Jesús entregado según el preciso designio de Dios
La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica san Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: "Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2,23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han "entregado a Jesús" (Hch 3,13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
Para Dios todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno de "predestinación" incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su gracia: "Sí, verdaderamente, se han reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel, de tal suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría, habías predestinado" (Hch 4,27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su ceguera para realizar su designio de salvación.
Muerto por nuestros pecados según las Escrituras
Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53,11) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. San Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15,3) que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras". La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente. Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús, luego a los propios apóstoles.
Dios le hizo pecado por nosotros
En consecuencia, san Pedro pudo formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de vosotros" (1 P 1,18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte. Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo, la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado, "a quien no conoció pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Co 5,21).
Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15,34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, "Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros" (Rm 8,32) para que fuéramos "reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo" (Rm 5,10).
Dios tiene la iniciativa del amor redentor universal
Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4,10). "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8).
Jesús ha recordado al final de la parábola de la oveja perdida que este amor es sin excepción: "De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno de estos pequeños" (Mt 18,14). Afirma "dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,28); este último término no es restrictivo: opone el conjunto de la humanidad a la única persona del Redentor que se entrega para salvarla. La Iglesia, siguiendo a los Apóstoles, enseña que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción: "no hay, ni hubo ni habrá hombre alguno por quien no haya padecido Cristo" (Concilio de Quiercy, año 853).