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Fundemos en Cristo nuestra fe

(Comentario de Epifanio el Latino)

Puesto que un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos, se sigue que por el fruto se conoce al árbol. Si, pues, somos árboles sanos, es decir, hombres justos, piadosos, fieles, misericordiosos, demos frutos de santidad y justicia, ya que si fuéramos árboles dañados, esto es, hombres impíos, dolosos, codiciosos y pecadores seríamos talados, se entiende, por la divina espada de dos filos en el día del juicio, y arrojados al fuego eterno. Allá se hará el discernimiento del bien y el mal, como habéis oído en la presente lectura: El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.

Por eso, nuestro Señor que nos quiere inconmovibles hasta el fin y salvos para siempre, no a través del ocio sino a través de la fatiga, después de todas las bienaventuranzas y de los innumerables preceptos, concluyó su discurso con esta parábola, para enseñarnos que será salvo, quien perseverare hasta el fin.

En la casa edificada sobre roca, que ninguna adversa tempestad consiguió abatir, quiso significar nuestra firme fe en Cristo, que ninguna tentación diabólica es capaz de conmover. Sólo luchando contra el diablo con armas espirituales, mereceremos —vencido el enemigo— recibir la corona. La casa es, pues, la santa Iglesia —o nuestra fe—, cimentada sobre el nombre de Cristo, como el mismo Señor dijo al bienaventurado apóstol Pedro: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará.

Por tanto, mientras nos está permitido edificar, cimentemos en Cristo nuestra fe y enriquezcámonos interiormente con obras santas, para que, cuando llegue la tempestad –que es el enemigo solapado–, más que destruirnos, sufra él una derrota. Y ahora mismo el enemigo está entre nosotros, se oculta en lo íntimo del corazón, como dice el Apóstol: Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Por lo cual, amados míos, quien en la prosperidad hubiere edificado sabia y sólidamente, en la adversidad es hallado no sólo más fuerte sino también más digno de alabanza, porque, una vez aquilatado, recibirá la corona de la vida, que el Señor ha prometido a los que lo aman.

Por lo tanto, amadísimos, vigilemos, actuemos denodadamente, trabajemos para que, con la ayuda de Cristo, superemos lo adverso y consigamos la prosperidad eterna.

Sobre la fe de los apóstoles

(Del tratado de Balduino de Cantorbery, sobre el sacramento del altar)

Entre los discípulos de Cristo había quienes creían y quienes no creían, y entre los no creyentes se encontraba Judas, que lo iba entregar. Cristo los conocía a todos: a los creyentes y a los incrédulos; al que lo iba a entregar y a los que iban a separarse de él.

Pero antes que se separen los que han de dejarlo, les aclara que la fe no es de todos, sino de aquellos a quienes el Padre les concede acercarse a él. Pues el misterio de la fe no puede revelarlo nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo. Es él quien a unos otorga el don de creer y a otros no. Por qué a algunos no les otorga este don, él lo sabe: a nosotros no nos es dado saberlo; y ante una realidad tan incomprensible y tan escondida a nuestros ojos, no nos cabe otra posibilidad que exclamar y decir llenos de admiración: ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!

Muchos de los discípulos que no habían creído se echa-ron atrás y se fueron, no en pos de Jesús sino en pos de Satanás. Entonces dijo Jesús a los Doce que se habían quedado con él: ¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Si nos apartamos de ti, ¿dónde encontraremos la vida y la verdad?, ¿dónde encontraremos al autor de la vida?, ¿dónde a un doctor de la verdad como tú? Tú tienes palabras de vida eterna. Tus palabras, escuchadas con reverencia y conservadas con fe profunda, dan la vida eterna. Tus palabras nos prometen la vida eterna mediante la administración de tu cuerpo y de tu sangre.

Y nosotros, dando fe a tus palabras, creemos y sabemos que tú mismo eres el Mesías, el Hijo de Dios; es decir, creemos que tú eres la vida eterna, y que en tu carne y en tu sangre no nos das sino lo que tú eres. Creemos —dice— y sabemos que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; esto es, creemos y sabemos que tú eres el Hijo de Dios; por tanto, es normal que tú tengas palabras de vida eterna, y todo lo que has dicho respecto a comer tu carne y a beber tu sangre, creemos y sabemos que es verdad, porque tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.

No dijo sabemos y creemos, sino creemos y sabemos Esto puede entenderse de aquel conocimiento que se va formando en la mente mediante el crecimiento de la fe. De este conocimiento está escrito: Si no creéis, no podréis comprender. Ya la misma fe es cierto conocimiento incluso en aquellos que creen simplemente, sin comprender las razones de la fe. En cambio, el conocimiento que llega a ser formulado en conceptos es propio de aquellos que con la práctica tienen una sensibilidad entrenada para conocer más plenamente las razones de la fe, siempre prontos para dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza a todo el que se la pidiere.