: Y, cuando todo esté sometido, entonces también el Hijo se someterá a Dios, al que se lo había sometido todo. Y así Dios lo será todo para todos. Y Cristo mismo dice de sí: Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación.

Finalmente, estaba sujeto a sus padres, José y María, no por debilidad, sino por devoción filial. La máxima gloria de Cristo radica en insinuarse en el corazón de todos los hombres, apartándolos de la impiedad de la perfidia y de afición al paganismo, y sometérselos a sí.

Y cuando se lo hubiere sometido todo, entrare el conjunto de los pueblos y se salvare Israel, y en todo el orbe no hubiere más que un solo cuerpo en Cristo, entonces también él se someterá al Padre, ofreciéndole en don, como príncipe de todos los sacerdotes, su propio cuerpo sobre el altar celestial. La fe de todos será el sacrificio. Por tanto, esta sumisión es una sumisión de piedad filial, pues el Señor Jesús será sometido a Dios en el cuerpo. Y nosotros somos su cuerpo y miembros de su cuerpo. Sé, pues, un hombre sujeto a Cristo, esto es, súbdito de la sabiduría de Dios, súbdito del Verbo, súbdito de la justicia, súbdito de la virtud, pues todo esto es Cristo. Que todo hombre se someta a Dios. Pues no sólo a uno, sino a todos les aconseja que sometan su corazón, su alma, su carne, para que Dios lo sea todo en todos . Sujeto es, pues, quien está lleno de gracia, quien acepta el yugo de Cristo, quien animosa y decididamente observa los mandamientos del Señor.

¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?

(Comentario de San Ambrosio, obispo)

Juan envió a dos de sus discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?». No es sencilla la comprensión de estas sencillas palabras, o de lo contrario este texto estaría en contradicción con lo dicho anteriormente. ¿Cómo, en efecto, puede Juan afirmar aquí que desconoce a quien anteriormente había reconocido por revelación de Dios Padre? ¿Cómo es que entonces conoció al que previamente desconocía mientras que ahora parece desconocer al que ya antes conocía? Yo —dice— no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu Santo...». Y Juan dio fe al oráculo, reconoció al revelado, adoró al bautizado y profetizó al enviado Y concluye: Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el elegido de Dios. ¿Cómo, pues, aceptar siquiera la posibilidad de que un profeta tan grande haya podido equivocarse, hasta el punto de no considerar aún como Hijo de Dios a aquel de quien había afirmado: Éste es el que quita el pecado del mundo?

Así pues, ya que la interpretación literal es contradictoria, busquemos el sentido espiritual. Juan –lo hemos dicho ya– era tipo de la ley, precursora de Cristo. Y es correcto afirmar que la ley –aherrojada materialmente como estaba en los corazones de los sin fe, como en cárceles privadas de la luz eterna, y constreñida por entrañas fecundas en sufrimientos e insensatez– era incapaz de llevar a pleno cumplimiento el testimonio de la divina economía sin la garantía del evangelio. Por eso, envía Juan a Cristo dos de sus discípulos, para conseguir un suplemento de sabiduría, dado que Cristo es la plenitud de la ley.

Además, sabiendo el Señor que nadie puede tener una fe plena sin el evangelio —ya que si la fe comienza en el antiguo Testamento no se consuma sino en el nuevo—, a la pregunta sobre su propia identidad, responde no con palabras, sino con hechos. Id —dice — a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. Y sin embargo, estos ejemplos aducidos por el Señor no son aún los definitivos: la plenificación de la fe es la cruz del Señor, su muerte, su sepultura. Por eso, completa sus anteriores afirmaciones añadiendo: ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí! Es verdad que la cruz se presta a ser motivo de escándalo incluso para los elegidos, pero no lo es menos que no existe mayor testimonio de una persona divina, nada hay más sobrehumano que la íntegra oblación de uno solo por la salvación del mundo; este solo hecho lo acredita plenamente como Señor. Por lo demás, así es cómo Juan lo designa: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. En realidad, esta respuesta no va únicamente dirigida a aquellos dos hombres, discípulos de Juan: va dirigida a todos nosotros, para que creamos en Cristo en base a los hechos.

Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Pero, ¿cómo es que querían ver a Juan en el desierto, si estaba encerrado en la cárcel? El Señor propone a nuestra imitación a aquel que le había preparado el camino no sólo precediéndolo en el nacimiento según la carne y anunciándolo con la fe, sino también anticipándosele con su gloriosa pasión. Más que profeta, sí, ya que es él quien cierra la serie de los profetas; más que profeta, ya que muchos desearon ver a quien éste profetizó, a quien éste contempló, a quien éste bautizó.

