En la Cruz está la Vida

(De la religiosa española santa Teresa de Jesús o Teresa de Ávila (1515-1582))
En la cruz está la vida
y el consuelo,
y ella sola es el camino
para el cielo.


En la cruz está "el Señor
de cielo y tierra",
y el gozar de mucha paz,
aunque haya guerra.
Todos los males destierra
en este suelo,
y ella sola es el camino
para el cielo.

De la cruz dice la Esposa
a su Querido
que es una "palma preciosa"
donde ha subido,
y su fruto le ha sabido
a Dios del cielo,
y ella sola es el camino
para el cielo.

Es una "oliva preciosa"
la santa cruz
que con su aceite nos unta
y nos da luz.
Alma mía, toma la cruz
con gran consuelo,
que ella sola es el camino
para el cielo.

Es la cruz el "árbol verde
y deseado"
de la Esposa, que a su sombra
se ha sentado
para gozar de su Amado,
el Rey del cielo,
y ella sola es el camino
para el cielo.

El alma que a Dios está
toda rendida,
y muy de veras del mundo
desasida,
la cruz le es "árbol de vida"
y de consuelo,
y un camino deleitoso
para el cielo.

Después que se puso en cruz
el Salvador,
en la cruz está "la gloria
y el honor",
y en el padecer dolor
vida y consuelo,
y el camino más seguro
para el cielo.

Las virtudes

(Del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica)

¿Qué es la virtud?

La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien: «El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios» (San Gregorio de Nisa). Hay virtudes humanas y virtudes teologales.

¿Qué son las virtudes humanas?

Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe. Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados, son purificadas y elevadas por la gracia divina.

¿Cuáles son las principales virtudes humanas?

Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.

¿Qué es la prudencia?

La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida.

¿Qué es la justicia?

La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama «virtud de la religión».

¿Qué es la fortaleza?

La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.

¿Qué es la templanza?

La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.

¿Qué son las virtudes teologales?

Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano, vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano.

¿Cuáles son las virtudes teologales?

Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad.

¿Qué es la fe?

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que «la fe actúa por la caridad» (Ga 5, 6).

¿Qué es la esperanza?

La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena.

¿Qué es la caridad?

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es «el vínculo de la perfección» (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella «no soy nada» y «nada me aprovecha» (1 Co 13, 2-3).

¿Qué son los dones del Espíritu Santo?

Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

¿Qué son los frutos del Espíritu Santo?

Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad» (Ga 5, 22-23 [Vulgata]).

Trabaja y reza

(Del escritor español José María de Horna)
Recuerdo que de niño, de muy niño,
de la edad de los mimos de la abuela,
de la edad en que todos esperamos
una vida feliz, de encantos llena,
de la edad de esperanzas y de ensueños,
de los cuentos de hadas y princesas,
de esa edad que es la flor de las edades,
edad feliz en que la vida empieza;
recuerdo, sí, una frase cariñosa
que me diera mi padre como lema:
“Si quieres ser un hombre en esta vida,
un hombre de verdad, trabaja y reza”

Bulléndome esta frase a cada paso,
empecé a ver el mundo más de cerca.
entré en la juventud, dejé la infancia,
olvidé el cuento de hadas y princesas.
Estudiante, pensé que ya era un hombre,
mil ideas llenaron mi cabeza,
y esas “mil” ocuparon tanto espacio
que acallaron el eco de otra idea.
Seguí vagando ciego por el mundo
y una tarde feliz, en una iglesia,
como si la voz fuera de mi padre,
en el púlpito oí: “trabaja y reza”.

Hoy, ya hombre, recuerdo con nostalgia
aquellos años que viví sin pena,
y he vuelto a recordar el cuento de hadas
y los mimos y besos de la abuela.
A mi memoria traigo aquellos tiempos
que felices vivimos en la escuela,
y me enternece el ver que aún los niños,
como aquellos de ayer, ríen y juegan.
Y me acerco y les digo, uno por uno,
como mi padre un día me dijera:
“Si quieres ser un hombre en esta vida,
un hombre de verdad, trabaja y reza”.

Marcos 1,12-15: Cuarenta días en el desierto


En aquel tiempo el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía:

-Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia.

REFLEXIÓN: (Del Rezo del Ángelus del Papa Benedicto XVI del 5 de marzo de 2006)

El miércoles pasado iniciamos la Cuaresma, y hoy celebramos el primer domingo de este tiempo litúrgico, que estimula a los cristianos a comprometerse en un camino de preparación para la Pascua. Hoy el evangelio nos recuerda que Jesús, después de haber sido bautizado en el río Jordán, impulsado por el Espíritu Santo, que se había posado sobre él revelándolo como el Cristo, se retiró durante cuarenta días al desierto de Judá, donde superó las tentaciones de Satanás.
Siguiendo a su Maestro y Señor, también los cristianos entran espiritualmente en el desierto cuaresmal para afrontar junto con él "el combate contra el espíritu del mal". La imagen del desierto es una metáfora muy elocuente de la condición humana. El libro del Éxodo narra la experiencia del pueblo de Israel que, habiendo salido de Egipto, peregrinó por el desierto del Sinaí durante cuarenta años antes de llegar a la tierra prometida. A lo largo de aquel largo viaje, los judíos experimentaron toda la fuerza y la insistencia del tentador, que los inducía a perder la confianza en el Señor y a volver atrás; pero, al mismo tiempo, gracias a la mediación de Moisés, aprendieron a escuchar la voz de Dios, que los invitaba a convertirse en su pueblo santo.

Al meditar en esta página bíblica, comprendemos que, para realizar plenamente la vida en la libertad, es preciso superar la prueba que la misma libertad implica, es decir, la tentación. Sólo liberada de la esclavitud de la mentira y del pecado, la persona humana, gracias a la obediencia de la fe, que la abre a la verdad, encuentra el sentido pleno de su existencia y alcanza la paz, el amor y la alegría.

