El infierno como odio

(De "Semillas de contemplación" por Thomas Merton)

El infierno está donde nadie tiene nada en común con otro alguno, excepto el odiarse todos uno a otro y no poder separarse unos de otros ni de sí mismos. Están todos revueltos en su fuego, y cada uno intenta apartar a los otros de sí con un odio enorme, impotente. Y la razón porque desean estar libres unos de otros no es tanto el odiar lo que ven en otros como el saber que los otros odian lo que ven en ellos; y todos, uno en otro, reconocen lo que detestan en sí mismos, egoísmo e impotencia, angustia, terror y desesperación.

El árbol se conoce por sus frutos. Si quieres comprender la historia social y política de las naciones modernas, estudia el infierno.

Y sin embargo el mundo, con todas sus guerras, no es aún el infierno. Y la historia, por terrible que sea, tiene otro sentido, más profundo. Pues no es el mal de la historia lo que le da importancia y no es el mal de nuestro tiempo aquello por lo cual nuestro tiempo puede ser comprendido. En la hoguera de la guerra y el odio, la Ciudad de aquellos que se aman es fundida y unida en el heroísmo de la caridad bajo el sufrimiento, mientras que la ciudad de aquellos que lo odian todo es deshecha y dispersada, y sus ciudadanos lanzados en todas direcciones, como chispas, humo y llamas.

Nuestro Dios es también un fuego devorador. Y si nosotros, por el amor, nos transformamos en Él y ardemos como Él arde, su fuego será nuestro pozo eterno. Pero si rechazamos su amor y permanecemos en la frialdad del pecado y la oposición a Él y a los demás hombres, entonces su fuego (elegido por nosotros más bien que por Él) se convertirá en nuestro eterno enemigo; y el Amor, en vez de ser nuestro gozo, será nuestro tormento y nuestra destrucción.

Cuando amamos la voluntad de Dios, lo hallamos y reconocemos Su gozo en todas las cosas. Pero cuando estamos contra Dios, esto es, cuando nos amamos a nosotros mismos más que a Él, todas las cosas se nos vuelven enemigas. No pueden dejar de rehusamos la ilícita satisfacción que nuestro egoísmo les exige, porque la infinita generosidad de Dios es la ley de toda esencia creada y está impresa en todo lo que Él ha hecho y sólo puede ser amiga de Su generosidad que es también la ley fundamental de la vida de los hombres.

No hay nada que interese en el pecado, ni en el mal en su calidad de mal.

Y ese mal no es un ente positivo, sino la falta de una perfección que debería existir.

El pecado, como tal, es esencialmente aburrido, porque es la falta de algo que podría atraer nuestra voluntad y nuestro espíritu.

Lo que atrae a los hombres a los actos malos no es el mal, sino el bien que hay en ellos, visto bajo falso aspecto y con torcida perspectiva. Y el bien que se ve de este modo es sólo el cebo de la trampa. Cuando quieres alcanzarlo, salta la trampa y sólo te queda el asco, el hastío.., y el odio. Los pecadores son gente que lo odian todo, porque su mundo está necesariamente lleno de traición, lleno de engaño, lleno de decepción. Y los máximos pecadores son la gente más tediosa del mundo, porque es también la que más se aburre y la que encuentra más tedio en la vida.

Cuando intentan cubrir el tedio de la vida con ruido, excitación, agitación y violencia (inevitables frutos de una vida dedicada al amor de valores que no existen), se convierten en algo más que tediosos: son azotes del mundo y la sociedad. Y ser azotado no es meramente algo insulso y tedioso.

Sin embargo, cuando terminó todo y han muerto, el rastro de sus pecados en la historia se vuelve extremadamente falto de interés y se inflige a los escolares como penitencia, que es tanto más cruel cuanto que hasta un niño de ocho años puede notar fácilmente la inutilidad de aprender los hechos de gente como Hitler y Napoleón.