Vino el perdón, y saltaron las cadenas del pecado

(Comentario de San Ambrosio, obispo)

A la llegada del Salvador, los poderes adversos con sus legiones se estremecieron y fueron intimados a salir de los cuerpos humanos. Ellos rogaron se les permitiese entrar en los puercos. Conturbados los poderes maléficos, necesariamente hubieron de turbarse los adoradores de los ídolos, y el reino del pecado comenzar a declinar. Se trataba de un reino oneroso, que había subyugado con cruel esclavitud los ánimos de todos los pecadores, pues quien comete pecado es esclavo del pecado. El reino del pecado es el reino de la muerte, que dominó largos años en todo el mundo. Por eso dice el Apóstol: La muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con un delito como el de Adán, que era figura del que había de venir.

Vino la realidad, y cesó la figura; vino la vida, y se esfumó el reino de la muerte; vino el perdón, y saltaron las cadenas del pecado. Anteriormente, hasta los delitos más leves caían bajo la ley de la muerte; después de la venida del divino Salvador, incluso las más graves infamias son susceptibles de perdón.

Se siente resquebrajarse el reino de las fuerzas espirituales del mal que habitan en el aire, pues con la predicación de la doctrina evangélica ha comenzado a disminuir el culto a los ídolos y el atractivo del pecado. Se cuartea la perfidia a medida que la fe va tomando carta de ciudadanía en el corazón de los pueblos. Pierde pie el reino del pecado cuando se lee: Que el pecado no siga dominando en vuestro cuerpo mortal. Todos los reinos de la perfidia se tambalearon a la voz del Señor que dice: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.

El Altísimo hizo oír su voz y la siguieron todos los pueblos paganos, huyendo de la dura servidumbre del pecado, de la atrocidad de la muerte eterna y de la intolerable servidumbre de toda clase de infamias, al prometerse a los agobiados el descanso, a los cautivos la liberación, a los esclavos la libertad, y, sacudido el yugo férreo del rey de Babilonia, ser sustituido en la cerviz de los fieles por el suave yugo de Cristo, para evitar que el enemigo volviera a ligar nuevamente el cuello libre de los paganos con las cadenas de su iniquidad. Pues Cristo libera a los que ata y desata a los que encadena.

El Señor hizo oír su voz en la pasión y temblaron todos los elementos; la tierra entera se conmovió para acabar con los ritos paganos y —como está escrito— La tierra y cuanto contiene fuera posesión del Señor; para que cesasen las falsas predicciones de los augures y el conocimiento de la fe y el amor de la piedad abolieran el sacrificio de la impiedad.

El Señor hace cada día oír su voz y esta voz resuena en cada corazón, para que el que crea con rectitud de corazón abandone todo deseo terreno, y todo sentimiento de las almas interiores pase con pía convicción, del error, de la corrupción de la lujuria y de la disolución al conocimiento de los misterios celestes, y de la maldad a la virtud.

En toda ocasión, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús

(Texto de san Ambrosio de Milán, obispo)

Dice el Apóstol: El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Existe, pues, en esta vida una muerte que es buena; por ello se nos exhorta a que en toda ocasión y por todas partes, llevemos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

Que la muerte vaya, pues, actuando en nosotros, para que también se manifieste en nosotros la vida, es decir, para que obtengamos aquella vida buena que sigue a la muerte, vida dichosa después de la victoria, vida feliz, terminado el combate, vida sin la que la ley de la carne no se opone ya a la ley del espíritu, vida, finalmente, en la que ya no es necesario luchar contra el cuerpo mortal, porque el mismo cuerpo mortal ha alcanzado ya la victoria.

Yo mismo no sabría decir si la grandeza de esta muerte es mayor incluso que la misma vida. Pues me hace dudar la autoridad del Apóstol que afirma: Así, la muerte está actuando en nosotros, y la vida en vosotros. En efecto, ¡cuántos pueblos no fueron engendrados a la vida por la muerte de uno solo! Por ello, enseña el Apóstol que los que viven en esta vida deben apetecer que la muerte feliz de Cristo brille en sus propios cuerpos y deshaga nuestra condición física para que nuestro hombre interior se renueve y, si se destruye este nuestro tabernáculo terreno, tenga lugar la edificación de una casa eterna en el cielo.

Imita, pues, la muerte del Señor quien se aparta de la vida según la carne y aleja de sí aquellas injusticias de las que el Señor dice por Isaías: Abre las prisiones injustas, haz saltar los cerrojos de los cepos, deja libres a los oprimidos, rompe todos los cepos.

