¿Qué representa mi acción ante la enorme problemática del mundo?
Ahí está, frente a mí, el mundo con sus enormes problemas. He leído últimamente varios artículos que traían datos esclarecedores. Cientos de millones de hombres pasan hambre, viven en chabolas infames, son analfabetos, esclavos de sus hermanos. Pueblos enteros, hartos de sufrir, se despiertan, y algunos generosos, algunos locos se levantan, se organizan, luchan. Pero son aplastados por «las fuerzas del orden». Y yo, satisfecho de mi vidita de militante, inocente como un niño de pecho, me entretengo pintando la pared de una habitación, mientras la casa entera se viene abajo. Arreglo las flores del jardín, mientras se desencadena y crece el incendio de la ciudad. «¡No hago nada!».
Hice mal en no pararme antes y sobre todo en no hablar de esto con mis amigos. Algunos -por razones distintas- se planteaban también muchas preguntas sobre el valor profundo de la acción. Hemos estado hablando con un sacerdote y he aquí lo que recuerdo de la conversación.
Comprendí, en primer lugar, que esas dudas sobre el valor de mi acción no eran más que una sutil tentación de inactividad, con lo que me inutilizaba y permanecía mano sobre mano en vez de seguir actuando.
Descubrí además que en el mismo plano temporal no comprendía debidamente las dimensiones colectivas e internacionales de los problemas humanos y que para actuar sobre situaciones injustas, aparentemente lejanas de mi vida de militante, el único medio consistía en actuar pura y simplemente... comprometiéndome no allí sino aquí.
¿Por qué esas ganas de querer hacer siempre algo distinto de lo que puedo y debo hacer? ¿Por qué ir lejos, creyendo que allí haría más bien que en el lugar donde estoy? Es eterna la seducción de la imaginación, atizada hoy, en lo que a mí respecta, por las buenas intenciones. Es fácil soñar y cuesta poco. Con demasiada frecuencia los sueños me arrastran, me encandilan. Me alejo de lo real y la vida corre, se me escapa sin que la haya moldeado penosa, humildemente con mis manos, y lo que es más de lamentar, sin que la ilumine con la luz de un corazón disponible.
Sí, es verdad que con frecuencia «no hago nada», pero esto sucede precisamente cuando pierdo mi tiempo, mi vida, mi amor soñando construir castillos sobre la arena, sin hacer caso de la cadena de obreros, de la que soy un eslabón, que están levantando una casa, teniendo a mis pies ladrillos que yo mismo he dejado caer.
Pero sobre todo me he puesto a reflexionar sobre mi actitud personal, profunda, ante la acción mía. Esta con frecuencia no se distingue en nada de la de un no-cristiano. Ya sé que la diferencia sólo raras veces puede consistir en el plano de la realización concreta, sólo pocas veces en el plano de los medios. La diferencia esencial estriba por una parte en la intención profunda, en la visión de fe y, por otra, en el plano del contenido.
En el plano de la visión de fe he de actuar unido a «alguien» que me invita, alguien que, antes que yo, lucha para salvar al hombre. Con él debo trabajar. Es algo que sé, pero que frecuentemente olvido.
En el plano del contenido de mi acción, frecuentemente lucho por una liberación «superficial» del hombre, y a veces a todas luces exterior a él. He de trabajar en su liberación total, es decir, hasta lo más profundo de su ser, allí donde comienza su vida y donde misteriosamente, al mismo tiempo, comienza el egoísmo que dramáticamente le aliena. En ese plano, sólo la salvación traída por Jesucristo puede ser eficaz.
Aunque la liberación del hombre en sus diferentes «planos» no sea de la misma «naturaleza», sí se realiza en un mismo movimiento, en una misma lucha. Porque todo se desarrolla en la unidad de una misma persona y de una única humanidad. En efecto:
Sería vano creer que el compromiso por la liberación económica, social, política de nuestros hermanos cambia automáticamente el corazón de quien lucha y de aquellos por quienes se lucha. Porque la lucha puede estar viciada en sí misma. Frecuentemente, no sólo hay que purificarla, sino también salvarla. El compromiso sólo alcanza su verdadera eficacia cuando es fruto del amor y engendra amor. Para un cristiano sólo cuando es vivido conscientemente en Jesucristo redentor y con él.
