La primera cosa que debes hacer cuando despiertes es abrir los ojos del alma, y consideraste como en un campo de batalla en presencia de tu enemigo, y en la necesidad forzosa de combatir o de perecer para siempre. Imagínate que tienes delante de tus ojos a tu enemigo, esto es, al vicio o pasión desordenada que deseas domar y vencer, y que este monstruo furioso viene a arrojarse sobre ti para oprimirte y vencerte.
Represéntate al mismo tiempo que tienes a tu diestra a tu invencible capitán Jesucristo, acompañado de María y de José, y de muchos escuadrones de Ángeles y bienaventurados particularmente, y del glorioso arcángel San Miguel; y a la siniestra, a Lucifer con sus ministros, resueltos a sostener con todas sus fuerzas y la pasión o vicio que pretendes combatir, y a usar de todos los artificios y engaños que caben en su malicia para rendirte.
Represéntate al mismo tiempo que tienes a tu diestra a tu invencible capitán Jesucristo, acompañado de María y de José, y de muchos escuadrones de Ángeles y bienaventurados particularmente, y del glorioso arcángel San Miguel; y a la siniestra, a Lucifer con sus ministros, resueltos a sostener con todas sus fuerzas y la pasión o vicio que pretendes combatir, y a usar de todos los artificios y engaños que caben en su malicia para rendirte.
Asimismo te imaginarás que oyes en el fondo de tu corazón una secreta voz de tu Ángel custodio que te habla de esta suerte: Éste es el día en que debes hacer los últimos esfuerzos para vencer a este enemigo, y a todos los demás que conspiran a tu perdición y ruina; ten ánimo y constancia; no te dejes vencer de algún vano temor o respeto, porque tu capitán, Jesucristo, está a tu lado con todos los escuadrones del ejército celestial para defenderte contra todos los que te hacen guerra, y no permitirá que prevalezcan contra ti sus fuerzas ni sus artificios.
Procura estar firme y constante: hazte fuerza y violencia, y sufre la pena que sintieres en violentarte y vencerte. Da voces al Señor desde lo más íntimo de tu corazón, invoca continuamente a Jesús y María; pide a todos los Santos y bienaventurados que te socorran y asistan; y no dudes que alcanzarás la victoria.
Procura estar firme y constante: hazte fuerza y violencia, y sufre la pena que sintieres en violentarte y vencerte. Da voces al Señor desde lo más íntimo de tu corazón, invoca continuamente a Jesús y María; pide a todos los Santos y bienaventurados que te socorran y asistan; y no dudes que alcanzarás la victoria.
Aunque seas flaca y estés mal habituada, y tus enemigos te parezcan formidables por su número y por sus fuerzas, no temas; porque los escuadrones que vienen del cielo para tu socorro y defensa son más fuertes y numerosos que los que envía el infierno para quitarte la vida de la gracia. El Dios que te ha creado y redimido es todopoderoso, y tiene sin comparación más deseo de salvarte que el demonio de perderte.
Pelea, pues, con valor, y entra desde luego con esfuerzo y resolución en el empeño de vencerte y mortificarte a ti misma; porque de la continua guerra contra tus malas inclinaciones y hábitos viciosos ha de nacer, finalmente, la victoria, y aquel gran tesoro con que se compra el reino de los cielos, donde el alma se une para siempre con Dios. Empieza, pues, hija mía, a combatir en el nombre del Señor, teniendo por espada y por escudo la desconfianza de ti misma, la confianza en Dios, la oración y el ejercicio de tus potencias.
Asistida de estas armas provocarás a la batalla a tu enemigo, esto es, a aquella pasión o vicio dominante que hubieres resuelto combatir y vencer, ya con un generoso menosprecio, ya con una firme resistencia, ya con actos repetidos de la virtud contraria, ya, finalmente, con otros medios que te inspirará el cielo para exterminarlo de tu corazón.
No descanses ni dejes la pelea hasta que lo hayas domado y vencido enteramente, y merecerás por tu constancia recibir la corona de manos de Dios, que con toda la Iglesia triunfante estará mirando desde el cielo tu combate.
Vuelvo a advertirte que no desistas ni ceses de combatir, atendiendo a la obligación que tenemos de servir y agradar a Dios, y a la necesidad de pelear; pues no podemos excusar la batalla, ni salir de ella sin quedar muertos o heridos. Considera que cuando, como rebelde, quisieres huir de Dios, y darte a las delicias de la carne, te será forzoso, a pesar tuyo, el combatir con infinitas contrariedades, y sufrir grandes amarguras y penas para satisfacer a tu sensualidad y ambición.
¿No sería una terrible locura elegir y abrazar penas y afanes que nos llevan a otros afanes y penas mayores, y aun a los tormentos eternos, y huir de algunas ligeras tribulaciones que se acaban presto, y nos encaminan y guían a una eterna felicidad, y nos aseguran el ver a Dios y gozarle para siempre?