Reflexiones sobre la familia

(Texto del Cardenal Dominik Duka, OP)

La convocatoria del Sínodo sobre la familia ha suscitado una gran e inesperada atención. Ha provocado discusiones tempestuosas y ha mostrado cierta polaridad entre la Iglesia y la sociedad. Podemos sentirnos sorprendidos, escandalizados o incluso tristes. Se trata de comportamientos comprensibles ante la realidad; es decir, la larga y grave crisis de la familia que, como podemos afirmar con seguridad, estaba condenada a la ruina ya desde finales de la primera mitad del siglo XIX. Quien haya leído el Manifiesto del Partido Comunista estará de acuerdo conmigo. ¿Somos conscientes del significado de esta presión ideológica que dura ya un siglo y medio? A esta ideología están expuestos no solo los lectores o los estudiantes, sino también, bajo la forma de dictaduras totalitarias, cientos de millones de habitantes de la Tierra. La familia ha sido puesta en la picota como institución explotadora, lugar que oprime la espontaneidad, que destruye el deseo hedonístico, la libertad individual, etc. De hecho, el concepto marxista de la lucha de clases se ha convertido en un instrumento también de la psicología del inconsciente en los países donde el puesto del confesor ha sido ocupado por terapeutas, psicólogos o psiquiatras, a lo que ha seguido lógicamente el rechazo de la familia. Si contemplamos la cultura popular actual, el cine, la literatura, podemos constatar que manejan los complejos de Edipo y de Electra, creando tramas ricas y apasionantes que, no obstante, repercuten sobre el consumidor de dicha cultura causando daños seguros a la familia. Creo que el clamor provocado por el sínodo puede ser, desde un cierto punto de vista, también una señal positiva. Nos dice que la familia supone un reto aun hoy. Suscita escándalo, ansiedad; en pocas palabras, no deja a nadie indiferente, ni siquiera a quienes dicen que la familia forma parte del pasado o que está por extinguirse.

Esta descripción de la situación no expresa correctamente el debate que se desarrolla dentro de los sínodos, sobre todo respecto a la cuestión de la disolución del matrimonio, así como de la comunión eucarística para los divorciados vueltos a casar. Mi opinión es que la crisis actual de la familia está íntimamente relacionada con la destrucción de la antropología, es decir, de la compresión del hombre como tal. Detengámonos un momento para examinar con qué elementos se trabaja hoy para comprender al hombre, o bien cuáles de estos elementos deberemos dejar a un lado.

¿Qué significa para quien vive en la indiferencia religiosa postmoderna el concepto de hombre? ¿Es imagen de Dios? Sabemos que no es fácil hablar de Dios si el original, esto es, Dios mismo, como dice la Sagrada Escritura, es invisible, inimaginable e inaprensible. Análogamente, podemos observar hoy este problema en el rechazo explícito del arte abstracto. Si el Ser es, por lo demás, invisible, si no podemos tocarlo, si no podemos aprehenderlo con los sentidos, nos encontramos con que en la sociedad que, desde el punto de vista filosófico-teológico, se ha convertido casi en analfabeta, la idea de Dios es expresada mediante términos como: algo debe existir . En este contexto, ¿podemos preguntarnos quién es el hombre, la imagen de Dios? No. Hay algo , pero no sabemos mucho. ¿Podemos preguntar a algo ? ¿Tomarlo en consideración? ¿Tener confianza en ello? La definición clásica, que en la síntesis aristotélica define al hombre como el ser racional, ha sido sustituida por la definición de la antropología contemporánea que define al hombre como el ser capaz de experiencia. Pero la experiencia, como todos sabemos, existe durante un breve período en el que nos sentimos satisfechos. En realidad, toda pasión funciona de este modo. ¿Construiremos por tanto el matrimonio, la familia, la responsabilidad de una amistad firme sobre esta antropología?

Podríamos continuar con esta discusión hasta el infinito. Seguramente oiremos decir que el hombre contemporáneo está expuesto al continuo asalto de informaciones y desinformaciones. Está saturado hasta el límite de la inestabilidad psicológica. La vida humana actual, más longeva, plantea enormes exigencias sobre el matrimonio y la familia. Estas instituciones, después de un cierto tiempo, agotan las posibilidades de sorpresa, de experiencia y de placer, haciéndose aburridas y poco atrayentes. De aquí derivan muchas de las causas de las crisis matrimoniales y familiares.