El Señor, pues, quiso morir y penetrar en el reino de la muerte para destruir con ello toda culpa; pero, a fin de que la naturaleza humana no acabara nuevamente en la muerte, se nos dio la resurrección de los muertos: así, por la muerte, fue destruida la culpa y, por la resurrección, la naturaleza humana recobró la inmortalidad.

La muerte de Cristo es, pues, como la transformación del universo. Es necesario, por tanto, que también tú te vayas transformando sin cesar: debes pasar de la corrupción a la incorrupción, de la muerte a la vida, de la mortalidad a la inmortalidad, de la turbación a la paz. No te perturbe, pues, el oír el nombre de muerte, antes bien, deléitate en los dones que te aporta este tránsito feliz. ¿Qué significa en realidad para ti la muerte sino la sepultura de los vicios y la resurrección de las virtudes? Por eso, dice la Escritura: Que mi muerte sea la de los justos, es decir, sea yo sepultado como ellos, para que desaparezcan mis culpas y sea revestido de la santidad de los justos, es decir, de aquellos que llevan en su cuerpo y en su alma la muerte de Cristo.

En el tiempo de nuestra humillación, la esperanza nos consuela

(Comentario de san San Ambrosio de Milán, obispo, sobre el salmo 118)

En el tiempo de nuestra humillación, la esperanza nos consuela, y la esperanza no defrauda. Llama tiempo de humillación para nuestra alma al tiempo de la tentación, pues nuestra alma se ve humillada cuando es entregada al tentador para ser probada con rudos trabajos, para que luche y combata, experimentando el choque con las potencias contrarias. Pero en estas tentaciones se siente vigorizada por la palabra de Dios.

Esta es, en efecto, la sustancia vital de nuestra alma, de la que se alimenta, se nutre y por la que se gobierna. No hay cosa que pueda hacer vivir al alma dotada de razón como la palabra de Dios. Así como esta palabra de Dios crece en nuestra alma cuando se la acepta, se la entiende y se la comprende, en idéntica proporción crece también su alma; y, al contrario, en la medida en que disminuye en nuestra alma la palabra de Dios, en la misma medida disminuye su propia vida.

Y así como esta conexión de nuestra alma y nuestro cuerpo es animada, alimentada y sostenida por el espíritu vital, así también nuestra alma es vivificada por la palabra de Dios y la gracia espiritual. En consecuencia, posponiendo todo lo demás, debemos poner todo nuestro interés en recoger las palabras de Dios, almacenándolas en nuestra alma, en nuestros sentidos, en nuestra solicitud, en nuestras consideraciones y en nuestros actos, a fin de que nuestro comportamiento sintonice con las palabras de las Escrituras y en nuestros actos no haya nada disconforme con la serie de los mandamientos celestiales, pudiendo así decir: Tu promesa me da vida.

Los insolentes me insultan sin parar, pero yo no me aparto de tus mandatos. El mayor pecado del hombre es la soberbia, pues de ella se originó nuestra culpa. Este fue el primer dardo con que el diablo nos hirió y abatió. Porque si el hombre, engañado por la persuasión de la serpiente, no hubiera pretendido ser como Dios, conociendo el bien y el mal, que no podía discernir a fondo a causa de la fragilidad humana; si, además, había aceptado las reglas del juego: ser arrojado de aquella felicidad paradisíaca por una temeraria usurpación; repito, si el hombre, no contento con sus propias limitaciones, no hubiera atentado a lo prohibido, nunca habría recaído sobre nosotros la herencia de la culpa cruel.

Hay que orar especialmente por todo el cuerpo de la Iglesia

(Del tratado de San Ambrosio de Milán, obispo, sobre Caín y Abel)

Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo. Alabar a Dios es lo mismo que hacer votos y cumplirlos. Por eso, se nos dio a todos como modelo aquel samaritano que, al verse curado de la lepra juntamente con los otros nueve leprosos que obedecieron la palabra del Señor, volvió de nuevo al encuentro de Cristo y fue el único que glorificó a Dios, dándole gracias. De él dijo Jesús: No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios. Y le dijo: «Levántate, vete: tu fe te ha salvado».

Con esto el Señor Jesús en su enseñanza divina te mostró, por una parte, la bondad de Dios Padre y, por otra, te insinuó la conveniencia de orar con intensidad y frecuencia: te mostró la bondad del Padre, haciéndote ver cómo se complace en darnos sus bienes, para que con ello aprendas a pedir bienes al que es el mismo bien; te mostró la conveniencia de orar con intensidad y frecuencia, no para que tú repitas sin cesar y mecánicamente fórmulas de oración, sino para que adquieras el espíritu de orar asiduamente. Porque, con frecuencia, las largas oraciones van acompañadas de vanagloria, y la oración continuamente interrumpida tiene como compañera la desidia.

