(Del documento "Familia y derechos humanos" del Pontificio Consejo para la Familia)
Sociedad civil, sociedad política
La Iglesia reconoce y apoya el deber indispensable del Estado de defender y promover los derechos humanos. Las instituciones políticas tienen la responsabilidad natural de proporcionar un marco jurídico justo para que todas las comunidades sociales puedan cooperar en alcanzar el bien común. El principio de subsidiaridad es en sí mismo un principio del bien común. Bien común que ha de ser considerado al más amplio nivel, como universal. Por ello los derechos humanos —y en especial los de la familia— pueden desarrollarse solamente operando de acuerdo con la subsidiariedad. «La doctrina de la Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiaridad. Según éste, "una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común"».
La Declaración Universal no sólo reconoce explícitamente la distinción entre la sociedad y el Estado, sino que valora también la contribución al bien común de muchas comunidades que constituyen lo que Tocqueville denominó «sociedad civil», en contraste con la «sociedad política». La sociedad política tiene como razón de ser el ejercicio del poder, con el recurso, dado el caso, a la coerción. Por ello el ejercicio del poder debe ser estrictamente controlado por reglas constitucionales. El Estado no puede intervenir en los campos en los cuales la iniciativa de los particulares, de las comunidades, de las empresas, es suficiente.
Esta distinción ilustra el bien fundado principio de subsidiaridad. Mientras que la sociedad política recurre constantemente al poder, a sus agentes, a sus reglamentos, la sociedad civil se vale de las afinidades, las alianzas voluntarias, las solidaridades naturales. Esta distinción esclarece por lo tanto la rica realidad de la familia. Ella es el núcleo central de la sociedad civil. Tiene ciertamente un rol económico importante, pero tiene papeles múltiples. Es sobre todo una comunidad de vida, una comunidad natural. Más aún, como está fundada sobre el matrimonio, presenta una cohesión que no se halla necesariamente en los cuerpos intermedios.
Algo que ha producido un impacto negativo durante las últimas décadas, es que la familia ha sufrido los mismos ataques que el Estado ha dirigido contra los otros cuerpos intermedios, suprimiéndolos y buscando regirlos a semejanza suya. Cuando el Estado se arroga el poder de reglamentar los vínculos familiares, de dictar leyes que no respetan aquella comunidad natural que es anterior a él, surge el temor de que el Estado se aproveche de las familias en su propio interés y, en lugar de protegerlas y defender sus derechos, las debilite o destruya para dominar a los pueblos.
La Declaración Universal previene estas desviaciones. Reconoce el derecho del hombre y de la mujer a constituir una sociedad matrimonial y así crear una familia. El Papa Juan Pablo II ha recordado, siguiendo la doctrina del Concilio Vaticano II, que la familia es la «célula primera y vital de la sociedad». La Declaración insiste en que esta célula «fundamental y natural» merece la protección no sólo del Estado, sino también de la sociedad. Así pues, la Declaración promueve el despliegue de la familia en medio de otras comunidades, pero enfatiza el carácter único de esa institución natural.
La familia, primera educadora
La Declaración reconoce también el derecho a la propiedad privada no sólo individual, sino también en asociación. Reconoce el derecho a la libertad religiosa, incluyendo el derecho de los creyentes a asociarse para el culto y la educación. Finalmente, la Declaración insiste en que los padres tienen el derecho a decidir y dirigir la educación de sus hijos.
A este propósito, conviene recordar que la misión educativa de la familia encuentra su complemento normal en las instituciones educativas. Los padres «comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiaridad». No debe olvidarse que «cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo».
Ciertamente, como lo muestran numerosos estudios psico-pedagógicos, los primeros años de un niño son decisivos para la formación ulterior de su personalidad. Por ello, es de interés no solamente para los niños, sino también para la sociedad, el que los padres puedan confiar a sus hijos a instituciones educativas de su elección.