Hablando de la idea bíblica del hombre, las primeras páginas de la Sagrada Escritura nos presentan a quien es definido como imagen de Dios. La invisibilidad, lo inconcebible, lo inalcanzable de Dios no ha sido nunca puesto en duda en las páginas bíblicas. Se subraya cómo el encuentro con Dios es un evento que transforma y no puede ser olvidado. Al contrario: el hombre, la sociedad, los israelitas viven de este acontecimiento que permanece vivo a pesar de cualquier catástrofe, incluso del Holocausto, y que muestra su vitalidad. Esto, por otra parte, vale también para el nuevo Israel, la Iglesia. Dios se autodefine cuando responde a la pregunta «¿quién eres?» o «¿cómo te llamas?» diciendo: «Soy el que Soy», « El que Es ». No es un ser impersonal. Nos damos cuenta de que hay algo que también resuena en nuestro interior. Aun después de setenta años de vida conservo en mí la permanencia del que es . Soy propiamente yo y ningún otro. Basta un momento de insomnio y en la película de mi vida se proyecta toda la riqueza de los acontecimientos, de las experiencias, de las sorpresas, de las alegrías, a veces también de las desilusiones y los dolores. Me pregunto: ¿puedo llegar a ser banal para mí mismo? Ciertamente, hay momentos en los que estoy disgustado. No soy solo el hombre que busca experiencias, sino que soy el ser, la criatura que piensa. Por tanto, sé que se trata de emociones momentáneas que terminan cuando termina, por ejemplo, el dolor de espalda o de cabeza. A partir de la antropología bíblica, sabemos que lo más esencial que Dios manifiesta hacia nosotros es la amistad, el amor. Dios declara su amor hacia el hombre.

Padre, madre, las relaciones más profundas, los sentimientos más profundos de los que el hombre es capaz, son la imagen de Aquél que es, es decir, del Dios que es . Los profetas de Israel, al contrario de los filósofos antiguos, definen al hombre como el ser capaz de Dios ( homo capax Dei ). No es casualidad que en la historia de mi país la lectura de los profetas haya sido siempre una fuente, un manantial en los momentos de humillación más grande, de las ocupaciones, de las dictaduras totalitarias, de la persecución. Descubrimos, por tanto, lo que significa la negación de la paternidad y la maternidad en la subcultura de la sociedad actual. Ahí está la base de la advertencia de la Iglesia de que el padre y la madre son insustituibles. La paternidad y la maternidad, como nos indica el misterio de Dios, de la Trinidad, es la riqueza más profunda del que es . Durante la pascua, en la sinagoga, se lee el Cantar de los Cantares , esto es, el conjunto de cantos nupciales, donde Dios es el esposo e Israel la esposa. Esta interpretación alegórica no ha sido suficientemente estudiada por parte de los autores cristianos, pero se trata de la interpretación alegórica auténtica que permite incluir este canto poético en el canon de los libros bíblicos. Permítanme citar a Rabbi Akiva: «Si las Escrituras son sagradas, el Cantar de los Cantares es el más sagrado». La definición neotestamentaria de Dios es «Dios es amor». Esta es la definición de Juan, de quien el Evangelio dice que era el discípulo más amado de Jesús. Eso significa que si soy la imagen de Dios, soy capaz de amar. El amor es la riqueza más grande que el hombre puede donar al otro. Si quiero hablar de amor al otro, debo darme cuenta de que he de ser un elemento activo que intervenga en esta relación. No puedo ser solo el que desea ser amado; esta cuestión es secundaria, prima siempre que «Dios ha amado tanto al mundo...» Esta prioridad del amor de Dios compromete al hombre a no contentarse con su propio amor, sino principalmente a convertirse en don de sí mismo al otro. La actual degradación de la palabra «amor» revela que el amor verdadero ha sido sustituido por el mero erotismo, carente de la dimensión de la amistad y del don. Se convierte en algo que podríamos asimilar a la tóxico-dependencia más que a la manifestación más profunda del hombre. El amor no puede ser negación de la libertad porque no es dependencia sino decisión libre y ponderada de ser para el otro y con el otro. Los enamorados piden y buscan hasta el infinito la respuesta a la pregunta «¿Me quieres?», y se dicen: «¡Te amo!» Expresan así su decisión libre de forjar una relación: nace así el pacto , se da la palabra . Si queremos entender la crisis de la familia y del matrimonio, debemos preguntar qué significa el término «palabra» en la sociedad de hoy. Toda la industria de los medios de comunicación social y del entretenimiento no entiende la palabra como acontecimiento , como auto-comunicación, como donarse al otro, aunque en la comunicación humana, en el diálogo, se presupone la reciprocidad, la seguridad, la confianza y la amistad; pero la palabra mediática se convierte en propaganda, en publicidad, miente y seduce. Desde hace ya tiempo no basta con dar la propia palabra. Desde mi experiencia puedo decir que lo que más detesto es leer contratos; cientos de páginas buscando permanentemente algún engaño. Parece que hoy la palabra ya no sirva, parece que solo la obligación tenga valor. En la tradición antigua solo se podía obligar al diablo, nunca a Dios. Para Dios basta una sola palabra: amén , así sea, aquí estoy, prometo, doy mi palabra, o juro, porque en realidad se trata de un juramento. He aquí la razón por la que los pactos de Dios son concisos y por eso Jesús se contenta con un solo mandamiento. Permítanme esta pregunta: ¿cómo llamamos a quien no ha sido fiel a su juramento, a quien no ha mantenido la palabra dada, a quien no permanece en su puesto y huye como un cobarde? Si hablamos de disolución del matrimonio es necesario darse cuenta de que se trata de una de las crisis más profundas, no solo de la institución o de la violación de las reglas y de las leyes, sino de la negación de sí mismos. Y esto es una traición.