Luego te amonesta también el Señor a que pongas el máximo interés en perdonar a los demás cuando tú pides perdón de tus propias culpas; con ello, tu oración se hace recomendable por tus obras. El Apóstol afirma, además, que se ha de orar alejando primero las controversias y la ira, para que así la oración se vea acompañada de la paz del espíritu y no se entremezcle con sentimientos ajenos a la plegaria. Además, también se nos enseña que conviene orar en todas partes: así lo afirma el Salvador, cuando dice, hablando de la oración: Entra en tu aposento.

Pero, entiéndelo bien, no se trata de un aposento rodeado de paredes, en el cual tu cuerpo se encuentra como encerrado, sino más bien de aquella habitación que hay en tu mismo interior, en la cual habitan tus pensamientos y moran tus deseos. Este aposento para la oración va contigo a todas partes, y en todo lugar donde te encuentres continúa siendo un lugar secreto, cuyo solo y único árbitro es Dios.

Se te dice también que has de orar especialmente por el pueblo de Dios, es decir, por todo el cuerpo, por todos los miembros de tu madre, la Iglesia, que viene a ser como un sacramento del amor mutuo. Si sólo ruegas por ti, también tú serás el único que suplica por ti. Y, si todos ruegan solamente por sí mismos, la gracia que obtendrá el pecador será, sin duda, menor que la que obtendría del conjunto de los que interceden si éstos fueran muchos. Pero, si todos ruegan por todos, habrá que decir también que todos ruegan por cada uno.

Concluyamos, por tanto, diciendo que, si oras solamente por ti, serás, como ya hemos dicho, el único intercesor en favor tuyo. En cambio, si tú oras por todos, también la oración de todos te aprovechará a ti, pues tú formas también parte del todo. De esta manera, obtendrás una gran recompensa, pues la oración de cada miembro del pueblo se enriquecerá con la oración de todos los demás miembros. En lo cual no existe ninguna arrogancia, sino una mayor humildad y un fruto más abundante.

Cristo reconcilió el mundo con Dios por su propia sangre

(De los comentarios de san Ambrosio, obispo)

Cristo, que reconcilió el mundo con Dios, personalmente no tuvo necesidad de reconciliación. El, que no tuvo ni sombra de pecado, no podía expiar pecados propios. Y así, cuando le pidieron los judíos la didracma del tributo que, según la ley, se tenía que pagar por el pecado, preguntó a Pedro: «¿Qué te parece, Simón? Los reyes del mundo, ¿a quién le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?». Contestó: «A los extraños». Jesús le dijo: «Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no escandalizarlos, ve al lago, echa el anzuelo, coge el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Cógela y págales por mí y por ti».

Dio a entender con esto que él no estaba obligado a pagar para expiar pecados propios; porque no era esclavo del pecado, sino que, siendo como era Hijo de Dios, estaba exento de toda culpa. Pues el Hijo libera, pero el esclavo está sujeto al pecado. Por tanto, goza de perfecta libertad y no tiene por qué dar ningún precio en rescate de sí mismo. En cambio, el precio de su sangre es más que suficiente para satisfacer por los pecados de todo el mundo. El que nada debe está en perfectas condiciones para satisfacer por los demás.

Pero aún hay más. No sólo Cristo no necesita rescate ni propiciación por el pecado, sino que esto mismo lo podemos decir de cualquier hombre, en cuanto que ninguno de ellos tiene que expiar por sí mismo, ya que Cristo es propiciación de todos los pecados, y él mismo es el rescate de todos los hombres.

¿Quién es capaz de redimirse con su propia sangre, después que Cristo ha derramado la suya por la redención de todos? ¿Qué sangre puede compararse con la de Cristo? ¿O hay algún ser humano que pueda dar una satisfacción mayor que la que personalmente ofreció Cristo, el único que puede reconciliar el mundo con Dios por u propia sangre? ¿Hay alguna víctima más excelente? ¿Hay algún sacrificio de más valor? ¿Hay algún abogado más eficaz que el mismo que se ha hecho propiciación por nuestros pecados y dio su vida por nuestro rescate?

No hace falta, pues, propiciación o rescate para cada uno, porque el precio de todos es la sangre de Cristo. Con ella nos redimió nuestro Señor Jesucristo, el único que de hecho nos reconcilió con el Padre. Y llevó una vida trabajosa hasta el fin, porque tomó sobre sí nuestros trabajos. Y así, decía: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.

