Si se le hubiera preguntado a un hombre de los primeros siglos del cristianismo: «¿Qué significa la Iglesia para t», seguramente habría respondido: «La Iglesia es la madre que ha dado vida a mi fe, es el aire que respiro, el suelo en que se afirma mi fe. En realidad, es la Iglesia la que cree; es su fe la que vive en mí»...
Nosotros, los hombres de hoy, no podemos ya, sin duda, enfocar la cuestión desde ese punto de vista. Aunque comprendamos y consideremos plausible tal mentalidad, debemos enfocar el problema bajo otro aspecto. En efecto, Occidente llega al término de un proceso de individualización, en el curso del cual el individuo se ha desembarazado de las conexiones inmediatas de la comunidad para encontrar en sí mismo su propio fundamento. Que esa tendencia ha sido funesta desde muchos puntos de vista, lo sabemos de sobras. Determinó nuestro pensamiento y nos señaló ciertas vías de acceso hacia la verdad, pero también hacia el error. Aunque nos cueste retroceder un poco, es preciso que tengamos en cuenta esa tendencia individualista, e incluso que la tomemos aquí como punto de partida.
Cuando queremos tener plena conciencia de la fe valorándola en toda su seriedad, viene a nuestra mente la situación de un individuo que se encontrara frente a esta disyuntiva: «¿Es Dios verdaderamente el que habla aquí? ... ¿Debo creerlo, o tengo el derecho de seguir mi juicio personal?.. ¿ Debo procurar progresar en la fe o permanecer anclado donde estoy?» La soledad en medio de la cual la conciencia toma su decisión, el riesgo que implica dar ese paso, la fidelidad y la energía con las cuales se mantiene la decisión; todo eso constituye la seriedad en la fe. El individuo sabe que él mismo es su único fiador. Nadie puede decidir en lugar suyo. Él es quien debe combatir en la batalla que la fe planta a su alma, a su vida, al mundo; nadie lo hará por él.
Todo eso es cierto y puede llevar hasta la actitud tan de nuestro tiempo del autoaislamiento y la autonomía... Sin embargo, tendríamos que formular al que así actuara las preguntas siguientes: «¿De dónde te viene esa fe, a ti que hablas así? ¿La has hallado en ti mismo? ¿O es que la recibiste directamente de Dios? ¡Por supuesto que no! Tus padres y tus maestros te educaron; aprendiste en los libros; lo que has recibido, lo tienes de la práctica cultural de tu parroquia, de las tradiciones de tu ámbito social. Y no recibiste solamente contenidos, doctrinas puramente objetivas que te correspondía transformar en fe o en negación de la fe. Tu fe misma, en calidad de vida del espíritu y del corazón, se encendió al contacto de la fe de los otros.
Una enseñanza puramente doctrinal es incapaz de despertar la fe en quien la recibe, pero puede conseguido una doctrina en la cual cree el maestro mismo. Sólo la verdad amada y vivida puede suscitar la fe. Es la fe de tu madre o bien de algún maestro, de algún amigo o de alguien de tu entorno, la que despertó la tuya. Con aquellos en cuya fe has vivido surge tu propia fe, al principio sin saberlo, y va afirmándose hasta que, finalmente, adquiere la fuerza necesaria para marchar por sí misma. Como un cirio se enciende con la llama de otro, así la fe se enciende al contacto de la fe».
Ciertamente, es Dios quien obra el milagro de la fe. Él atrae a los corazones y llega a los espíritus. De una palabra oída, de una figura hallada, de una imagen contemplada, extrae el germen de la nueva vida. Es Dios quien llama al individuo, pero lo llama en su condición de hombre preso de un modo inextricable en la red de los contextos necesarios a su vida.
El hombre es para el hombre el camino hacia Dios; separado de su medio, el individuo no existe. Esos contextos tienen tanta vida que es fácil reconocer en nuestra fe la actitud de aquellos a cuyo contacto ésta se encendió, la manera como nuestros maestros comprendieron las verdades divinas o nuestros amigos la imagen de los santos; los motivos que desempeñaron un papel tan importante en el destino de este o de aquel ser cercano a nosotros; la emoción con que la familia celebró el acontecimiento de una fiesta santa; la gravedad profunda, inconsciente de su venerable grandeza, con que rezaba nuestra madre, y la fuerza de resistencia que ella encontraba en su confianza en Dios. Desde esos sentimientos tan acentuados que se unían la predilección, la desaprobación, el desagrado, que formaron la atmósfera, de nuestra infancia, hasta las costumbres particulares de nuestro ambiente y las tradiciones locales.