Precisamente por eso, la Cuaresma constituye un tiempo favorable para una atenta revisión de vida en el recogimiento, la oración y la penitencia.

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El ayuno penitencial

(De la Audiencia General del Papa Juan Pablo II del 21 de marzo de 1979)

"¡Proclamad el ayuno!" (Jl 1, 14). Son palabras que escribió el Profeta Joel, y la Iglesia, en conformidad con ellas, establece la práctica de la Cuaresma, disponiendo el ayuno. Hoy la práctica de la Cuaresma, determinada por Pablo VI en la Constitución Poenitemini, está notablemente mitigada respecto a la de tiempos pasados. En esta materia el Papa dejó mucho a la decisión de las Conferencias Episcopales de cada país, a las que corresponde, por tanto, el deber de adaptar las exigencias del ayuno según las circunstancias en que se encuentran las sociedades respectivas. Pero él recordó que la esencia de la penitencia cuaresmal está constituida no sólo por el ayuno, sino también por la oración y la limosna (obras de misericordia). Es preciso, pues, decidir, según las circunstancias, en qué puede ser “sustituido” el mismo ayuno por obras de misericordia y por la oración. El fin de este período particular en la vida de la Iglesia es siempre y en todas partes la penitencia, es decir, la conversión a Dios. En efecto, la penitencia, entendida como conversión, esto es, metánoia, forma un conjunto que la tradición del Pueblo de Dios ya en la Antigua Alianza y después el mismo Cristo han vinculado, en cierto modo, a la oración, a la limosna y al ayuno.

¿Por qué al ayuno?

En este momento quizá nos vienen a la mente las palabras con que Jesús respondió a los discípulos de Juan Bautista, cuando le preguntaban: "¿Cómo es que tus discípulos no ayunan?". Jesús les contestó: "¿Por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos? Pero vendrán días en que les será arrebatado el esposo, y entonces ayunarán" (Mt 9, 15). De hecho, el tiempo de Cuaresma nos recuerda que el esposo nos ha sido arrebatado. Arrebatado, arrestado, encarcelado, abofeteado, flagelado, coronado de espinas, crucificado... El ayuno en el tiempo de Cuaresma es la expresión de nuestra solidaridad con Cristo. Tal ha sido el significado de la Cuaresma a través de los siglos y así permanece hoy.

"Mi amor está crucificado y no existe en mí más el fuego que desea las cosas materiales", como escribía el obispo de Antioquía, Ignacio, en la Carta a los romanos.

¿Por qué el ayuno?

Es necesario dar una respuesta más amplia y profunda a esta pregunta, para que quede clara la relación entre el ayuno y la “metánoia”, esto es, esa transformación espiritual que acerca el hombre a Dios. Trataremos, pues, de concentrarnos no sólo en la práctica de la abstinencia de comida o bebida —efectivamente, esto significa “el ayuno” en el sentido corriente—, sino en el significado más profundo de esta práctica que, por lo demás, puede y debe a veces ser “sustituida” por otras. La comida y la bebida son indispensables al hombre para vivir, se sirve y debe servirse de ellas; sin embargo, no le es lícito abusar de ellas de ninguna forma. El abstenerse, según la tradición, de la comida o bebida, tiene como fin introducir en la existencia del hombre no sólo el equilibrio necesario, sino también el desprendimiento de lo que se podría definir “actitud consumística”. Tal actitud ha venido a ser en nuestro tiempo una de las características de la civilización, y en particular de la civilización occidental. ¡La actitud consumística! El hombre orientado hacia los bienes materiales, múltiples bienes materiales, muy frecuentemente abusa de ellos. Cuando el hombre se orienta exclusivamente hacia la posesión y el uso de los bienes materiales, es decir, de las cosas, también entonces toda la civilización se mide según la cantidad y calidad de las cosas que están en condición de proveer al hombre, y no se mide con el metro adecuado al hombre. Esta civilización, en efecto, suministra los bienes materiales no sólo para que sirvan al hombre en orden a desarrollar las actividades creativas y útiles, sino cada vez más... para satisfacer los sentidos, la excitación que se deriva de ellos, el placer momentáneo, una multiplicidad de sensaciones cada vez mayor.

A veces se oye decir que el aumento excesivo de los medios audiovisuales en los países ricos no favorece siempre el desarrollo de la inteligencia, particularmente en los niños; al contrario, tal vez contribuye a frenar su desarrollo. El niño vive sólo de sensaciones, busca sensaciones siempre nuevas... Y así llega a ser, sin darse cuenta de ello, esclavo de esta pasión de hoy. Saciándose de sensaciones, queda con frecuencia intelectualmente pasivo; el entendimiento no se abre a la búsqueda de la verdad; la voluntad queda atada por la costumbre a la que no sabe oponerse.

De esto resulta que el hombre contemporáneo debe ayunar, es decir, abstenerse no sólo de la comida o bebida, sino de otros muchos medios de consumo, de estímulos, de satisfacción de los sentidos: ayunar significa abstenerse, renunciar a algo.

¿Por qué renunciar a algo? ¿Por qué privarse de ello? Ya hemos respondido en parte a esta cuestión. Sin embargo, la respuesta no será completa si no nos damos cuenta de que el hombre es él mismo también porque logra privarse de algo, porque es capaz de decirse a sí mismo: “no”. El hombre es un ser compuesto de cuerpo y alma. Algunos escritores contemporáneos presentan esta estructura compuesta del hombre bajo la forma de estratos; hablan, por ejemplo, de estratos exteriores en la superficie de nuestra personalidad, contraponiéndolos a los estratos en profundidad. Nuestra vida parece estar dividida en tales estratos y se desarrolla a través de ellos. Mientras los estratos superficiales están ligados a nuestra sensualidad, los estratos profundos, en cambio, son expresión de la espiritualidad del hombre, es decir, de la voluntad consciente, de la reflexión, de la conciencia, de la capacidad de vivir los valores superiores.