Pero sería igualmente vano creer que el hombre puede estar auténticamente liberado de su egoísmo si no se compromete en la lucha por su propia liberación total y por la de sus hermanos, ya que ese compromiso es el único criterio absoluto de la presencia del amor redentor. Sólo salvando podemos ser salvados.
Así, cuando soy pesimista sobre el valor de mi pequeña acción limitada (y se dice de mí que me comprometo mucho) se debe a que sólo me fijo en un aspecto,en el aspecto sensible, en el resultado palpable, necesario pero insuficiente para el hombre.
Creo en la lucha en favor de una mayor justicia y una mayor dignidad, creí en las manifestaciones, las reuniones, las mociones, las peticiones; creo en las pancartas, los carteles, los votos; creo en los sindicatos, en los partidos políticos... Estoy dispuesto a lanzarme a una acción larga y difícil..., pero vacilo en pararme para revisar mis compromisos a la luz del amor, me echo atrás ante un cuarto de hora de diálogo con aquél que, en lo profundo de las luchas humanas, en un «más allá» que sólo me permite ver la fe, combate por una liberación total del hombre. Es que no creo en el poder del grano enterrado, en la levadura metida en medio de la masa, en el amor inserto en el corazón del mundo por medio del corazón del hombre divinizado. Perfecciono la técnica y olvido el amor.
Pienso a veces en la tragedia que supondría para el universo si la energía del átomo se rebelara: desintegración en cadena, partiendo de un sitio, un minúsculo lugar en el espacio, desapercibido a los ojos de todos, pero extendiéndose inexorablemente por toda la creación. Pero pocas veces pienso en el trágico poder de un pequeño acto de egoísmo, uno solo, que avanza sembrando hasta la humanidad más remota su obra de desvitalización del cuerpo total de Cristo. Poquísimas veces pienso en el poder de un pequeño acto de amor puro, uno solo, que abre camino a una sangre nueva, que rehace los tejidos, que lleva la vida hasta las extremidades del cuerpo. Raras veces pienso que mi acción humana, la más seria, la más reflexiva, la más eficaz, ha de estar alimentada por ese amor redentor.
Sólo ante ti, Señor, descubro el valor de la paciencia apostólica. Tú que quisiste, en un momento de la historia, en un rincón del espacio, insertarte en la humanidad para liberarla y hacer que «se hiciese cuerpo». Tú que pusiste todo el amor eterno de Dios en un minúsculo sí de un instante: «Padre, si es posible... que se haga tu voluntad»; en el último suspiro de una vida entregada: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Ayúdame a no escurrir el bulto. Basta un sitio, un instante, una acción... bastaría que estuviese allí, comprometido donde tú me has enviado, para salvar a toda la humanidad. Si aceptase acoger el amor salvador, no habría límites ni de espacio ni de hondura para que mi acción fuese eficaz.
Perdón, Señor, por trabajar solo
y, trabajando solo,
no veía más que una cara del hombre,
un fragmento del hombre.
Amputaba al hombre de su ser profundo.
Perdón, Señor, por trabajar solo
y, trabajando solo,
desvalorizaba mi combate,
lo achicaba,
le privaba de su omnipotencia revolucionaria,
que alcanza, a través, pero más allá de las estructuras que oprimen, el corazón del hombre al que hay que liberar de su esclavitud.
Perdón, Señor, por trabajar solo
y lenta, inexorablemente,
descristianizaba mi acción.
Esta noche, heme aquí de nuevo ante ti,
con mi vida,
mis combates.
Concédeme estar presente, honesta, escrupulosamente,
con lucidez y competencia en mi lucha,
y sea el que sea el sitio donde me halle,
sea la que sea su cara «humana» -desde el momento que es ella la que me corresponde-
contigo salvaré el mundo,
el corazón del mundo
y, en el corazón del mundo,
el corazón del hombre.