En aquel tiempo, fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
-¿De donde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? Y esos milagros de sus manos?¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanos no viven con nosotros aquí?
Y desconfiaban de él.
Jesús les decía:
-No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
REFLEXIÓN: (de "Enséñame tus caminos Domingos - ciclo B" por José Aldazábal):
Después de resucitar a la hija de Jairo, en Cafarnaún, Jesús va a su pueblo, Nazaret. Allí se encuentra con una acogida fría. Predica en la sinagoga, pero lo único que consigue es que sus paisanos se pregunten de dónde le vienen esa sabiduría y esos milagros que dicen que hace.
Ellos le conocen sencillamente como "el carpintero" y "el hijo de María", y conocen también a sus "hermanos" (que ya sabemos que en las lenguas semitas puede significar también primos y demás parientes). Por eso "les resultaba escandaloso".
Jesús se extraña de la falta de fe de sus paisanos y "no pudo hacer allí ningún milagro". No porque los milagros o las curaciones dependan de reacciones psicológicas, sino porque Jesús quería que sus milagros no quedaran sólo en la mera admiración, sino que condujeran a la fe en él.
Y se marchó a otros pueblos, a seguir predicando. Se cumple lo que dice Juan en el prólogo de su evangelio: "vino a su casa y los suyos no le recibieron".
Lo experimentó el profeta Ezequiel, que estaba compartiendo con sus paisanos la desgracia del destierro, pero no le escucharon lo que les decía de parte de Dios.
Lo experimentó Pablo, que, además de muchos éxitos pastorales, tuvo también momentos de fracaso en que tenía la tentación de abandonar su misión apostólica, porque sólo encontraba dificultades y persecuciones.
Lo experimentó, sobre todo, Jesús, que había sido aplaudido en otros pueblos y se había alegrado de la fe de Jairo y de la buena mujer que se curó de su hemorragia, pero cuando llegó a Nazaret se encontró con la incredulidad. Según Lucas no sólo le hicieron el vacío, sino que, después de una admiración inicial, provocó la ira de sus paisanos y estuvo a punto de ser despeñado por un barranco.
Las preguntas que suscitó su predicación en los nazaretanos estaban bien formuladas: ¿quién es este? ¿de dónde le viene la sabiduría y el poder milagroso que muestra? La extrañeza de sus paisanos puede considerarse lógica: ¿cómo puede venir de Dios un carpintero de nuestro pueblo, al que hemos visto crecer desde niño? Pero no supieron pasar de esas preguntas a la conclusión que hubiera sido más lógica: Dios debe estar de su parte, porque si no, no podría hacer lo que hace. Se quedaron bloqueados en la pregunta. "Desconfiaban de él". Tal vez también porque sintieron celos de que en otros pueblos, como en Cafarnaún, hacía milagros y en el suyo, no. Lo que hacía "les escandalizó" y no creyeron en él. Entre otras cosas, porque venía como un Mesías demasiado sencillo -un obrero humilde, sin cultura, a quien conocen desde niño- y no como un liberador enérgico y poderoso como esperaban.
La conclusión de Jesús es bastante amarga: "no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa". A Jesús debió dolerle esta falta de fe. El anciano Simeón ya había predicho que aquel niño iba a ser piedra de escándalo y señal de contradicción.
La increencia ha existido siempre, y también en nuestro tiempo. La fe es muchas veces incómoda y exigente. Cuando no interesa el mensaje -y el de los profetas, y sobre todo el de Cristo, es siempre incómodo- se desacredita (o se persigue y elimina) al mensajero. Lo que predicaba Jesús no coincidía con las convicciones de sus contemporáneos. Más bien sacudía los cimientos de todo su sistema religioso. No sólo de los escribas y fariseos, sino también, según parece, de sus paisanos. Un profeta siempre resulta molesto. Si le aceptan, tienen que aceptar lo que predica.
Lo mismo pasa ahora. Lo que predican el Papa o los Obispos o en general los cristianos, siguiendo el evangelio, puede no coincidir con lo que gusta a la mayoría, y sobre todo a los dirigentes de la sociedad, que fácilmente encontrarán excusas para rechazarlo. Es más cómodo refugiarse en el agnosticismo, o en la indiferencia, o en lo que se puede llamar "prescindencia".
Encontrarnos en un ambiente de increencia nos puede saber mal, pero no debería extrañarnos, y mucho menos desanimarnos.
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