Esta imagen de la estructura de la personalidad humana puede servir para comprender el significado para el hombre del ayuno. No se trata aquí solamente del significado religioso, sino de un significado que se expresa a través de la así llamada “organización” del hombre como sujeto-persona. El hombre se desarrolla normalmente cuando los estratos más profundos de su personalidad encuentran una expresión suficiente, cuando el ámbito de sus intereses y de sus aspiraciones no se limita sólo a los estratos exteriores y superficiales, unidos a la sensualidad humana. Para favorecer tal desarrollo, debemos a veces desprendernos conscientemente de lo que sirve para satisfacer la sensualidad, es decir de los estratos exteriores superficiales. Debemos, pues, renunciar a todo lo que los “alimenta”.

He aquí brevemente la interpretación del ayuno hoy día

La renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para contenidos más profundos de los que “se alimenta” el hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los que está “hambriento” a su modo.

He aquí el significado “pleno” del ayuno en el lenguaje de hoy. Sin embargo, cuando leemos a los autores cristianos de la antigüedad o a los Padres de la Iglesia, encontramos en ellos la misma verdad, expresada frecuentemente con lenguaje tan “actual” que nos sorprende. Por ejemplo, dice San Pedro Crisólogo: "El ayuno es paz para el cuerpo, fuerza de las mentes, vigor de las almas", y más aún: "El ayuno es el timón de la vida humana y rige toda la nave de nuestro cuerpo". Y San Ambrosio responde así a las objeciones eventuales contra el ayuno: "La carne, por su condición mortal, tiene algunas concupiscencias propias: en sus relaciones con ella te está permitido el derecho de freno. Tu carne te está sometida (...): no seguir las solicitaciones de la carne hasta las cosas ilícitas, sino frenarlas un poco también por lo que respecta a las lícitas. En efecto, el que no se abstiene de ninguna cosa lícita, está muy cercano a las ilícitas". Incluso escritores que no pertenecen al cristianismo declaran la misma verdad. Esta verdad es de valor universal. Forma parte de la sabiduría universal de la vida.

Ahora ciertamente es más fácil para nosotros comprender por qué Cristo Señor y la Iglesia unen la llamada al ayuno con la penitencia, es decir, con la conversión. Para convertirnos a Dios es necesario descubrir en nosotros mismos lo que nos vuelve sensibles a cuanto pertenece a Dios, por lo tanto: los contenidos espirituales, los valores superiores que hablan a nuestro entendimiento, a nuestra conciencia, a nuestro “corazón” (según el lenguaje bíblico). Para abrirse a estos contenidos espirituales, a estos valores, es necesario desprenderse de cuanto sirve sólo al consumo, a la satisfacción de los sentidos. En la apertura de nuestra personalidad humana a Dios, el ayuno —entendido tanto en el modo “tradicional” como en el “actual”—, debe ir junto con la oración, porque ella nos dirige directamente hacia Él.

Por otra parte, el ayuno, esto es, la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo, confieren a la oración una eficacia mayor, que el hombre descubre en sí mismo. Efectivamente, descubre que es “diverso”, que es más “dueño de sí mismo”, que ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en cuanto la conversión y el encuentro con Dios, a través de la oración, fructifican en él.

Resulta claro de estas reflexiones nuestras de hoy que el ayuno no es sólo el “residuo” de una práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es también indispensable al hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo. Es necesario reflexionar profundamente sobre este tema, precisamente durante el tiempo de Cuaresma.

La imposición de la ceniza

(De la homilía del Papa Benedicto XVI del 1 de marzo de 2006)

La procesión penitencial, con la que hemos iniciado esta celebración, nos ha ayudado a entrar en el clima típico de la Cuaresma, que es una peregrinación personal y comunitaria de conversión y renovación espiritual. Según la antiquísima tradición romana de las "estaciones" cuaresmales, durante este tiempo los fieles, juntamente con los peregrinos, cada día se reúnen y hacen una parada —statio— en una de las muchas "memorias" de los mártires, que constituyen los cimientos de la Iglesia de Roma. En las basílicas, donde se exponen sus reliquias, se celebra la santa misa precedida por una procesión, durante la cual se cantan las letanías de los santos. Así se recuerda a los que con su sangre dieron testimonio de Cristo, y su evocación impulsa a cada cristiano a renovar su adhesión al Evangelio. A pesar del paso de los siglos, estos ritos conservan su valor, porque recuerdan cuán importante es, también en nuestros tiempos, acoger sin componendas las palabras de Jesús: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9, 23). 

Otro rito simbólico, gesto propio y exclusivo del primer día de Cuaresma, es la imposición de la ceniza. ¿Cuál es su significado más hondo? Ciertamente, no se trata de un mero ritualismo, sino de algo más profundo, que toca nuestro corazón. Nos ayuda a comprender la actualidad de la advertencia del profeta Joel, que recoge la primera lectura, una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras. 

En efecto, ¿de qué sirve —se pregunta el autor inspirado— rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia? Lo que cuenta, en realidad, es volver a Dios, con un corazón sinceramente arrepentido, para obtener su misericordia. Un corazón nuevo y un espíritu nuevo es lo que pedimos en el Salmo penitencial por excelencia, el Miserere, que hoy cantamos con el estribillo "Misericordia, Señor: hemos pecado". El verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la alegría y la esperanza. 

Otro aspecto de la espiritualidad cuaresmal es el que podríamos llamar "agonístico", y se refleja en la oración colecta de hoy, donde se habla de "armas" de la penitencia y de "combate" contra las fuerzas del mal. Cada día, pero especialmente en Cuaresma, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo libró en el desierto de Judá, donde durante cuarenta días fue tentado por el diablo, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre. 

Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que "hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte". 

Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que se deben usar las "armas" de la oración, el ayuno y la penitencia. Combatir contra el mal, contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético que todos los discípulos de Jesús están llamados a recorrer con humildad y paciencia, con generosidad y perseverancia. 

El dócil seguimiento del divino Maestro convierte a los cristianos en testigos y apóstoles de paz. Podríamos decir que esta actitud interior nos ayuda también a poner mejor de relieve cuál debe ser la respuesta cristiana a la violencia que amenaza la paz del mundo. Ciertamente, no es la venganza, ni el odio, ni tampoco la huida hacia un falso espiritualismo. La respuesta de los discípulos de Cristo consiste, más bien, en recorrer el camino elegido por él, que, ante los males de su tiempo y de todos los tiempos, abrazó decididamente la cruz, siguiendo el sendero más largo, pero eficaz, del amor. Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor. 

En la encíclica Deus caritas est quise presentar este amor como el secreto de nuestra conversión personal y eclesial. Comentando las palabras de san Pablo a los Corintios: "Nos apremia el amor de Cristo" (2 Co 5, 14), subrayé que "la conciencia de que en él Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para él y, con él, para los demás" (n. 33). 

El amor, como reafirma Jesús en el pasaje evangélico de hoy, debe traducirse después en gestos concretos en favor del prójimo, y en especial en favor de los pobres y los necesitados, subordinando siempre el valor de las "obras buenas" a la sinceridad de la relación con el "Padre celestial", que "ve en lo secreto" y "recompensará" a los que hacen el bien de modo humilde y desinteresado. 

La concreción del amor constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos, a los que Jesús estimula a ser luz del mundo, para que los hombres, al ver sus "buenas obras", glorifiquen a Dios. Esta recomendación llega a nosotros muy oportunamente al inicio de la Cuaresma, para que comprendamos cada vez mejor que "la caridad no es una especie de actividad de asistencia social, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Deus caritas est, 25). El verdadero amor se traduce en gestos que no excluyen a nadie, a ejemplo del buen samaritano, el cual, con gran apertura de espíritu, ayudó a un desconocido necesitado, al que encontró "por casualidad" a la vera del camino. 

En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos y creer en el Evangelio, y se nos invitará constantemente a abrir el espíritu a la fuerza de la gracia divina. Aprovechemos estas enseñanzas que nos dará en abundancia la Iglesia durante estas semanas. Animados por un fuerte compromiso de oración, decididos a un esfuerzo cada vez mayor de penitencia, de ayuno y de solicitud amorosa por los hermanos, encaminémonos hacia la Pascua, acompañados por la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo de Cristo.

¿Hasta cuándo, Señor?

(Del poeta español Ricardo León (1877-1943))
¿Hasta cuándo, Señor, en este olvido,
cárcel del alma, viviré? ¿Hasta cuándo

tu dulce rostro me estarán celando
la noche y las tinieblas del sentido?

¿Hasta cuándo, en las sombras oprimido,
con crudas ansias te andaré buscando,

mientras escucho el implacable bando
y de sus flechas el mortal silbido?

¡Mira y óyeme, oh Dios! Triste y herido
de amor y muerte, en las tinieblas ando

de la noche sin luz, desfallecido.

Pájaro ciego, errante y perseguido
que busca ansioso de tu pecho blando

las suaves plumas y el calor del nido.

Marcos 2,1-12: Hijo, tus pecados quedan perdonados


Cuando a los pocos días volvió Jesús a Cafarnaún, se supo que estaba en casa. Acudieron tantos, que no quedaba sitio ni a la puerta. El les proponía la Palabra. Llegaron cuatro llevando un paralítico, y como no podían meterlo por el gentío, levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico. Viendo Jesús la fe que tenían, le dijo al paralítico:

-Hijo, tus pecados quedan perdonados.

Unos letrados, que estaban allí sentados, pensaban para sus adentros:

-¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados fuera de Dios?

Jesús se dio cuenta de lo que pensaban y les dijo:

-¿Por qué pensáis eso? ¿Qué es más fácil: decirle al paralítico «tus pecados quedan perdonados» o decirle «levántate, coge la camilla y echa a andar»? Pues, para que veáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados...

Entonces le dijo al paralítico:

-Contigo hablo: Levántate, coge tu camilla y vete a tu casa.

Se levantó inmediatamente, cogió la camilla y salió a la vista de todos. Se quedaron atónitos y daban gloria a Dios diciendo:

-Nunca hemos visto una cosa igual.

REFLEXIÓN:

Luego de una jornada misionera de varios días, Jesús vuelve a la que parece haber establecido como una especie de base de operaciones en  Cafarnaún, probablemente en la casa de Pedro.

La redacción del texto del pasaje bíblico parece indicar que el Señor aspiraba descansar luego del extenuante trabajo; pero al enterarse de su presencia la multitud no lo permitió, abarrotando por completo el lugar; en procura de consuelo unos, de sanación otros, y de satisfacer su curiosidad algunos mas.

Precisamente de estos últimos, se encontraban presente unos letrados; probablemente venidos de Jerusalén, enviados para conocer e informar sobre el joven rabino de Galilea cuya fama de taumaturgo se estaba propagando vertiginosamente en toda la región y más allá.

Debido a esta reputación, el paralítico y los cuatro que le transportaban buscaban con afán llegar a la presencia del Señor en procura de sanación, pero la aglomeración de personas en la casa les impedía lograrlo por la puerta. No cediendo en su empeño ante la dificultad, desmantelan parte del tejado para hacer descender al enfermo al interior de la vivienda.

