En aquel tiempo, se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y, como faltara vino, porque se había acabado el vino de la boda, le dice a Jesús su madre:
No tienen vino.
Jesús le responde:
¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora.
Dice su madre a los sirvientes:
Hagan lo que Él les diga.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús:
Llenen las tinajas de agua.
Y las llenaron hasta arriba. Les dice Jesús:
Sáquenlo ahora y llévenlo al maestresala.
Ellos lo llevaron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice:
Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora.
Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en Él sus discípulos. Después bajó a Cafarnaúm con su madre y sus hermanos y sus discípulos, pero no se quedaron allí muchos días.
REFLEXIÓN:
Lo que pasa en la boda de Caná que se narra en este Evangelio es muchísimo más que una pareja de recién casados que se libra milagrosamente de pasar la tremenda vergüenza de no poder satisfacer a los asistentes con el acostumbrado espléndido y prolongado brindis nupcial característico de ese tipo de eventos en esa época, cultura y región.
Es que Jesús está consciente de que Él mismo ha venido para participar en una regia boda en la que su función es central: Él será el Novio que desposará a la humanidad que vino a salvar. La llegada de Dios para liberar a su pueblo había sido predicha proféticamente con la figura de una unión matrimonial cuya celebración habría de ser grandiosa con gran abundancia del mejor vino.
Pero Jesús también sabe que todavía no ha llegado la hora de esa boda; apenas comienza a integrar al grupo de hombres a quienes luego formará como discípulos para que colaboren con Él después de que acontezca el banquete de su propia boda. Por eso es la expresión aclaratoria a su madre, que no es una negación al pedido que ésta insinúa, ya que luego la complace.
Los discípulos que acompañaban a Jesús no podían entender eso de "mi hora"; de hecho no lo entenderían en ninguna de las numerosas ocasiones en que oyeron las alusiones de Jesús a la cruz; pero la "señal", como el evangelista Juan llama a los milagros de Jesús, de convertir el agua en un buen y abundante vino en Caná de Galilea les llevó a entender que su Maestro no era un maestro ordinario como muchos otros, sino que ciertamente Dios estaba actuando de una manera íntima y muy especial en Él; es decir, pudieron percibir desde entonces el reflejo de su gloria, por lo que creyeron en Él.
Unos tres años después, efectivamente llegó la hora mencionada por Jesús; fue la nona de un día sangriento, y en ella tuvo efecto la consumación de la propia boda del Señor con nosotros, la rebelde raza humana que Él vino a salvar al convertirla en su afortunada esposa; el acto nupcial culminó con la plena manifestación de su gloria al tercer día de haber comenzado.
Hoy, en cada Eucaristía en que participamos, nosotros actualizamos ese momento nupcial siendo partícipes de la boda del Cordero, de la que el evento de Caná fue, ya luminoso, un centelleo glorioso dado en anticipo.
Clic aquí para ir a la Lectio Divina para este Evangelio
Clic aquí para ver homilías de otros Evangelios