Sin embargo, como lo ilustra el ejemplo de muchos países, incluso considerados como «desarrollados», un medio eficaz para destruir a la familia consiste en privarla de su función educativa, bajo el falaz pretexto de dar a todos los niños iguales oportunidades. En este caso, los «derechos de los niños» son invocados contra los derechos de la familia. Frecuentemente el Estado invade terrenos propios de la familia en nombre de la democracia que debiera respetar el principio de subsidiariedad. Nos hallamos ante un poder político omnipresente y arbitrario. El Estado u otras instituciones se apropian del derecho de hablar en nombre de los niños y los sustraen al marco familiar. Como lo muestran tantas experiencias funestas, pasadas y contemporáneas, el ideal para una dictadura sería tener niños sin familias. Todos los ensayos para sustituir a la familia han fracasado.
Defender la soberanía de la familia
Hoy día, la familia precisa de una protección especial por parte de los poderes públicos. A veces oprimida por el Estado, la familia se encuentra actualmente expuesta también a los ataques provenientes de grupos privados, de organismos no gubernamentales, de entidades transnacionales y también de organizaciones internacionales públicas. Corresponde a los Estados la responsabilidad de defender la soberanía de la familia, pues ésta constituye el núcleo fundamental del tejido social.
Además, defender la soberanía de la familia contribuye a salvaguardar la soberanía de las naciones. Hoy día, en nombre de las ideologías de inspiración malthusiana, hedonista y utilitarista, la familia es víctima de agresiones que la cuestionan hasta en su existencia. Los medios de comunicación, al propalar la separación total de los significados unitivo y procreativo de la unión conyugal, banalizan las experiencias sexuales múltiples pre- y para-matrimoniales, debilitando la institución familiar. En varios países, la edad media del matrimonio ha aumentado de manera significativa, como ha aumentado también la edad en que las mujeres tienen su primer hijo. La proporción de matrimonios que se divorcian ha llegado a ser alarmante. Las familias rotas y «recompuestas», a causa de las cuales los niños sufren tanto, engendran pobreza y marginación. Existe el contraste entre el papel primordial y decisivo que se reconoce a la familia (bien significativo en numerosas encuestas) y el descuido y hostilidad a que la institución familiar es sometida y la erosión que la familia sufre en algunas regiones y naciones.
Lo peor de todo es que bajo el impulso de organismos públicos internacionales se preconizan supuestos «modelos nuevos» de familia, que incluyen los hogares monoparentales y hasta las uniones homosexuales. Algunas agencias internacionales, apoyadas por poderosos lobbies, quieren imponer a naciones soberanas «nuevos derechos» humanos, como los «derechos reproductivos», que abarcan el acceso al aborto, a la esterilización, al divorcio fácil, un «estilo de vida» de la juventud que propicia la banalización del sexo, el debilitamiento de la justa autoridad de los padres en la educación de los hijos.
Mientras se exalta de esta manera un individualismo liberal exacerbado, aliado a una ética subjetivista que incentiva la búsqueda desenfrenada del placer, la familia sufre también con el resurgir de nuevas expresiones de un socialismo de inspiración marxista. Una tendencia aparecida en la Conferencia de Pekín (1995), pretende introducir en la cultura de los pueblos la «ideología del género» —«gender»—. Esta ideología afirma, entre otras cosas, que la mayor forma de opresión es la opresión de la mujer por el hombre y que esta opresión se encuentra institucionalizada en la familia monogámica. Los ideólogos concluyen entonces que, para acabar con tal opresión, conviene acabar con la familia, fundada en el matrimonio monogámico. El matrimonio y la familia, enraizados en la unión heterosexual, serían productos de una cultura que aparecieron en un momento puntual de la historia, pero que deben desaparecer para que la mujer pueda liberarse y ocupar el lugar que le corresponde en la sociedad de producción.
Somos conscientes de que ya muchas veces el Santo Padre, y siguiendo sus huellas el Pontificio Consejo para la Familia, se ha pronunciado sobre estas ideologías que no son sólo anti-vida y anti-familia, sino que son también destructoras de las naciones.