En muchas curaciones, el Señor requiere creer en él como paso previo; en este caso, ante la demostración de fe que ha dado el grupo del paralítico con el extraordinario esfuerzo para llegar ante él, Jesús comienza inmediatamente a sanar; pero la sanación traída por Cristo es integral, incluye el interior de la persona. "Hijo, tus pecados quedan perdonados" expresa la sanación espiritual dada por el Señor, liberando de la esclavitud del pecado antes de proceder a la curación física.

Es entonces que los letrados comienzan a poner en duda la ortodoxia de la doctrina de Jesús. Sólo Dios puede perdonar los pecados, razonan en su interior; lo cual es definitivamente cierto. Pero lo que no es cierto es que Jesús estuviese blasfemando al perdonar los pecados; es que la divinidad del Señor habría de ser revelada progresivamente por etapas, y sólo entendida mediante la acción del Espíritu Santo.

Para demostrar su poder de perdonar los pecados, Jesús efectúa algo comprobable inmediatamente: hace andar al paralítico. Esa polémica con los letrados, que recién acaba de empezar, no termina en ese momento; se prolongaría y recrudecería en el tiempo y habría de llevar finalmente a Jesús a juicio ante el sanedrín, con su correspondiente entrega a Pilato en procura de su condena a muerte.

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Líbrame

(De Soliloquios, de san Agustín de Hipona)

Dios, Creador de todas las cosas, dame primero la gracia de rogarte bien, después hazme digno de ser escuchado y, por último, líbrame. Oh Dios, por quien todas las cosas que por sí mismas no existirían, tienden al ser. Dios, que no permites que perezca ni lo que se destruye a sí mismo. Dios, que creaste de la nada este mundo, lo más bello que contemplan los ojos. Dios, que no eres autor de ningún mal y haces que lo malo no empeore. Dios, que a los pocos que en el verdadero ser buscan refugio les muestras que el mal sólo es privación de ser. Dios, por quien la universalidad de las cosas es perfecta, aun con los defectos que tiene. Dios, por quien hasta el confín del mundo nada es disonante, pues las cosas peores hacen armonía con las mejores. Dios, a quien ama todo lo que es capaz de amar, sea consciente o inconscientemente. Dios, en quien están todas las cosas, pero sin afearte con su fealdad ni dañarte con su malicia o extraviarte con su error. Dios, que sólo los limpios has querido que posean la verdad. Dios, Padre de la Verdad, Padre de la Sabiduría y de la vida verdadera y suma, Padre de la bienaventuranza, Padre de lo bueno y hermoso, Padre de la luz inteligible, Padre que nos despiertas y nos iluminas; Padre de la Prenda que nos enseña a volver a ti.

La Tradición apostólica

(De la Audiencia General del Papa Benedicto XVI del 3 de mayo de 2006)

En esta catequesis queremos comprender un poco lo que es la Iglesia. La última vez meditamos sobre el tema de la Tradición apostólica. Vimos que no es una colección de cosas, de palabras, como una caja de cosas muertas. La Tradición es el río de la vida nueva, que viene desde los orígenes, desde Cristo, hasta nosotros, y nos inserta en la historia de Dios con la humanidad. Este tema de la Tradición es tan importante que quisiera seguir reflexionando un poco más sobre él. En efecto, es de gran trascendencia para la vida de la Iglesia. 

El concilio Vaticano II destacó, al respecto, que la Tradición es apostólica ante todo en sus orígenes: "Dios, con suma benignidad, quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación (cf. 2 Co 1, 20 y 3,16 4,6), mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos" (Dei Verbum, 7). 

El Concilio prosigue afirmando que ese mandato lo cumplieron con fidelidad los Apóstoles, los cuales "con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó" (ib.). Con los Apóstoles, añade el Concilio, colaboraron también "otros de su generación, que pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo"

Los Apóstoles, jefes del Israel escatológico, que eran doce como las tribus del pueblo elegido, prosiguen la "recolección" iniciada por el Señor, y lo hacen ante todo transmitiendo fielmente el don recibido, la buena nueva del reino que vino a los hombres en Jesucristo. Su número no sólo expresa la continuidad con la santa raíz, el Israel de las doce tribus, sino también el destino universal de su ministerio, que llevaría la salvación hasta los últimos confines de la tierra. Se puede deducir del valor simbólico que tienen los números en el mundo semítico: doce es resultado de multiplicar tres,número perfecto, por cuatro, número que remite a los cuatro puntos cardinales y, por consiguiente, al mundo entero. 

La comunidad que nace del anuncio evangélico se reconoce convocada por la palabra de los primeros que vivieron la experiencia del Señor y fueron enviados por él. Sabe que puede contar con la guía de los Doce, así como con la de los que ellos van asociando progresivamente como sucesores en el ministerio de la Palabra y en el servicio a la comunión. Por consiguiente, la comunidad se siente comprometida a transmitir a otros la "alegre noticia" de la presencia actual del Señor y de su misterio pascual, operante en el Espíritu. 

Eso se pone claramente de manifiesto en algunos pasajes de las cartas de san Pablo: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí" (1 Co 15, 3). Y esto es importante. Como sabemos, san Pablo, llamado originariamente por Cristo con una vocación personal, es un verdadero Apóstol y, a pesar de ello, también para él cuenta fundamentalmente la fidelidad a lo que había recibido. No quería "inventar" un nuevo cristianismo, por llamarlo así, "paulino". Por eso, insiste: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí". Transmitió el don inicial que viene del Señor y es la verdad que salva. Luego, hacia el final de su vida, escribe a Timoteo: "Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros" (2 Tm 1, 14). 

