En aquel tiempo el pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías: él tomó la palabra y dijo a todos:
-Yo les bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él les bautizará con Espíritu Santo y fuego.
En un bautismo general Jesús también se bautizó. Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajo el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo:
-Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.
REFLEXIÓN (de la homilía del Papa Benedicto XVI del 10 de Enero del 2010):
Con la fiesta del Bautismo de Jesús continúa el ciclo de las manifestaciones del Señor, que comenzó en Navidad con el nacimiento del Verbo encarnado en Belén, contemplado por María, José y los pastores en la humildad del pesebre, y que tuvo una etapa importante en la Epifanía, cuando el Mesías, a través de los Magos, se manifestó a todos los pueblos.
Hoy Jesús se revela, en la orillas del Jordán, a Juan y al pueblo de Israel. Es la primera ocasión en la que, ya hombre maduro, entra en el escenario público, después de haber dejado Nazaret. Lo encontramos junto al Bautista, a quien acude gran número de personas, en una escena insólita. En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas observa ante todo que el pueblo estaba "a la espera" (Lc 3, 15). Así subraya la espera de Israel; en esas personas, que habían dejado sus casas y sus compromisos habituales, percibe el profundo deseo de un mundo diferente y de palabras nuevas, que parecen encontrar respuesta precisamente en las palabras severas, comprometedoras, pero llenas de esperanza, del Precursor. Su bautismo es un bautismo de penitencia, un signo que invita a la conversión, a cambiar de vida, pues se acerca Aquel que "bautizará en Espíritu Santo y fuego" (Lc 3, 16).
De hecho, no se puede aspirar a un mundo nuevo permaneciendo sumergidos en el egoísmo y en las costumbres vinculadas al pecado. También Jesús deja su casa y sus ocupaciones habituales para ir al Jordán. Llega en medio de la muchedumbre que está escuchando al Bautista y se pone en la fila, como todos, en espera de ser bautizado. Al verlo acercarse, Juan intuye que en ese Hombre hay algo único, que es el Otro misterioso que esperaba y hacia el que había orientado toda su vida. Comprende que se encuentra ante Alguien más grande que él, y que no es digno ni siquiera de desatar la correa de sus sandalias.
En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz.
Cuando, recogido en oración, tras el bautismo, sale del agua, se abren los cielos. Es el momento esperado por tantos profetas: "Si rompieses los cielos y descendieses", había invocado Isaías (Is 63, 19). En ese momento —parece sugerir san Lucas— esa oración es escuchada. De hecho, "se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo" (Lc 3, 21-22); se escucharon palabras nunca antes oídas: "Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco" (Lc 3, 22).
Al salir de las aguas, como afirma san Gregorio Nacianceno, "ve cómo se rasgan y se abren los cielos, los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia".
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo descienden entre los hombres y nos revelan su amor que salva. Si los ángeles llevaron a los pastores el anuncio del nacimiento del Salvador, y la estrella guió a los Magos llegados de Oriente, ahora es la voz misma del Padre la que indica a los hombres la presencia de su Hijo en el mundo e invita a mirar a la resurrección, a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.
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