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La caridad trabaja en el mundo, descansa en Dios

(Prédica de San Fulgencio de Ruspe, obispo)

Recordemos, hermanos, las palabras del Señor: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Ved cómo el Señor nos manda envolver en nuestra caridad hasta a los mismos enemigos; la benevolencia de nuestro corazón cristiano ha de llegar hasta nuestros perseguidores. Y ¿cuál será la recompensa de tan arduo trabajo?, ¿cuál el premio prometido a los que pongan en práctica este precepto? Que nos demuestre el premio preparado a la caridad, quien gratuitamente, por medio del Espíritu Santo, se ha dignado infundirla en nuestros corazones; que él mismo nos diga lo que en pago a esta caridad está dispuesto a dar a los dignos, él que se ha dignado derramar esta misma caridad en los indignos.

Los que amaron a sus enemigos e hicieron el bien a los que los aborrecen serán hijos de Dios. Lo que recibirán estos hijos de Dios, nos lo aclara san Pablo: Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo.

Escuchad, pues, cristianos; escuchad, hijos de Dios; escuchad herederos de Dios y coherederos con Cristo. Para que podáis entrar en posesión de la herencia paterna, no sólo habéis de amar a los amigos, sino también a los enemigos. A nadie neguéis la caridad, que es el patrimonio común de los hombres buenos. Ejercitadla todos conjuntamente, y para que podáis hacerlo con mayor plenitud, extendedla a todos, buenos y malos. Su posesión es la herencia común de los buenos, herencia no terrena, sino celestial. La caridad es un don de Dios. La codicia, por el contrario, es un lazo del diablo; y no sólo un lazo, sino una espada. Con ella caza a los desgraciados, y con ella, una vez cazados, los asesina. La caridad es la raíz de todos los bienes, la codicia es la raíz de todos los males.

La codicia nos atormenta continuamente, pues nunca está satisfecha de sus rapiñas. En cambio, la caridad siempre está alegre, porque cuanto más tiene, tanto más da. Por eso, así como el avaro cuanto más acumula, tanto más se empobrece, el caritativo se enriquece en la medida en que da. Se agita la codicia queriendo vengar la injuria; está tranquila la caridad en el gozo que siente al perdonar la injuria recibida. La codicia esquiva las obras de misericordia, que la caridad practica alegremente. La codicia procura hacer daño al prójimo, el amor no hace mal a nadie. Elevándose, la codicia se precipita en el infierno; humillándose, la caridad sube al cielo.

Y ¿cómo podría, hermanos, hallar la expresión adecuada para trenzar el elogio de la caridad, que ni está aislada en el cielo ni en la tierra está jamás abandonada? Efectivamente, en la tierra se alimenta con la palabra de Dios, y en el cielo se sacia con esta misma palabra divina. En la tierra se halla rodeada de amigos, y en el cielo goza de la compañía de los ángeles. Trabaja en el mundo, descansa en Dios. Aquí día a día se va perfeccionando con el ejercicio; allí es poseída sin límites en su misma plenitud.

Las armas de la caridad

(De los sermones de san Fulgencio de Ruspe, obispo)

Ayer celebramos el nacimiento temporal de nuestro Rey eterno; hoy celebramos el triunfal martirio de su soldado. Ayer nuestro Rey, revestido con el manto de nuestra carne y saliendo del recinto del seno virginal, se dignó visitar el mundo; hoy el soldado, saliendo del tabernáculo de su cuerpo, triunfador, ha emigrado al cielo.

Nuestro Rey, siendo la excelsitud misma, se humilló por nosotros; su venida no ha sido en vano, pues ha aportado grandes dones a sus soldados, a los que no sólo ha enriquecido abundantemente, sino que también los ha fortalecido para luchar invenciblemente. Ha traído el don de la caridad, por la que los hombres se hacen partícipes de la naturaleza divina.

Ha repartido el don que nos ha traído, pero no por esto él se ha empobrecido, sino que, de una forma admirable, ha enriquecido la pobreza de sus fieles, mientras él conserva sin mengua la plenitud de sus propios tesoros.

Así, pues, la misma caridad que Cristo trajo del cielo a la tierra ha levantado a Esteban de la tierra al cielo. La caridad, que precedió en el Rey, ha brillado a continuación en el soldado.

Esteban, para merecer la corona que significa su nombre, tenía la caridad como arma, y por ella triunfaba en todas partes. Por la caridad de Dios, no cedió ante los judíos que lo atacaban; por la caridad hacia el prójimo, rogaba por los que lo lapidaban. Por la caridad, argüía contra los que estaban equivocados, para que se corrigieran; por la caridad, oraba por los que lo lapidaban, para que no fueran castigados.

Confiado en la fuerza de la caridad, venció la acerba crueldad de Saulo, y mereció tener en el cielo como compañero a quien conoció en la tierra como perseguidor. La santa e inquebrantable caridad de Esteban deseaba conquistar orando a aquellos que no pudo convertir amonestando.

Y ahora Pablo se alegra con Esteban, y con Esteban goza de la caridad de Cristo, triunfa con Esteban, reina con Esteban; pues allí donde le precedió Esteban, martirizado por las piedras de Pablo, lo ha seguido éste, ayudado por las oraciones de Esteban.

¡Oh vida verdadera, hermanos míos, en la que Pablo no queda confundido de la muerte de Esteban, en la que Esteban se alegra de la compañía de Pablo, porque ambos participan de la misma caridad! La caridad en Esteban triunfó de la crueldad de los judíos, y en Pablo cubrió la multitud de sus pecados, pues en ambos fue la caridad respectiva la que los hizo dignos de poseer el reino de los cielos.

La caridad es la fuente y el origen de todos los bienes, egregia protección, camino que conduce al cielo. Quien camina en la caridad no puede temer ni errar; ella dirige, protege, encamina.

Por todo ello, hermanos, ya que Cristo construyó una escala de caridad, por la que todo cristiano puede ascender al cielo, guardad fielmente la pura caridad, ejercitadla mutuamente unos con otros y, progresando en ella, alcanzad la perfección.