El sacrificio del justo Abel significó que el Señor Jesús iba a ofrecerse por nosotros

(Comentario de san Ambrosio, obispo)

Al comienzo del Libro está escrito de mí. Efectivamente, al comienzo del antiguo Testamento está escrito de Cristo que vendría para hacer la voluntad de Dios Padre relativa a la redención de los hombres, cuando se dice que Dios formó a Eva –figura de la Iglesia– como auxiliar del hombre. ¿Dónde si no podríamos encontrar ayuda mientras nos hallamos sometidos a la debilidad de nuestro cuerpo y a las turbulencias del mundo actual, más que en la gracia propia de la Iglesia, y en nuestra fe por la cual vivimos?

Al comienzo del Libro está escrito: ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Quién sea este que así habla o a qué se refiere este sacramento, escucha a Pablo cuando dice: Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Por eso exhorta al hombre a que ame a su mujer como Cristo ama a la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. ¿Puede haber salvación mayor que estar con Cristo y adherirse a él en una concreta unidad corporal, en la que no hay mancha ni huella alguna de pecado?

Al comienzo del Libro está escrito que Dios se fijó en la ofrenda del justo Abel, pero no se fijó en la ofrenda del fratricida. ¿No significó abiertamente que el Señor Jesús iba a ofrecerse por nosotros, para consagrar en su pasión la gracia del nuevo sacrificio y abolir el rito del pueblo fratricida? ¿Hay algo más expresivo que el hecho mismo de que el santo Patriarca ofreciera al hijo e inmolara un carnero? ¿No manifestó abiertamente que habría de ser la carne, y no la divinidad del Unigénito de Dios, la que tendría que ser sometida al tormento de la sagrada pasión?

Al comienzo del Libro está escrito que iba a venir un hombre con poder sobre las potestades celestiales. Lo cual se cumplió cuando el Señor Jesús vino a la tierra y los ángeles lo servían, como él mismo se dignó decir: Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre.

Al comienzo del Libro está escrito: Será un cordero sin defecto, macho, de un año; toda la asamblea lo matará. Quién sea este cordero, lo habéis oído cuando se nos decía: Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es el que fue muerto por todo el pueblo judío y todavía hoy sigue odiándole con odio implacable. Y ciertamente convenía que muriera por todos, para que en su cruz se llevara a cabo el perdón de los pecados y su sangre lavara las inmundicias del mundo.

El agua no purifica sin la acción del Espíritu Santo

(Texto de san Ambrosio de Milán, obispo)

Antes se te ha advertido que no te limites a creer lo que ves, para que no seas tú también de estos que dicen: «¿Este es aquel gran misterio que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar? Veo la misma agua de siempre, ¿esta es la que me ha de purificar, si es la misma en la que tantas veces me he sumergido sin haber quedado nunca puro?» De ahí has de deducir que el agua no purifica sin la acción del Espíritu.

Por esto, has leído que en el bautismo los tres testigos se reducen a uno solo: el agua, la sangre y el Espíritu, porque, si prescindes de uno de ellos, ya no hay sacramento del bautismo. ¿Qué es, en efecto, el agua sin la cruz de Cristo, sino un elemento común, sin ninguna eficacia sacramental? Pero tampoco hay misterio de regeneración sin el agua, porque el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. También el catecúmeno cree en la cruz del Señor Jesús, con la que ha sido marcado, pero si no fuere bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, no puede recibir el perdón de los pecados ni el don de la gracia espiritual.

Por eso, el sirio Naamán, en la ley antigua, se bañó siete veces, pero tú has sido bautizado en el nombre de la Trinidad. Has profesado —no lo olvides— tu fe en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. Vive conforme a lo que has hecho. Por esta fe has muerto para el mundo y has resucitado para Dios y, al ser como sepultado en aquel elemento del mundo, has muerto al pecado y has sido resucitado a la vida eterna. Cree, por tanto, en la eficacia de estas aguas.

Finalmente, aquel paralítico (el de la piscina Probática) esperaba un hombre que lo ayudase. ¿A qué hombre, sino al Señor Jesús, nacido de una virgen, a cuya venida ya no era la sombra la que había de salvar a uno por uno, sino la realidad la que había de salvar a todos? El era, pues, al que esperaban que bajase, acerca del cual dijo el Padre a Juan Bautista: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y Juan dio testimonio de él, diciendo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Y si el Espíritu descendió como paloma, fue para que tú vieses y entendieses en aquella palma que el justo Noé soltó desde el arca una imagen de esta paloma y reconocieses en ello una figura del sacramento.