Es Dios quien obra el milagro de la fe. Él la despierta en el corazón al que llama. Aun en el ambiente más frío, Dios puede inflamar un corazón. Con una simple palabra, Él puede encender la llama. «Dios puede convertir a las piedras en hijos de Abraham», y es en el fondo lo que siempre hace. En efecto, ¿qué son el corazón del hombre, la palabra del hombre ante el despertar a la vida divina? sin embargo, la gracia sigue el camino de las cosas humanas. Nuestra fe se despierta al contacto de la fe de los que nos dieron vida y nos educaron. La fe, tal como era practicada en nuestra familia, en nuestro medio, con su intensidad y su aspecto particulares, continúa viviendo en nosotros.
No hay fe aislada, independiente. Basta con imaginar por un momento lo que sucedería en torno nuestro si de pronto toda fe se apagase; bien entendido que no quiero preguntar con esto qué acontecería si todo el mundo se volviese hostil a nuestra fe, pues la hostilidad supone ya una relación que puede encendemos, e incluso excitamos hasta hacemos arriesgado todo... No, no es eso; imaginemos un clima de indiferencia, de absoluta indiferencia. En un medio semejante, ¿hubiéramos encontrado la fe? Y si así fuera, ¿ hubiéramos podido conservada? Para Dios no hay nada imposible, pero la experiencia ,nos enseña que en tales circunstancias nunca podría nacer la fe, y si naciera, moriría de frío, como una frágil hierbecilla en un glaciar.
Nuestra fe personal extrae su vida de toda la fe que nos rodea y que se remonta hasta el pasado, y eso constituye ya la Iglesia.
La «Iglesia» viene a ser el «nosotros» en la fe. Es el conjunto, la comunidad de los creyentes; es la colectividad creyente. La que debe decir «nosotros» no es sólo la plegaria cristiana, es también la fe, porque también en ella está arraigado el «nosotros» como totalidad. El verdadero «nosotros» representa algo más que la suma de los individuos; es un impulso surgido de todos ellos. La verdadera colectividad, la totalidad, es algo más que la simple organización de muchos; es una vasta estructura viviente de la que cada uno forma parte como miembro.
Cien hombres que se presentan a Dios en calidad de ekklesia representan más que la suma de cien individuos; forman una comunidad viviente, creyente. Es decir, no sólo una simple «comunidad», en el sentido todavía subjetivo del término, que designa una realidad surgida de la necesidad gregaria del individuo. No, el origen de esa comunidad, cuya consistencia y valor radica fuera de esa necesidad, viene de otra parte, adquiere su consistencia y valor en otra parte. Esa comunidad es la «Iglesia».
La Iglesia es la institución de Cristo plantada en la historia, en la humanidad. Comprende, no sólo a «muchos», sino a «todos»: comprende a todo el género humano como tal, a la humanidad total. En el día de Pentecostés ésta fue llamada a una existencia santa, a un renacimiento.
Esa totalidad cristiana es algo sustancial, y continuaría existiendo aun si, desde el punto de vista numérico, sólo la integraran tres personas. No es una resultante de la voluntad y del pensamiento de los hombres, como tampoco lo es la existencia del individuo cristiano; existe en virtud de un decreto divino, por institución y creación santa según la voluntad de Cristo.
Cuando queremos tener plena conciencia de la fe valorándola en toda su seriedad, viene a nuestra mente la situación de un individuo que se encontrara frente a esta disyuntiva: «¿Es Dios verdaderamente el que habla aquí? ... ¿Debo creerlo, o tengo el derecho de seguir mi juicio personal?.. ¿ Debo procurar progresar en la fe o permanecer anclado donde estoy?» La soledad en medio de la cual la conciencia toma su decisión, el riesgo que implica dar ese paso, la fidelidad y la energía con las cuales se mantiene la decisión; todo eso constituye la seriedad en la fe. El individuo sabe que él mismo es su único fiador. Nadie puede decidir en lugar suyo. Él es quien debe combatir en la batalla que la fe planta a su alma, a su vida, al mundo; nadie lo hará por él.
Todo eso es cierto y puede llevar hasta la actitud tan de nuestro tiempo del autoaislamiento y la autonomía... Sin embargo, tendríamos que formular al que así actuara las preguntas siguientes: «¿De dónde te viene esa fe, a ti que hablas así? ¿La has hallado en ti mismo? ¿O es que la recibiste directamente de Dios? ¡Por supuesto que no! Tus padres y tus maestros te educaron; aprendiste en los libros; lo que has recibido, lo tienes de la práctica cultural de tu parroquia, de las tradiciones de tu ámbito social. Y no recibiste solamente contenidos, doctrinas puramente objetivas que te correspondía transformar en fe o en negación de la fe. Tu fe misma, en calidad de vida del espíritu y del corazón, se encendió al contacto de la fe de los otros.
