(Del tratado de Balduino de Cantorbery, sobre el sacramento del altar)
Entre los discípulos de Cristo había quienes creían y quienes no creían, y entre los no creyentes se encontraba Judas, que lo iba entregar. Cristo los conocía a todos: a los creyentes y a los incrédulos; al que lo iba a entregar y a los que iban a separarse de él.
Pero antes que se separen los que han de dejarlo, les aclara que la fe no es de todos, sino de aquellos a quienes el Padre les concede acercarse a él. Pues el misterio de la fe no puede revelarlo nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo. Es él quien a unos otorga el don de creer y a otros no. Por qué a algunos no les otorga este don, él lo sabe: a nosotros no nos es dado saberlo; y ante una realidad tan incomprensible y tan escondida a nuestros ojos, no nos cabe otra posibilidad que exclamar y decir llenos de admiración: ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!
Muchos de los discípulos que no habían creído se echa-ron atrás y se fueron, no en pos de Jesús sino en pos de Satanás. Entonces dijo Jesús a los Doce que se habían quedado con él: ¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Si nos apartamos de ti, ¿dónde encontraremos la vida y la verdad?, ¿dónde encontraremos al autor de la vida?, ¿dónde a un doctor de la verdad como tú? Tú tienes palabras de vida eterna. Tus palabras, escuchadas con reverencia y conservadas con fe profunda, dan la vida eterna. Tus palabras nos prometen la vida eterna mediante la administración de tu cuerpo y de tu sangre.
Y nosotros, dando fe a tus palabras, creemos y sabemos que tú mismo eres el Mesías, el Hijo de Dios; es decir, creemos que tú eres la vida eterna, y que en tu carne y en tu sangre no nos das sino lo que tú eres. Creemos —dice— y sabemos que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; esto es, creemos y sabemos que tú eres el Hijo de Dios; por tanto, es normal que tú tengas palabras de vida eterna, y todo lo que has dicho respecto a comer tu carne y a beber tu sangre, creemos y sabemos que es verdad, porque tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.
No dijo sabemos y creemos, sino creemos y sabemos Esto puede entenderse de aquel conocimiento que se va formando en la mente mediante el crecimiento de la fe. De este conocimiento está escrito: Si no creéis, no podréis comprender. Ya la misma fe es cierto conocimiento incluso en aquellos que creen simplemente, sin comprender las razones de la fe. En cambio, el conocimiento que llega a ser formulado en conceptos es propio de aquellos que con la práctica tienen una sensibilidad entrenada para conocer más plenamente las razones de la fe, siempre prontos para dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza a todo el que se la pidiere.
Entre los discípulos de Cristo había quienes creían y quienes no creían, y entre los no creyentes se encontraba Judas, que lo iba entregar. Cristo los conocía a todos: a los creyentes y a los incrédulos; al que lo iba a entregar y a los que iban a separarse de él.
Pero antes que se separen los que han de dejarlo, les aclara que la fe no es de todos, sino de aquellos a quienes el Padre les concede acercarse a él. Pues el misterio de la fe no puede revelarlo nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo. Es él quien a unos otorga el don de creer y a otros no. Por qué a algunos no les otorga este don, él lo sabe: a nosotros no nos es dado saberlo; y ante una realidad tan incomprensible y tan escondida a nuestros ojos, no nos cabe otra posibilidad que exclamar y decir llenos de admiración: ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!
Muchos de los discípulos que no habían creído se echa-ron atrás y se fueron, no en pos de Jesús sino en pos de Satanás. Entonces dijo Jesús a los Doce que se habían quedado con él: ¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Si nos apartamos de ti, ¿dónde encontraremos la vida y la verdad?, ¿dónde encontraremos al autor de la vida?, ¿dónde a un doctor de la verdad como tú? Tú tienes palabras de vida eterna. Tus palabras, escuchadas con reverencia y conservadas con fe profunda, dan la vida eterna. Tus palabras nos prometen la vida eterna mediante la administración de tu cuerpo y de tu sangre.
Y nosotros, dando fe a tus palabras, creemos y sabemos que tú mismo eres el Mesías, el Hijo de Dios; es decir, creemos que tú eres la vida eterna, y que en tu carne y en tu sangre no nos das sino lo que tú eres. Creemos —dice— y sabemos que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; esto es, creemos y sabemos que tú eres el Hijo de Dios; por tanto, es normal que tú tengas palabras de vida eterna, y todo lo que has dicho respecto a comer tu carne y a beber tu sangre, creemos y sabemos que es verdad, porque tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.
No dijo sabemos y creemos, sino creemos y sabemos Esto puede entenderse de aquel conocimiento que se va formando en la mente mediante el crecimiento de la fe. De este conocimiento está escrito: Si no creéis, no podréis comprender. Ya la misma fe es cierto conocimiento incluso en aquellos que creen simplemente, sin comprender las razones de la fe. En cambio, el conocimiento que llega a ser formulado en conceptos es propio de aquellos que con la práctica tienen una sensibilidad entrenada para conocer más plenamente las razones de la fe, siempre prontos para dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza a todo el que se la pidiere.