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¡Oh mística largueza! ¡Oh Pascua divina!

(De una homilía atribuida a san Hipólito, presbítero)

Ya brillan los rayos de la sagrada luz de Cristo, ya aparecen las puras luminarias del Espíritu puro, que nos abren los tesoros de la gloria celeste y de la regia divinidad. Disipóse la densa y oscura noche, y la odiosa muerte ha sido relegada a la oscuridad; a todos se les brinda la vida, todo rebosa de luz indeficiente y los que van naciendo entran en posesión del universo de los renacidos: y el nacido antes de la aurora, grande e inmortal, Cristo, resplandece para todos más que el sol. Por eso, en él nos ha amanecido a los creyentes un día rutilante, interminable, eterno, la Pascua mística, ya prefigurada y celebrada por la ley; la Pascua, obra admirable de la fuerza y el poder de la divinidad, es realmente la fiesta y el memorial legítimo y sempiterno: es paso de la pasión a la impasibilidad, de la muerte a la inmortalidad, de la juventud a la madurez; es curación tras la herida, resurrección tras la caída, ascensión tras el descenso. Así es como Dios realiza cosas grandes, así es como de lo imposible crea cosas estupendas, para demostrar que él es el único que puede todo lo que quiere.

Y así, haciendo uso de su regio poder, rompe, después de la vida, las ataduras de la muerte, como cuando gritó: Lázaro, ven afuera, o Niña, levántate, para mostrar la eficacia de su poder. Por eso se entregó totalmente a la muerte: para matar en sí mismo a esa fiera voraz y deshacer el nudo insoluble. En aquel cuerpo impecable, incansablemente buscaba la muerte los manjares que le son propios: miraba a ver si había en él voluptuosidad, ira, desobediencia, si había finalmente pecado, que es el alimento preferido de la muerte: El aguijón de la muerte es el pecado. Pero como no encontraba en él nada de qué alimentarse, prisionera de sí misma y extenuada por falta de alimento, ella misma fue su propia muerte, tal como muchos justos venían anunciando y profetizando que sucedería cuando el Primogénito resucitase de entre los muertos. El permaneció efectivamente tres días bajo tierra, a fin de salvar en sí mismo a todo el género humano, incluso a los que existieron antes de la ley.

Las mujeres fueron las primeras en ver al Resucitado. Para que así como fue una mujer la que introdujo en el mundo el primer pecado, fuera asimismo la mujer la primera en anunciar al mundo la vida. Por eso las mujeres oyen la voz sagrada, Alegraos, para que el dolor primero fuera suplantado por el gozo de la resurrección; y para que los incrédulos dieran fe a su resurrección corporal de entre los muertos. Cuando hubo transformado en hombre celestial la imagen entera del hombre viejo que había sumido, entonces subió al cielo llevando consigo aquella imagen de esta forma transformada. Y viendo las potencias angélicas aquel magnífico misterio de un hombre que ascendía juntamente con Dios, gozosas recibieron el encargo de gritar a los ejércitos celestiales: ¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas compuertas: va a entrar el Rey de la gloria.

Y ellas a su vez, viendo un nuevo milagro, es decir, a un hombre unido a Dios, gritan y dicen: ¿Quién es ese Rey de la gloria? Y las potencias angélicas interrogadas vuelven a contestar: El Señor de los ejércitos: él es el Rey de la gloria, el héroe valeroso, el héroe de la guerra.

¡Oh mística largueza! ¡oh solemnidad espiritual! ¡oh Pascua divina, que desciende del cielo a la tierra y de nuevo asciende desde la tierra! ¡oh Pascua, nueva iluminación de las lámparas, decoro virginal de las candelas! Por eso, ya no se extinguen las lámparas de las almas, pues por un efecto divino y espiritual en todos es visible el fuego de la gracia, alimentado por el cuerpo, el espíritu y el óleo de Cristo.

Te rogamos, pues, Señor Dios, Cristo, rey espiritual y eterno, que extiendas tus manos poderosas sobre tu santa Iglesia y sobre tu pueblo santo, defendiéndolo, custodiándolo y conservándolo siempre. Exhibe ahora tus trofeos en favor nuestro, y concédenos la gracia de poder cantar con Moisés el canto de victoria, porque tuya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

La Palabra hecha carne nos diviniza

(Texto de san Hipólito de Roma)

No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos ni nos dejamos seducir por pasajeros impulsos del corazón, como tampoco por el encanto de discursos elocuentes, sino que nuestra fe se apoya en las palabras pronunciadas por el poder divino. Dios se las ha ordenado a su Palabra, y la Palabra las ha pronunciado, tratando con ellas de apartar al hombre de la desobediencia, no dominándolo como a un esclavo por la violencia que coacciona, sino apelando a su libertad y plena decisión.

Fue el Padre quien envió la Palabra, al fin de los tiempos. Quiso que no siguiera hablando por medio de un profeta, ni que se hiciera adivinar mediante anuncios velados; sino que le dijo que se manifestara a rostro descubierto, a fin de que el mundo, al verla, pudiera salvarse.

Sabemos que esta Palabra tomó un cuerpo de la Virgen, y que asumió al hombre viejo, transformándolo. Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma condición, porque, si no hubiera sido así, sería inútil que luego nos prescribiera imitarle como maestro. Porque, si este hombre hubiera sido de otra naturaleza, ¿cómo habría de ordenarme las mismas cosas que él hace, a mí, débil por nacimiento, y cómo sería entonces bueno y justo?

Para que nadie pensara que era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento, obedeció hasta la muerte y manifestó su resurrección, ofreciendo en todo esto su humanidad como primicia, para que tú no te descorazones en medio de tus sufrimientos, sino que, aun reconociéndote hombre, aguardes a tu vez lo mismo que Dios dispuso para él.

Cuando contemples ya al verdadero Dios, poseerás un cuerpo inmortal e incorruptible, junto con el alma, y obtendrás el reino de los cielos, porque, sobre la tierra, habrás reconocido al Rey celestial; serás íntimo de Dios, coheredero de Cristo, y ya no serás más esclavo de los deseos, de los sufrimientos y de las enfermedades, porque habrás llegado a ser dios.

Porque todos los sufrimientos que has soportado, por ser hombre, te los ha dado Dios precisamente porque lo eras; pero Dios ha prometido también otorgarte todos sus atributos, una vez que hayas sido divinizado y te hayas vuelto inmortal. Es decir, conócete a ti mismo mediante el conocimiento de Dios, que te ha creado, porque conocerlo y ser conocido por él es la suerte de su elegido.

No seáis vuestros propios enemigos, ni os volváis hacia atrás, porque Cristo es el Dios que está por encima de todo: él ha ordenado purificar a los hombres del pecado, y él es quien renueva al hombre viejo, al que ha llamado desde el comienzo imagen suya, mostrando, por su impronta en ti, el amor que te tiene. Y, si tú obedeces sus órdenes y te haces buen imitador de este buen maestro, llegarás a ser semejante a él y recompensado por él; porque Dios no es pobre, y te divinizará para su gloria.