-El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante en perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.
El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
-¿Entendéis bien todo esto?
Ellos le contestaron:
-Sí.
El les dijo:
-Ya veis, un letrado que entiende del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.
REFLEXIÓN (de la homilía del padre Raniero Cantalamessa):
¿Qué quería decir Jesús con las dos parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa? Más o menos esto. Ha sonado la hora decisiva de la historia. ¡Ha aparecido en la tierra el Reino de Dios! Concretamente, se trata de él, de su venida a la tierra. El tesoro escondido, la perla preciosa, no es otra cosa sino Jesús. Es como si Jesús con esas parábolas quisiera decir: la salvación ha llegado a vosotros gratuitamente, por iniciativa de Dios, tomad la decisión, aferradla, no la dejéis escapar. Este es tiempo de decisión.
Me viene a la mente lo que ocurrió el día en que terminó la segunda guerra mundial. En la ciudad, los partisanos o los aliados abrieron los almacenes de provisiones dejados por el ejército alemán en retirada. En un santiamén la noticia llegó a los campos y todos a la carrera fueron a conseguir esos bienes, volviendo cargados unos con mantas, otros con cestas de productos alimenticios. Pienso que Jesús con esas dos parábolas quería crear un clima semejante. Como para decir: «¡Corred mientras estáis a tiempo! Hay un tesoro que os espera gratuitamente, una perla preciosa. No dejéis escapar la ocasión». Sólo que en el caso de Jesús la apuesta es infinitamente más seria. Se juega el todo por el todo. El Reino es lo único que nos puede salvar del riesgo supremo de la vida, que es el de errar el motivo por el que estamos en este mundo.
Vivimos en una sociedad que vive de seguridades. Se asegura contra todo. En ciertas naciones se ha convertido en una especie de manía. Se asegura incluso contra el riesgo de mal tiempo durante las vacaciones. Entre todos, el más importante y frecuente es el seguro de vida. Pero reflexionemos un momento: ¿a quién le es útil un seguro tal y contra qué nos asegura? ¿Contra la muerte? ¡Ciertamente no! Asegura que, en caso de muerte, alguien reciba una indemnización.
El reino de los cielos es también un seguro de vida y contra la muerte, pero un seguro real, que sirve no sólo a quien se queda, sino también a quien se va, a quien muere. «Quien cree en mí, aunque muera, vivirá», dice Jesús. Se entiende entonces también la exigencia radical que un «asunto» como éste plantea: vender todo, desprenderse de todo. En otras palabras, estar dispuestos, si es necesario, a cualquier sacrificio. No para pagar el precio del tesoro y de la perla, que por definición son «sin precio», sino para ser dignos de ellos.
En cada una de las dos parábolas hay, en realidad, dos actores: uno manifiesto, que va, vende, compra, y otro escondido, sobreentendido. El actor sobreentendido es el antiguo propietario que no se percata de que en su campo hay un tesoro y lo liquida al primero que se lo pide; es el hombre o la mujer que poseía la perla preciosa, y no se da cuenta de su valor y la cede al primer comerciante que pasa, tal vez para una colección de perlas falsas. ¿Cómo no ver en ello una advertencia dirigida a nosotros, gente del Viejo Continente europeo, en acto de vender nuestra fe y herencia cristiana?
No se dice en cambio en la parábola que «un hombre vendió todo lo que tenía y se puso en busca de un tesoro escondido». Sabemos cómo acaban estas historias: se pierde lo que se tiene y no se encuentra ningún tesoro. Historias de ilusiones, de visionarios. No: un hombre halló un tesoro y por ello vendió todo lo que tenía para adquirirlo. Hay que haber encontrado el tesoro para tener la fuerza y la alegría y vender todo.
Hay que haber encontrado primero a Jesús, de manera nueva, personal, convencida. Haberle descubierto como propio amigo y salvador. Después será cuestión de broma vender todo. Se hará «lleno de alegría» como aquel hombre del que habla el Evangelio.
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Me viene a la mente lo que ocurrió el día en que terminó la segunda guerra mundial. En la ciudad, los partisanos o los aliados abrieron los almacenes de provisiones dejados por el ejército alemán en retirada. En un santiamén la noticia llegó a los campos y todos a la carrera fueron a conseguir esos bienes, volviendo cargados unos con mantas, otros con cestas de productos alimenticios. Pienso que Jesús con esas dos parábolas quería crear un clima semejante. Como para decir: «¡Corred mientras estáis a tiempo! Hay un tesoro que os espera gratuitamente, una perla preciosa. No dejéis escapar la ocasión». Sólo que en el caso de Jesús la apuesta es infinitamente más seria. Se juega el todo por el todo. El Reino es lo único que nos puede salvar del riesgo supremo de la vida, que es el de errar el motivo por el que estamos en este mundo.
Vivimos en una sociedad que vive de seguridades. Se asegura contra todo. En ciertas naciones se ha convertido en una especie de manía. Se asegura incluso contra el riesgo de mal tiempo durante las vacaciones. Entre todos, el más importante y frecuente es el seguro de vida. Pero reflexionemos un momento: ¿a quién le es útil un seguro tal y contra qué nos asegura? ¿Contra la muerte? ¡Ciertamente no! Asegura que, en caso de muerte, alguien reciba una indemnización.
El reino de los cielos es también un seguro de vida y contra la muerte, pero un seguro real, que sirve no sólo a quien se queda, sino también a quien se va, a quien muere. «Quien cree en mí, aunque muera, vivirá», dice Jesús. Se entiende entonces también la exigencia radical que un «asunto» como éste plantea: vender todo, desprenderse de todo. En otras palabras, estar dispuestos, si es necesario, a cualquier sacrificio. No para pagar el precio del tesoro y de la perla, que por definición son «sin precio», sino para ser dignos de ellos.
En cada una de las dos parábolas hay, en realidad, dos actores: uno manifiesto, que va, vende, compra, y otro escondido, sobreentendido. El actor sobreentendido es el antiguo propietario que no se percata de que en su campo hay un tesoro y lo liquida al primero que se lo pide; es el hombre o la mujer que poseía la perla preciosa, y no se da cuenta de su valor y la cede al primer comerciante que pasa, tal vez para una colección de perlas falsas. ¿Cómo no ver en ello una advertencia dirigida a nosotros, gente del Viejo Continente europeo, en acto de vender nuestra fe y herencia cristiana?
No se dice en cambio en la parábola que «un hombre vendió todo lo que tenía y se puso en busca de un tesoro escondido». Sabemos cómo acaban estas historias: se pierde lo que se tiene y no se encuentra ningún tesoro. Historias de ilusiones, de visionarios. No: un hombre halló un tesoro y por ello vendió todo lo que tenía para adquirirlo. Hay que haber encontrado el tesoro para tener la fuerza y la alegría y vender todo.
Hay que haber encontrado primero a Jesús, de manera nueva, personal, convencida. Haberle descubierto como propio amigo y salvador. Después será cuestión de broma vender todo. Se hará «lleno de alegría» como aquel hombre del que habla el Evangelio.
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