¿Te queda aún lugar a duda? Recuerda cómo en el Evangelio el Padre te proclama con toda claridad: Este es mi Hijo, mi predilecto; cómo proclama lo mismo el Hijo, sobre el cual se mostró el Espíritu Santo como una paloma; cómo lo proclama el Espíritu Santo, que descendió como una paloma; cómo lo proclama el salmista: La voz del Señor sobre las aguas, el Dios de la gloria ha tronado, el Señor sobre las aguas torrenciales; cómo la Escritura te atestigua que, a ruegos de Yerubaal, bajó fuego del cielo, y cómo también, por la oración de Elías, fue enviado un fuego que consagró el sacrificio.

En los sacerdotes, no consideres sus méritos personales, sino su ministerio. Y si quieres atender a los méritos, considéralos como a Elías, considera también en ellos los méritos de Pedro y Pablo, que nos han confiado este misterio que ellos recibieron del Señor Jesús. Aquel fuego visible era enviado para que creyesen; en nosotros, que ya creemos, actúa un fuego invisible; para ellos, era una figura, para nosotros, una advertencia. Cree, pues, que está presente el Señor Jesús, cuando es invocado por la plegaria del sacerdote, ya que dijo: Donde dos o tres están reunidos, allí estoy yo también. Cuánto más se dignará estar presente donde está la Iglesia, donde se realizan los sagrados misterios.

Descendiste, pues, a la piscina bautismal. Recuerda tu profesión de fe en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. No significa esto que creas en uno que es el más grande, en otro que es menor, en otro que es el último, sino que el mismo tenor de tu profesión de fe te induce a que creas en el Hijo igual que en el Padre, en el Espíritu igual que en el Hijo, con la sola excepción de que profesas que tu fe en la cruz se refiere únicamente a la persona del Señor Jesús.

El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros

(Comentario de san Ambrosio de Milán, obispo)

Yo y el Padre vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende el interior de tu mente para que pueda contemplar en ella riquezas de rectitud, tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza. 

El salió del seno de la Virgen como el sol naciente, para iluminar con su luz todo el orbe de la tierra. Reciben esta luz los que desean la claridad del resplandor sin fin, aquella claridad que no interrumpe noche alguna. En efecto, a este sol que vemos cada día suceden las tinieblas de la noche; en cambio, el Sol de justicia nunca se pone, porque a la sabiduría no sucede la malicia.

Dichoso, pues, aquel a cuya puerta llama Cristo. Nuestra puerta es la fe, la cual, si es resistente, defiende toda la casa. Por esta puerta entra Cristo. Por esto, dice la Iglesia en el Cantar de los cantares: Oigo a mi amado que llama a la puerta. Escúchalo cómo llama, cómo desea entrar: ¡Ábreme, mi paloma sin mancha, que tengo la cabeza cuajada de rocío, mis rizos, del relente de la noche!

Considera cuándo es principalmente que llama a tu puerta el Verbo de Dios, siendo así que su cabeza está cuajada del rocío de la noche. El se digna visitar a los que están tentados o atribulados, para que nadie sucumba bajo el peso de la tribulación. Su cabeza, por tanto, se cubre de rocío o de relente cuando su cuerpo está en dificultades. Entonces, pues, es cuando hay que estar en vela, no sea que cuando venga el Esposo se vea obligado a retirarse. Porque, si estás dormido y tu corazón no está en vela, se marcha sin haber llamado; pero si tu corazón está en vela, llama y pide que se le abra la puerta.

Hay, pues, una puerta en nuestra alma, hay en nosotros aquellas puertas de las que dice el salmo: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria. Si quieres alzar los dinteles de tu fe, entrará a ti el Rey de la gloria, llevando consigo el triunfo de su pasión. También el triunfo tiene sus puertas, pues leemos en el salmo lo que dice el Señor Jesús por boca del salmista: Abridme las puertas del triunfo. Vemos, por tanto, que el alma tiene su puerta, a la que viene Cristo y llama. Ábrele, pues; quiere entrar, quiere hallar en vela a su Esposa.

El que busca a Cristo, busca también su tribulación y no rehuye la pasión

(Comentario de san Ambrosio de Milán, obispo, sobre el salmo 118)

Dice la Sabiduría: Me buscarán los malos y no me encontrarán. Y no es que el Señor rehusara ser hallado por los hombres, él que se ofrecía a todos, incluso a los que no le buscaban, sino porque era buscado con acciones tales, que los hacía indignos de encontrarlo. Por lo demás, Simeón, que lo aguardaba, lo encontró.

