-¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos. Esos recibirán una sentencia más rigurosa.
Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos les dijo:
-Les aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.
REFLEXIÓN (de los Sermones de San Agustín):
El Señor no se fija en la grandeza de las riquezas, sino en la piedad de la voluntad. ¿Acaso eran ricos los apóstoles? Abandonaron solamente unas redes y una barquichuela y siguieron al Señor. Mucho abandonó quien se despojó de la esperanza del siglo, como aquella viuda que depositó dos ochavos en el cepillo del templo. Según el Señor, nadie dio más que ella. A pesar de que muchos ofrecieron mayor cantidad porque eran ricos, ninguno, sin embargo, dio tanto como ella en ofrenda a Dios, es decir, en el cepillo del templo.
Muchos ricos echaban en abundancia, y él los contemplaba, pero no porque echaban mucho. Esta mujer entró en el templo con sólo dos ochavos. ¿Quién se dignó poner los ojos en ella? Sólo aquel que al verla no miró si la mano estaba llena o no, sino al corazón. La observó, pregonó su acción y al hacerlo proclamó que nadie había dado tanto como ella. Nadie dio tanto como la que no reservó nada para sí.
Das poco, porque tienes poco; pero si tuvieras más, darías también más. Pero ¿acaso, por dar poco a causa de tu pobreza, te encontrarás con menos, o recibirás menos porque diste menos? Si se examinan las cosas que se dan, unas son grandes, otras son pequeñas; unas numerosas, otras escasas.
Si, en cambio, se escudriñan los corazones de quienes dan, hallarás con frecuencia en quienes dan mucho un corazón tacaño, y en quienes dan poco, uno generoso. Tú miras a lo mucho dado y no a cuánto se reservó para sí ese que tanto dio, cuánto fue lo que en definitiva otorgó, o cuánto robó quien de ello da algo a los pobres como queriendo corromper con ello a Dios, el juez.
Lo que consigues con tu donación es que no te perjudiquen tus riquezas, no que te aprovechen. Porque, si fueres pobre y desde tu pobreza dieses aunque fuera poco, se te imputaría tanto como al rico que da en abundancia o quizá más, como a aquella mujer.
Pensemos, pues, que el reino de los cielos está en venta al precio de una limosna. Se nos ofrece la posibilidad de comprar una finca fértil y riquísima; supongamos que una vez adquirida y poseída ni siquiera por la muerte la dejaremos a quienes nos sucedan, sino que la disfrutaremos por siempre, no la abandonaremos más y jamás emigraremos de ella. ¡Extraordinaria finca; debe comprarse! Sólo te resta saber su precio, por sí acaso no tienes con qué pagar y aunque lo desees no puedes comprarla.
Para que no pienses que no está al alcance de tu mano, te indico su precio: vale tanto cuanto tienes. Para tu alegría, supuesto que no seas envidioso, añadiré todavía más: cuando Dios te haya otorgado la posesión de esta finca comprada, no excluirás a otro comprador. La compraron los patriarcas, ¿acaso fueron excluidos de su compra los santos profetas? La compraron los profetas, ¿por ventura no fueron admitidos a su compra los apóstoles? La compraron los apóstoles y con ellos los mártires. En fin, todos éstos la compraron y aún está en venta.
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Muchos ricos echaban en abundancia, y él los contemplaba, pero no porque echaban mucho. Esta mujer entró en el templo con sólo dos ochavos. ¿Quién se dignó poner los ojos en ella? Sólo aquel que al verla no miró si la mano estaba llena o no, sino al corazón. La observó, pregonó su acción y al hacerlo proclamó que nadie había dado tanto como ella. Nadie dio tanto como la que no reservó nada para sí.
Das poco, porque tienes poco; pero si tuvieras más, darías también más. Pero ¿acaso, por dar poco a causa de tu pobreza, te encontrarás con menos, o recibirás menos porque diste menos? Si se examinan las cosas que se dan, unas son grandes, otras son pequeñas; unas numerosas, otras escasas.
Si, en cambio, se escudriñan los corazones de quienes dan, hallarás con frecuencia en quienes dan mucho un corazón tacaño, y en quienes dan poco, uno generoso. Tú miras a lo mucho dado y no a cuánto se reservó para sí ese que tanto dio, cuánto fue lo que en definitiva otorgó, o cuánto robó quien de ello da algo a los pobres como queriendo corromper con ello a Dios, el juez.
Lo que consigues con tu donación es que no te perjudiquen tus riquezas, no que te aprovechen. Porque, si fueres pobre y desde tu pobreza dieses aunque fuera poco, se te imputaría tanto como al rico que da en abundancia o quizá más, como a aquella mujer.
Pensemos, pues, que el reino de los cielos está en venta al precio de una limosna. Se nos ofrece la posibilidad de comprar una finca fértil y riquísima; supongamos que una vez adquirida y poseída ni siquiera por la muerte la dejaremos a quienes nos sucedan, sino que la disfrutaremos por siempre, no la abandonaremos más y jamás emigraremos de ella. ¡Extraordinaria finca; debe comprarse! Sólo te resta saber su precio, por sí acaso no tienes con qué pagar y aunque lo desees no puedes comprarla.
Para que no pienses que no está al alcance de tu mano, te indico su precio: vale tanto cuanto tienes. Para tu alegría, supuesto que no seas envidioso, añadiré todavía más: cuando Dios te haya otorgado la posesión de esta finca comprada, no excluirás a otro comprador. La compraron los patriarcas, ¿acaso fueron excluidos de su compra los santos profetas? La compraron los profetas, ¿por ventura no fueron admitidos a su compra los apóstoles? La compraron los apóstoles y con ellos los mártires. En fin, todos éstos la compraron y aún está en venta.
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