Juan 1,35-42: Vengan y verán


En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo:

-Este es el cordero de Dios.

Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y al ver que lo seguían, les preguntó:

-¿Qué buscáis?

Ellos le contestaron:

-Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?

El les dijo:

-Venid y lo veréis.

Entonces fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo:

-Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).

Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:

-Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro).

REFLEXIÓN:

Juan el Bautista cumple a cabalidad su función de precursor del Señor; anuncia su próxima venida, invita a la conversión ante la inminencia de ese acontecimiento, y finalmente suministra parte de los primeros hombres que constituirían la comunidad de discípulos del mesías, disminuyendo de ese modo para que él crezca.

Al pasar Jesús ante ellos, Juan anuncia a sus discípulos que se ha hecho realidad la esperada presencia del salvador del mundo en la tierra: "Este es el cordero de Dios", dice el precursor al grupo. Son las mismas palabras que en la Eucaristía pronuncia el celebrante al mostrar en alto el Cuerpo de Cristo, el Pan consagrado.

Con esa frase, el Bautista describe tanto la naturaleza, como la forma en que Jesús habría de llevar a cabo su misión. Siglos antes, el profeta Isaías había descrito al siervo doliente que como cordero llevado al matadero soportaría pacientemente las dolencias y vejámenes.

La figura del cordero evoca también al cordero pascual, sacrificado por cada familia israelita en la pascua liberadora de la esclavitud a que eran sometido por parte de los egipcios; en aquella ocasión, la sangre del animal sacrificado fue usada para marcar las casas del pueblo de Dios y de ese modo ser librados de la muerte.

Podemos pues, desde los comienzos de la vida pública del Señor, vislumbrar el sacrificio y la sangre como elementos fundamentales para la ejecución de la tarea salvadora encomendada al Hijo por el Padre.

Aquel cordero comido en la pascua hebrea no era sino una señal de anticipación del verdadero Cordero que hoy se menciona en el Evangelio, y de la verdadera Pascua que éste habría de protagonizar, con un alcance universal. Consumando su misión, mediante su muerte en cruz, Cristo rompe las cadenas de la esclavitud, no sólo de una pequeña nación respecto a otra, sino de todos los hombres y de todas las épocas del mundo, otorgando de ese modo a la humanidad la liberación de una esclavitud peor, la del pecado.

Conforme al texto, Andrés es uno de los discípulos de Juan el Bautista que iría en procura de conocer más acerca de Jesús; en tanto que se deduce que el otro discípulo cuyo nombre no se menciona, es Juan, autor del cuarto Evangelio. Ambos se van detrás del esperado instrumento de Dios que acaba de ser señalado por el Bautista. La iniciativa de la búsqueda aparenta ser del hombre, pero ésta ha sido inducida por Dios mediante la predicación del Bautista al pueblo y la formación a sus discípulos. Dios es quien se acerca al hombre para procurar su salvación; por eso envía a su Hijo.

Ante la pregunta "¿Dónde vives?", Jesús responde con una señal de acogida, invitándoles a acompañarle y permaneciendo con ellos el resto del día. Ese primer contacto con el Señor, tuvo que haber sido un encuentro memorable; lo podemos constatar por el hecho de que el evangelista recuerda incluso un detalle que podría parecer menor: "serían las cuatro de la tarde".

Los efectos de esa reunión no tardan en aparecer: Andrés comunica la noticia a su hermano Simón, y lo lleva al encuentro con el Señor, quien le recibe con un cambio de nombre: "Pedro", como símbolo de la misión eclesial que le habría de asignar.

Que cada uno de nosotros, como esos primeros discípulos, nos decidamos con entusiasmo a buscar realmente a Jesús. No importan la gravedad de nuestras faltas y pecados, ya el cargó con todos ellos y pagó nuestra deuda al precio de su sangre divina. Hoy estamos invitados a un encuentro personal con el Señor, que está dispuesto a acogernos, para que permanezcamos en su presencia amorosa no por una tarde o un día, sino por toda la vida.

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