En esta situación, muchos de los que sufren dolorosamente por la realidad de un divorcio no causado por ellos, objetarán que se les esté imputando injustamente con unas cargas inhumanas. ¿Pero qué esperamos de un soldado que debe proteger la posición asignada, quizás una casa donde están refugiados madres con niños? ¿Qué deberíamos esperar, por tanto, de quien ha dicho «no te abandonaré nunca»? No niego que haya situaciones en las que la Iglesia deba buscar una solución, pero no es posible decir que, en general, el hombre de hoy no es capaz de una unión sólida e indisoluble. Si aceptáramos esta afirmación, deberíamos decir que somos testigos de la degradación más profunda del hombre en la historia de la humanidad. Dios ha dado su palabra y la ha mantenido; la ha mantenido en la cruz de Cristo. Nuestras discusiones sobre el sacrificio y su legitimidad son inútiles y a veces completamente irresponsables. La cruz no es la exaltación de la tortura, de la muerte; la cruz es la exaltación del amor fiel. Es la exaltación del mantenimiento de la palabra, del juramento que Dios ha hecho al hombre, del Dios que se fía del hombre. Debemos sentir un gran respeto hacia quienes han mantenido su palabra, y a ellos les expresamos una profunda gratitud. La crisis de la familia se inserta en la crisis fundamental de toda nuestra sociedad, la cual podemos observar a nuestro alrededor. Tal crisis no es sino parte de la crisis antropológica general. Fiel a la palabra de Dios, el sínodo considerará, ciertamente, cómo ayudar al hombre, cómo ayudar a la familia, cómo ayudar al matrimonio, para que exprese la realidad existencial de nuestra fe.

Finalmente, quisiera llamar la atención sobre una cuestión: el sínodo no debería nunca olvidar el escándalo que ha sido y es la simple destrucción de la palabra, de las promesas de gran número de religiosos y sacerdotes en la última mitad del siglo pasado. Démonos cuenta de que se trata del mismo escándalo, o incluso de un escándalo mayor que los de la Inquisición y demás faltas, incomprensiones y fallos en la historia de la Iglesia. Un escándalo que debemos confesar con humildad ante los hombres y las mujeres que, en medio del sinfín de dificultades que atraviesan sus vidas en esta época de degradación, luchan para permanecer fieles a la promesa, a su palabra, al juramento que se han hecho a sí mismos y a Dios.