El alma quiere a Dios a toda costa.
Si hay que abandonarlo todo, lo abandonará todo;
si perderlo todo, lo perderá todo.
Dejará su manto, que después de todo no es de ella, en las manos de quienes quieran detenerla.
Renunciará sin dolor a sus maneras propias de sentir, de pensar y de querer,
como a un equipaje pesado y molesto.
No pedirá ningún goce a nada.
No pensará ya en ninguna cosa del mundo.
No volverá a utilizar las ideas, sin duda justas, pero deficientísimas, que se hacía de su Dios.
Se contentará con la fe.
Y ya no querrá aquí abajo nada más,