Una enseñanza puramente doctrinal es incapaz de despertar la fe en quien la recibe, pero puede conseguido una doctrina en la cual cree el maestro mismo. Sólo la verdad amada y vivida puede suscitar la fe. Es la fe de tu madre o bien de algún maestro, de algún amigo o de alguien de tu entorno, la que despertó la tuya. Con aquellos en cuya fe has vivido surge tu propia fe, al principio sin saberlo, y va afirmándose hasta que, finalmente, adquiere la fuerza necesaria para marchar por sí misma. Como un cirio se enciende con la llama de otro, así la fe se enciende al contacto de la fe».
Ciertamente, es Dios quien obra el milagro de la fe. Él atrae a los corazones y llega a los espíritus. De una palabra oída, de una figura hallada, de una imagen contemplada, extrae el germen de la nueva vida. Es Dios quien llama al individuo, pero lo llama en su condición de hombre preso de un modo inextricable en la red de los contextos necesarios a su vida.
El hombre es para el hombre el camino hacia Dios; separado de su medio, el individuo no existe. Esos contextos tienen tanta vida que es fácil reconocer en nuestra fe la actitud de aquellos a cuyo contacto ésta se encendió, la manera como nuestros maestros comprendieron las verdades divinas o nuestros amigos la imagen de los santos; los motivos que desempeñaron un papel tan importante en el destino de este o de aquel ser cercano a nosotros; la emoción con que la familia celebró el acontecimiento de una fiesta santa; la gravedad profunda, inconsciente de su venerable grandeza, con que rezaba nuestra madre, y la fuerza de resistencia que ella encontraba en su confianza en Dios. Desde esos sentimientos tan acentuados que se unían la predilección, la desaprobación, el desagrado, que formaron la atmósfera, de nuestra infancia, hasta las costumbres particulares de nuestro ambiente y las tradiciones locales.
Es Dios quien obra el milagro de la fe. Él la despierta en el corazón al que llama. Aun en el ambiente más frío, Dios puede inflamar un corazón. Con una simple palabra, Él puede encender la llama. «Dios puede convertir a las piedras en hijos de Abraham», y es en el fondo lo que siempre hace. En efecto, ¿qué son el corazón del hombre, la palabra del hombre ante el despertar a la vida divina? sin embargo, la gracia sigue el camino de las cosas humanas. Nuestra fe se despierta al contacto de la fe de los que nos dieron vida y nos educaron. La fe, tal como era practicada en nuestra familia, en nuestro medio, con su intensidad y su aspecto particulares, continúa viviendo en nosotros.
Nuestra fe personal extrae su vida de toda la fe que nos rodea y que se remonta hasta el pasado, y eso constituye ya la Iglesia.
La «Iglesia» viene a ser el «nosotros» en la fe. Es el conjunto, la comunidad de los creyentes; es la colectividad creyente. La que debe decir «nosotros» no es sólo la plegaria cristiana, es también la fe, porque también en ella está arraigado el «nosotros» como totalidad. El verdadero «nosotros» representa algo más que la suma de los individuos; es un impulso surgido de todos ellos. La verdadera colectividad, la totalidad, es algo más que la simple organización de muchos; es una vasta estructura viviente de la que cada uno forma parte como miembro.
Cien hombres que se presentan a Dios en calidad de ekklesia representan más que la suma de cien individuos; forman una comunidad viviente, creyente. Es decir, no sólo una simple «comunidad», en el sentido todavía subjetivo del término, que designa una realidad surgida de la necesidad gregaria del individuo. No, el origen de esa comunidad, cuya consistencia y valor radica fuera de esa necesidad, viene de otra parte, adquiere su consistencia y valor en otra parte. Esa comunidad es la «Iglesia».
La Iglesia es la institución de Cristo plantada en la historia, en la humanidad. Comprende, no sólo a «muchos», sino a «todos»: comprende a todo el género humano como tal, a la humanidad total. En el día de Pentecostés ésta fue llamada a una existencia santa, a un renacimiento.
Esa totalidad cristiana es algo sustancial, y continuaría existiendo aun si, desde el punto de vista numérico, sólo la integraran tres personas. No es una resultante de la voluntad y del pensamiento de los hombres, como tampoco lo es la existencia del individuo cristiano; existe en virtud de un decreto divino, por institución y creación santa según la voluntad de Cristo.