Lo encontró Andrés y dijo a Simón: Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). También Felipe dice a Natanael: Aquel de quien escribieron Moisés en la ley y los profetas lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de Nazaret. Y con el fin de mostrarle cuál es el camino para encontrar a Jesús, le dice: Ven y verás. Así pues, quien busca a Cristo, acuda no con pasos corporales, sino con la disposición del alma; que lo vea no con los ojos de la cara, sino con los interiores del corazón. Pues al Eterno no se le ve con los ojos de la cara, ya que lo que se ve es temporal; lo que no se ve, es eterno.

Y Cristo no es temporal, sino nacido del Padre antes de los tiempos, como Dios que es y verdadero Hijo de Dios; y como poder sempiterno y supratemporal, al que ningún límite temporal es capaz de circunscribir; como vida metatemporal, a quien jamás podrá sorprenderle el día de la muerte. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios.

¿Oyes lo que dice el Apóstol? Al pecado —dice— murió de una vez para siempre. Una vez murió Cristo por ti, pecador: no vuelvas a pecar después del bautismo. Murió una vez por toda la colectividad, y una vez —y no frecuentemente— muere por cada individuo en particular. Eres pecado, oh hombre: por eso el Padre todopoderoso hizo a su Cristo pecado. Lo hizo hombre para que cargara con nuestros pecados. Por mí, pues, murió el Señor Jesús al pecado: para que nosotros, por su medio, obtuviéramos la justificación de Dios. Por mí murió, para resucitar por mí. Murió una vez y una vez resucitó. Y tú has muerto con él, con él has sido sepultado, y con él, en el bautismo, has resucitado: cuida de que, pues has muerto una vez, no vuelvas a morir más. En adelante, ya no morirás al pecado, sino al perdón: no sea que habiendo resucitado, mueras por segunda vez. Pues Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. ¿Es que la muerte le había dominado? Sí, puesto que al decir: la muerte ya no tiene dominio sobre él, muestra el dominio de la muerte. ¡No eches a perder este beneficio, oh hombre! Por ti Cristo se sometió al dominio de la muerte, a fin de liberarte del yugo de su dominación. El acató la servidumbre de la muerte, para otorgarte la libertad de la vida eterna.

Por tanto, el que busca a Cristo, busca también su tribulación y no rehuye la pasión. En el peligro grité al Señor, y me escuchó poniéndome a salvo. Buena es, pues, la tribulación que nos hace dignos de que el Señor nos escuche poniéndonos a salvo. Ser escuchado por el Señor es ya una gracia. Por eso, quien busca a Cristo, no rehuye la tribulación; quien no la rehuye, es hallado por el Señor. Y no la rehuye quien medita los mandatos del Señor con la adhesión cordial y con las obras.

Adelantémonos a la salida del sol, salgamos a su encuentro

(Texto de San Ambrosio, obispo)

Invitados por una tan extraordinaria gracia eclesial y por los premios prometidos a la devoción, adelantémonos a la salida del sol, salgamos a su encuentro antes de que nos diga: Aquí estoy. El Sol de justicia anhela ser precedido y espera que se le preceda.

Escucha cómo espera y desea ser precedido. Dice al ángel de la Iglesia de Pérgamo: A ver si te arrepientes, que, si no, iré en seguida. Al ángel de la Iglesia de Laodicea: Sé ferviente y arrepiéntete. Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos. Sí, podrá entrar. Pues resucitado corporalmente, ni las mismas puertas atrancadas fueron capaces de retenerle, sino que inesperadamente se presentó a los apóstoles encerrados en el cenáculo. Pero desea poner a prueba el ardor de tu devoción; la de los apóstoles la tenía bien experimentada. Quizá sea él quien te preceda en la tribulación, pero en las épocas de paz desea ser precedido.

Tú procura preceder a este sol que ves: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Si te adelantas a la salida de este sol, acogerás a Cristo-Luz. Primero él brillará allá en el hondón de tu corazón; y al decirle tú: Mi espíritu en mi interior madruga por ti, hará resplandecer la luz mañanera en las horas nocturnas, si meditas las palabras de Dios. Mientras meditas, tienes luz: y viendo la luz —luz de la gracia, no del tiempo—dirás: La norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. Y cuando el día te sorprenda meditando la Palabra de Dios y esta tan grata ocupación de orar y salmodiar sea las delicias de tu alma, nuevamente dirás al Señor Jesús: A las puertas de la aurora y del ocaso las llenas de júbilo.