También lo muestra con eficacia este antiguo testimonio de la fe cristiana, escrito por Tertuliano alrededor del año 200: "(Los Apóstoles) al principio afirmaron la fe en Jesucristo y establecieron Iglesias en Judea e inmediatamente después, esparcidos por el mundo, anunciaron la misma doctrina y una misma fe a las naciones; y luego fundaron Iglesias en cada ciudad. De estas tomaron las demás Iglesias la ramificación de su fe y las semillas de la doctrina, y la siguen tomando precisamente para ser Iglesias. De esta manera, también ellas se consideran apostólicas como descendientes de las Iglesias de los Apóstoles"

El concilio Vaticano II comenta: "Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida y su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree" (Dei Verbum, 8). La Iglesia transmite todo lo que es y lo que cree; lo transmite con el culto, con la vida y con la enseñanza. Así pues, la Tradición es el Evangelio vivo, anunciado por los Apóstoles en su integridad, según la plenitud de su experiencia única e irrepetible: por obra de ellos la fe se comunica a los demás, hasta nosotros, hasta el fin del mundo. 

Por consiguiente, la Tradición es la historia del Espíritu que actúa en la historia de la Iglesia a través de la mediación de los Apóstoles y de sus sucesores, en fiel continuidad con la experiencia de los orígenes. Es lo que precisa el Papa san Clemente Romano hacia finales del siglo I: "Los Apóstoles —escribe— nos predicaron el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado por Dios. En resumen, Cristo viene de Dios, y los Apóstoles de Cristo: una y otra cosa, por tanto, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. También nuestros Apóstoles tuvieron conocimiento, por inspiración de nuestro Señor Jesucristo, que se disputaría sobre la dignidad episcopal. Por esta causa, pues, previendo perfectamente el porvenir, establecieron a los elegidos y les dieron la orden de que, al morir ellos, otros que fueran varones probados les sucedieran en el ministerio" . 

Esta cadena del servicio prosigue hasta hoy, y proseguirá hasta el fin del mundo. En efecto, el mandato que dio Jesús a los Apóstoles fue transmitido por ellos a sus sucesores. Más allá de la experiencia del contacto personal con Cristo, experiencia única e irrepetible, los Apóstoles transmitieron a sus sucesores el envío solemne al mundo que recibieron del Maestro. 

La palabra Apóstol viene precisamente del verbo griego apostéllein, que quiere decir enviar. El envío apostólico —como muestra el texto de Mt 28, 19s— implica un servicio pastoral ("haced discípulos a todas las naciones..."), litúrgico ("bautizándolas...") y profético ("enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado"), garantizado por la presencia del Señor hasta la consumación del tiempo ("he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"). 

Así, aunque de manera diversa a la de los Apóstoles, también nosotros tenemos una verdadera experiencia personal de la presencia del Señor resucitado. A través del ministerio apostólico Cristo mismo llega así a quienes son llamados a la fe. La distancia de los siglos se supera y el Resucitado se presenta vivo y operante para nosotros, en el hoy de la Iglesia y del mundo. Esta es nuestra gran alegría. En el río vivo de la Tradición Cristo no está distante dos mil años, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la luz que nos permite vivir y encontrar el camino hacia el futuro.

Sólo Cristo enseña

(Del poeta español Lope de Vega (1562-1635))
Deseo de saber, tan propio al hombre,
con años de cuidado y diligencia
me ha tenido por una y otra ciencia
buscando fama y adquiriendo nombre.

¿Mas quién habrá, Señor, que no se asombre
de ver turbar la ciencia en tu presencia
de tantos que por física excelencia
quieren que el mundo los estime y nombre?

¡Qué necio en ciencias vanas me divierto!
Que, si los ojos a tu cruz levanto,
eres el arte más seguro y cierto.

¿Pero cómo, clavado, enseñas tanto?
Debe de ser que siempre estás abierto,
¡oh Cristo, oh ciencia eterna, oh libro santo!

El Señor, esperanza del pueblo

Salmo 122

A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.

Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores,
como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.

Catequesis de Juan Pablo II (de la Audiencia general del 15 de junio de 2005):

Jesús, en el evangelio, afirma con gran fuerza que el ojo es un símbolo que refleja el yo profundo, es un espejo del alma. Pues bien, el salmo 122, que se acaba de proclamar, incluye un entramado de miradas: el fiel eleva sus ojos hacia el Señor y espera una reacción divina, para captar un gesto de amor, una mirada de benevolencia. También nosotros elevamos nuestra mirada y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.

A menudo en el Salterio se habla de la mirada del Altísimo, el cual «observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Sal 13,2). El salmista, como hemos escuchado, utiliza la imagen del esclavo y de la esclava, que están pendientes de su señor a la espera de una decisión liberadora.

Aunque la escena corresponde a la situación del mundo antiguo y a sus estructuras sociales, la idea es clara y significativa: esa imagen, tomada del mundo del Oriente antiguo, quiere exaltar la adhesión del pobre, la esperanza del oprimido y la disponibilidad del justo con respecto al Señor.

El orante espera que las manos divinas se muevan, porque actúan según la justicia, destruyendo el mal. Por eso, en el Salterio el orante a menudo eleva los ojos hacia el Señor poniendo en él su esperanza: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red» (Sal 24,15), mientras «se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios» (Sal 68,4).

El salmo 122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la comunidad. En efecto, el Salmo pasa de la primera persona del singular -«A ti levanto mis ojos»- al plural «nuestros ojos» y «Dios mío, ten misericordia de nosotros». Se expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para derramar dones de justicia y libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los Números: «Ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,25-26).

La segunda parte del Salmo, caracterizada por la invocación: «Misericordia, Dios mío, misericordia», muestra cuán importante es la mirada amorosa de Dios. Está en continuidad con el final de la primera parte, donde se reafirma la confianza «en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia».

Los fieles necesitan una intervención de Dios, porque se encuentran en una situación lamentable de desprecio y burlas por parte de gente prepotente. El salmista utiliza aquí la imagen de la saciedad: «Estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos».

