Inclinaos bajo la poderosísima mano de Dios

(De los sermones de san Cesáreo de Arlés, obispo)

Mientras se nos leía el santo evangelio, carísimos hermanos, hemos escuchado: Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos. El Reino de los cielos es Cristo, de quien nos consta ser conocedor de buenos y malos y árbitro de todas las cosas. Por tanto, anticipémonos a Dios en la confesión de nuestro pecado y castiguemos antes del juicio todos los errores del alma. Corre un grave riesgo quien no cuida enmendar por todos los medios el pecado. Sobre todo debemos hacer penitencia, sabiendo como sabemos que habremos de dar cuenta de las causas de nuestra negligencia.

Reconoced, amadísimos, la gran piedad de nuestro Dios para con nosotros al querer que reparemos mediante la satisfacción y antes del juicio, la culpa del pecado cometido; pues si el justo juez no cesa de prevenirnos con sus avisos, es para no tener un día que echar mano de la severidad. No sin motivo, amadísimos, nos exige Dios arroyos de lágrimas, a fin de compensar con la penitencia lo que perdimos por la negligencia. Pues sabe bien nuestro Dios que no siempre el hombre es constante en sus propósitos: frecuentemente peca en el actuar y vacila en el hablar. Por eso le enseñó el camino de la penitencia, a fin de que pueda reconstruir lo destruido y reparar lo arruinado. Así pues, el hombre, seguro del perdón, debe siempre llorar la culpa. Y aun cuando la condición humana esté trabajada por muchas dificultades, que nadie caiga en la desesperación, porque Dios es paciente y gustosamente dispensa a todos los enfermos los tesoros de su misericordia.

Pero es posible que alguien del pueblo se diga: ¿Y por qué he de temer si no he hecho nada malo? Escucha lo que sobre este particular dice el apóstol Juan: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Que nadie os engañe, amadísimos: el peor de los pecados es no entender los pecados. Porque todo el que reconoce sus delitos puede reconciliarse con Dios mediante la penitencia: y no hay pecador más digno de lástima, que el que cree no tener nada de qué lamentarse. Por lo cual, amadísimos, os exhorto a que, según está escrito, os inclinéis bajo la poderosísima mano de Dios, y puesto que nadie está libre de pecado, nadie se crea exento de la obligación de satisfacer. Pues peca ya por presunción de inocencia el que se tiene por inocente. Puede uno ser menos culpable, pero inocente, nadie: existe ciertamente diferencia entre pecador y pecador, pero nadie está inmune de culpa. Por eso, amadísimos, los que sean reos de culpas más graves, pidan perdón con mayor confianza; y quienes se mantienen limpios de faltas graves, recen para no mancharse, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.