Siguiendo las enseñanzas de Moisés, el pueblo judío, por medio de sus ancianos elegidos precisamente para este ministerio, repite las sagradas Escrituras noche y día ininterrumpidamente; y si al anciano le preguntamos sobre otra cuestión, no sabría hacer otra cosa que repetir la serie de la sagrada Escritura. Entre ellos no hay tiempo para los temas mundanos: la Escritura es el único tema de sus conversaciones; unos se suceden en la recitación, para que jamás cese el sagrado resonar de los mandatos celestiales. Y tú, cristiano, que tienes a Cristo por maestro, ¿duermes y no te avergüenzas de que pueda decirse de ti: Este pueblo ni con los labios me honra; el pueblo judío me honraba al menos con los labios, en cambio tú ni siquiera con los labios? Si el corazón del que le honra siquiera con los labios está lejos de Dios, ¿cómo puede el tuyo estar cerca de Dios, tú que ni con los labios le honras? ¡Qué esclavizado te tienen el sueño, los intereses del mundo, las preocupaciones de esta vida, las cosas de esta tierra!

Divide al menos tu tiempo entre Dios y el mundo. O bien, cuando no puedas ocuparte en público de los negocios de este mundo porque te lo impide la oscuridad de la noche, date a Dios, dedícate a la oración y, para evitar el sueño, canta salmos, defraudando a tu sueño con un fraude sagaz. Acude temprano a la iglesia llevando las primicias de tus buenos propósitos; y, después, si te reclaman los asuntos cotidianos de la vida, no te faltarán motivos para decir: Mis ojos se adelantan a las vigilias, meditando tu promesa, y marcharás tranquilo a tus ocupaciones.

¡Qué hermoso es comenzar la jornada con himnos y cánticos, con las bienaventuranzas que lees en el evangelio! ¡Qué promesa de prosperidad ser bendecido por la palabra de Cristo y, mientras canturreas interiormente las bendiciones del Señor, te inspire el deseo de alguna virtud, para que puedas reconocer también en ti mismo la eficacia de la divina bendición.

Sobre el signo de Jonás

(Comentario de San Ambrosio de Milán, obispo)

Mira si también discrepa del evangelio lo que leemos de Jonás que, bajando a lo hondo de la nave, dormía profundamente. En este hecho se nos anticipa una figura de la sagrada pasión. Lo mismo que Jonás dormía en la nave, y roncaba confiado, sin miedo a ser sorprendido, así nuestro Señor Jesucristo, que dio cumplimiento a aquella figura con el sacramento de su muerte, en tiempos del evangelio durmió en la barca; y lo mismo que Jonás estuvo tres días y tres noches seguidas en el vientre del pez, así el Hijo del hombre estuvo tres días y tres noches en el seno de la tierra, en la pasión de su cuerpo. El cual, una vez que se resucitó de la muerte, y sacudió el sueño de su cuerpo resucitando para la salvación universal, visitó a sus discípulos.

Este es, pues, el verdadero Jonás, que dio su vida para redimirnos. Por esa razón fue cogido en vilo y arrojado al mar, para ser capturado y devorado por el pez y, acogido en el vientre del pez, poder evacuar su interior. Si quieres saber de qué pez se trata, escucha a Job que dice: ¿Soy el monstruo marino o el Dragón para que pongas un guardián? ¿Quién es éste? Lo sabrás ciertamente cuando leas que nuestro Señor Jesucristo se llevó cautiva a la cautividad; ya que derrotado el adversario y el enemigo, nosotros, que gemíamos en la cautividad, por Cristo comenzamos a disfrutar de libertad.

Además, la misma oración del santo Jonás nos dice que se trata de los misterios de la pasión del Señor. Dice efectivamente: En el peligro grité al Señor y me escuchó desde el vientre del abismo. ¿Te has fijado que no dice: desde el vientre del pez, sino: desde el vientre del abismo? Pues el Señor no bajó al vientre del pez, sino al vientre del abismo para que los que estaban en el abismo fueran liberados de cadena perpetua.

Y ¿quién es el que sacrificó al Señor un sacrificio de alabanza y de aclamación, sino el príncipe de todos los sacerdotes, que por todos nosotros hizo votos al Señor y los cumplió? Sólo él pudo obtener semejante resultado. Pues lo mismo que Jonás fue arrojado al mar y el mar calmó su cólera, así también nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo para salvar al mundo, pacificando por su sangre todos los seres, los del cielo y los de la tierra. Así que con su venida redimió a todos los hombres y con sus obras —resucitando muertos, sanando enfermos, infundiendo en el corazón del hombre el temor de Dios— los incitó al culto de Dios. Él fue quien, por nosotros, sacrificó al Señor un sacrificio de salvación, y ofreció víctimas dignas de nuestra conversión; él fue el que se durmió y se despertó.