A la tradicional saciedad bíblica de alimento y de años, considerada un signo de la bendición divina, se opone una intolerable saciedad, constituida por una cantidad exorbitante de humillaciones. Y nos consta que hoy también numerosas naciones, numerosas personas realmente están saciadas de burlas, demasiado saciadas del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos. Pidamos por ellos y ayudemos a estos hermanos nuestros humillados.

Por eso, los justos han puesto su causa en manos del Señor y él no permanece indiferente a esos ojos implorantes, no ignora su invocación, y la nuestra, ni defrauda su esperanza.

Al final, demos la palabra a san Ambrosio, el gran arzobispo de Milán, el cual, con el espíritu del salmista, pondera poéticamente la obra que Dios realiza a favor nuestro en Jesús, nuestro Salvador: «Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si tienes sed, es fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si necesitas ayuda, es fuerza; si temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas alimento, es comida».

Llénalo de amor

(Del mexicano Amado Nervo (1870-1919))
Siempre que haya un hueco en tu vida,
llénalo de amor.

Adolescente, joven, viejo:
siempre que haya un hueco en tu vida,
llénalo de amor.
En cuanto sepas que tienes delante de ti un tiempo baldío,
ve a buscar amor.
No pienses: Sufriré.
No pienses: Me engañarán.
No pienses: Dudaré.
Ve, simplemente, diáfanamente, regocijadamente,
en busca del amor.
Qué índole de amor?
No importa.
Todo amor está lleno de excelencia y de nobleza.
Ama como puedas, ama a quien puedas, ama todo lo que puedas...
pero ama siempre.
No te preocupes de la finalidad del amor.
Él lleva en sí mismo su finalidad.
No te juzgues incompleto porque no responden a tus ternuras;
el amor lleva en sí su propia plenitud.

Siempre que haya un hueco en tu vida,
llénalo de amor!

Marcos 1,40-45: Curación de un leproso


En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:

-Si quieres, puedes limpiarme.

Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo:

-Quiero: queda limpio.

La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. El lo despidió, encargándole severamente:

-No se lo digas. a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.

Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

REFLEXIÓN:

El encuentro de este leproso con Jesús presenta rasgos particulares que permiten entender algo la personalidad del joven Maestro que recién acababa de comenzar su ministerio.

Aunque este es todavía uno de sus primeros milagros, el incipiente rabino ya había realizado algunas curaciones en varias localidades de la región, y su fama comenzaba a esparcirse discretamente.

Ahora se encuentra con un caso mayor: un leproso. La lepra, considerada en el ambiente judío como relacionada con el pecado, debido al aspecto de la piel y a su casi incurabilidad, había alcanzado en la cultura israelita características que hacían que los enfermos fueran segregados de la comunidad y apartados como individuos impuros cuyo contacto y cercanía estaban vedados por la ley.

La prohibición del acercamiento era para ambas partes; el enfermo tenía que vivir en las afueras de la ciudad, aislado de sus familiares y de la sociedad; en tanto que si por cualquier razón alguien entraba en contacto con el enfermo, incurría en impureza y tenía que ser sometido a un rigoroso ritual de purificación.

De modo que el acercamiento de este leproso a Jesús es completamente violatorio a las prescripciones de entonces. Parece que lo que ha escuchado del Maestro lo impulsan a violar la prohibición. Su acto es acompañado de una expresión de confianza: "Si quieres, puedes limpiarme".

Más desconcertante todavía es la actitud de Jesús. Se entiende la lástima, que es misericordia y compasión por la desgraciada vida a que está sometido este hombre que tiene que cargar con el rechazo y el aislamiento de por vida.

Esa lástima, que se traduce en amor, lleva al Señor a hacer un gesto impresionante: "extendió la mano y lo tocó". A Jesús no le importa asumir la impureza ritual con que se condena al que se acerca o toca al leproso; lo hace en señal de acogida y misericordia con este pobre hombre y su penosa situación.

La misericordia de Dios no se queda sólo en la intención; el gesto de Jesús es acompañado de sus palabras: "Quiero, queda limpio", con las que la acción sanadora actúa milagrosamente en el leproso. La intención de Jesús no ha sido violar la ley, sino ponerla al servicio del hombre y de su relación con Dios. Por eso lo envía a dar cumplimiento de lo que ésta prescribe, y lo envía al sacerdote.

Consciente de que requiere un tiempo para el desarrollo de su misión, y que una inadecuada interpretación de ésta podría dificultarla, Jesús insiste finalmente, aunque sin éxito, en lo que ha sido llamado por muchos "el secreto mesiánico", pidiendo al sanado que no divulgue el milagro.

Igual que ayer, Jesús sigue sanando hoy; por eso también nosotros le pedimos que sane nuestras enfermedades físicas. Pidamos al Señor que nuestras "lepras" sean curadas por él; que además de ayudarnos a vencer la "lepra" del pecado, sane en nosotros la "lepra" de la indiferencia a los marginados y la "lepra" de la vida alejada de Dios.

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La verdad habla dentro del alma sin sonido de palabras

(De la "La Imitación de Cristo" por Tomás de Kempis)

Habla, Señor, porque tu siervo escucha. Yo soy tu siervo, dame entendimiento, para que sepa tus verdades. Inclina mi corazón a las palabras de tu boca: descienda tu habla así como rocío.

Decían en otro tiempo los hijos de Israel a Moisés: Háblanos tú y oiremos: no nos hable el Señor, porque quizá moriremos. No así, Señor, no así te ruego: sino más bien como el Profeta Samuel, con humildad y deseo te suplico: Habla, Señor, pues tu siervo oye.

No me hable Moisés, ni alguno de los Profetas; sino bien háblame Tú, Señor Dios, inspirador y alumbrador de todos los Profetas: pues Tú solo sin ellos me puedes enseñar perfectamente; pero ellos sin Ti ninguna cosa aprovecharán.

