Lucas 2,16-21: Santa María, Madre de Dios


En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño.

Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.

Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.

Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

REFLEXIÓN: (De la homilía del Papa Benedicto XVI el 1 de enero de 2011)

Todavía inmersos en el clima espiritual de la Navidad, en la que hemos contemplado el misterio del nacimiento de Cristo, con los mismos sentimientos celebramos hoy a la Virgen María, a quien la Iglesia venera como Madre de Dios, porque dio carne al Hijo del Padre eterno. Las lecturas bíblicas de esta solemnidad ponen el acento principalmente en el Hijo de Dios hecho hombre y en el «nombre» del Señor. La primera lectura nos presenta la solemne bendición que pronunciaban los sacerdotes sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas: está marcada precisamente por el nombre del Señor, que se repite tres veces, como para expresar la plenitud y la fuerza que deriva de esa invocación. En efecto, este texto de bendición litúrgica evoca la riqueza de gracia y de paz que Dios da al hombre, con una disposición benévola respecto a este, y que se manifiesta con el «resplandecer» del rostro divino y el «dirigirlo» hacia nosotros.

La Iglesia vuelve a escuchar hoy estas palabras, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año que acaba de comenzar, con la conciencia de que, ante los trágicos acontecimientos que marcan la historia, ante las lógicas de guerra que lamentablemente todavía no se han superado totalmente, sólo Dios puede tocar profundamente el alma humana y asegurar esperanza y paz a la humanidad. De hecho, ya es una tradición consolidada que en el primer día del año la Iglesia, presente en todo el mundo, eleve una oración coral para invocar la paz. Es bueno iniciar un emprendiendo decididamente la senda de la paz. Hoy, queremos recoger el grito de tantos hombres, mujeres, niños y ancianos víctimas de la guerra, que es el rostro más horrendo y violento de la historia. Hoy rezamos a fin de que la paz, que los ángeles anunciaron a los pastores la noche de Navidad, llegue a todos los rincones del mundo: «Super terram pax in hominibus bonae voluntatis» (Lc 2, 14). Por esto, especialmente con nuestra oración, queremos ayudar a todo hombre y a todo pueblo, en particular a cuantos tienen responsabilidades de gobierno, a avanzar de modo cada vez más decidido por el camino de la paz.

En la segunda lectura, san Pablo resume en la adopción filial la obra de salvación realizada por Cristo, en la cual está como engarzada la figura de María. Gracias a ella el Hijo de Dios, «nacido de mujer» (Ga 4, 4), pudo venir al mundo como verdadero hombre, en la plenitud de los tiempos. Ese cumplimiento, esa plenitud, atañe al pasado y a las esperas mesiánicas, que se realizan, pero, al mismo tiempo, también se refiere a la plenitud en sentido absoluto: en el Verbo hecho carne Dios dijo su Palabra última y definitiva. En el umbral de un año nuevo, resuena así la invitación a caminar con alegría hacia la luz del «sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78), puesto que en la perspectiva cristiana todo el tiempo está habitado por Dios, no hay futuro que no sea en la dirección de Cristo y no existe plenitud fuera de la de Cristo.

El pasaje del Evangelio de hoy termina con la imposición del nombre de Jesús, mientras María participa en silencio, meditando en su corazón sobre el misterio de su Hijo, que de modo completamente singular es don de Dios. Pero el pasaje evangélico que hemos escuchado hace hincapié especialmente en los pastores, que se volvieron «glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto» (Lc 2, 20). El ángel les había anunciado que en la ciudad de David, es decir, en Belén había nacido el Salvador y que iban a encontrar la señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al Niño. Notemos que el Evangelista habla de la maternidad de María a partir del Hijo, de ese «niño envuelto en pañales», porque es él —el Verbo de Dios— el punto de referencia, el centro del acontecimiento que está teniendo lugar, y es él quien hace que la maternidad de María se califique como «divina».

Esta atención predominante que las lecturas de hoy dedican al «Hijo», a Jesús, no reduce el papel de la Madre; más aún, la sitúa en la perspectiva correcta: en efecto, María es verdadera Madre de Dios precisamente en virtud de su relación total con Cristo. Por tanto, glorificando al Hijo se honra a la Madre y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. El título de «Madre de Dios», que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión única de la Virgen santísima en la historia de la salvación: misión que está en la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano le profesa. En efecto, María no recibió el don de Dios sólo para ella, sino para llevarlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la salvación eterna. Y María ofrece continuamente su mediación al pueblo de Dios peregrino en la historia hacia la eternidad, como en otro tiempo la ofreció a los pastores de Belén. Ella, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, sigue dando a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu. Por esto es considerada madre de todo hombre que nace a la Gracia y a la vez se la invoca como Madre de la Iglesia.