Es verdad que pueden pronunciar palabras; mas no dan espíritu. Elegantemente hablan; mas callando Tú no encienden el corazón. Dicen la letra; mas Tú abres el sentido. Predican misterios; mas Tú ayudas a cumplirlos. Muestran el camino; pero Tú das esfuerzo para andarlo.

Ellos obran por de fuera solamente; pero Tú instruyes y alumbras los corazones. Ellos riegan la superficie; mas Tú das la fertilidad. Ellos dan voces; pero Tú haces que el oído las perciba.

No me hable, pues, Moisés, sino Tú, Señor Dios mío, eterna verdad, para que por desgracia no muera y quede sin fruto, si solamente fuere enseñado de fuera y no encendido por adentro.

No me sea para condenación la palabra oída y no obrada, conocida y no amada, creída y no guardada.

Habla, pues, Tú, Señor; pues tu siervo oye, ya que tienes palabras de vida eterna.

Háblame para dar algún consuelo a mi alma, para la enmienda de toda mi vida, y para eterna alabanza, honra y gloria tuya.

La Tradición, comunión en el tiempo

(De la Audiencia General del Papa Benedicto XVI del 26 de abril de 2006)

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones. 

Por consiguiente, tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica —estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo. 

Así nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria. La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella—a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico. 

Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los Apóstoles la tarea de hacer discípulos a todas las naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos. 

Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo. ¿Quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles —jefes del Israel escatológico— y a través de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara: el Espíritu Santo. 

Los Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado: "Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 48 s). "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). Y esta promesa, al inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: "Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hch 5, 32). 

Por consiguiente, es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio. Es interesante constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias, en otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey. 

Así, la acción del Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28); la Iglesia crece y camina "en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo" (Hch 9, 31). 

Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él. 

La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie por la piedra angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu Santo: "Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (Ef 2, 19-22). 

Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre. 

Así pues, concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que hemos escuchado al inicio de labios del lector: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).

Entrega total

(De Cristina de Arteaga, religiosa y escritora española (1902-1984))
¡Hazlo Tú todo en mí! Que yo me preste
a tu acción interior, pura y callada.
Hazlo Tú todo en mí, que aunque me cueste
me dejaré labrar sin decir nada.

¡Hazlo Tú todo en mí! Que yo te sienta
ser en mí dirección y disciplina.
Hazlo Tú todo en mí. Que estoy sedienta
de ser canal de tu virtud divina.

Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo

(Del compendio del Catecismo de la Iglesia Católica)

¿Por qué el Hijo de Dios se hizo hombre?

El Hijo de Dios se encarnó en el seno de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, por nosotros los hombres y por nuestra salvación: es decir, para reconciliarnos a nosotros pecadores con Dios, darnos a conocer su amor infinito, ser nuestro modelo de santidad y hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4).

¿Qué significa la palabra “Encarnación”?

La Iglesia llama “Encarnación” al misterio de la unión admirable de la naturaleza divina y la naturaleza humana de Jesús en la única Persona divina del Verbo. Para llevar a cabo nuestra salvación, el Hijo de Dios se ha hecho “carne” (Jn 1, 14), haciéndose verdaderamente hombre. La fe en la Encarnación es signo distintivo de la fe cristiana.

¿De qué modo Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre?

En la unidad de su Persona divina, Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, de manera indivisible. Él, Hijo de Dios, “engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre”, se ha hecho verdaderamente hombre, hermano nuestro, sin dejar con ello de ser Dios, nuestro Señor.

¿Qué enseña a este propósito el Concilio de Calcedonia (año 451)?

El Concilio de Calcedonia enseña que “hay que confesar a un solo y mismo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, compuesto de alma racional y de cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad; “en todo semejante a nosotros, menos en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad y, por nosotros y nuestra salvación, nacido en estos últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad”.

¿Cómo expresa la Iglesia el misterio de la Encarnación?

La Iglesia expresa el misterio de la Encarnación afirmando que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre; con dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la Persona del Verbo. Por tanto, todo en la humanidad de Jesús –milagros, sufrimientos y la misma muerte– debe ser atribuido a su Persona divina, que obra a través de la naturaleza humana que ha asumido.

“¡Oh Hijo Unigénito y Verbo de Dios! Tú que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa Madre de Dios y siempre Virgen María. Tú, Uno de la Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Espíritu Santo, ¡sálvanos!” (Liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo).

¿Tenía el Hijo de Dios hecho hombre un alma con inteligencia humana?

El Hijo de Dios asumió un cuerpo dotado de un alma racional humana. Con su inteligencia humana Jesús aprendió muchas cosas mediante la experiencia. Pero, también como hombre, el Hijo de Dios tenía un conocimiento íntimo e inmediato de Dios su Padre. Penetraba asimismo los pensamientos secretos de los hombres y conocía plenamente los designios eternos que Él había venido a revelar.

¿Cómo concordaban las dos voluntades del Verbo encarnado?

Jesús tenía una voluntad divina y una voluntad humana. En su vida terrena, el Hijo de Dios ha querido humanamente lo que Él ha decidido divinamente junto con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación. La voluntad humana de Cristo sigue, sin oposición o resistencia, su voluntad divina, y está subordinada a ella.

¿Tenía Cristo un verdadero cuerpo humano?

Cristo asumió un verdadero cuerpo humano, mediante el cual Dios invisible se hizo visible. Por esta razón, Cristo puede ser representado y venerado en las sagradas imágenes.

¿Qué representa el Corazón de Jesús?

Cristo nos ha conocido y amado con un corazón humano. Su Corazón traspasado por nuestra salvación es el símbolo del amor infinito que Él tiene al Padre y a cada uno de los hombres.

¿Qué significa la expresión “concebido por obra y gracia del Espíritu Santo”?

Que Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo significa que la Virgen María concibió al Hijo eterno en su seno por obra del Espíritu Santo y sin la colaboración de varón: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35), le dijo el ángel en la Anunciación.