Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino entraron en una aldea de Samaria para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron:
-Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo que acabe con ellos?
El se volvió y les regañó. Y se marcharon a otra aldea. Mientras iban de camino, le dijo uno:
-Te seguiré adonde vayas.
Jesús le respondió:
-Las zorras tienen madriguera y los pájaros, nido, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza.
A otro le dijo:
-Sígueme.
El respondió:
-Déjame primero ir a enterrar a mi padre.
Le contestó:
-Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios.
Otro le dijo:
-Te seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de mi familia.
Jesús le contestó:
-El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios.
REFLEXIÓN (del rezo del Ángelus por el Papa Benedicto XVI del 27 de junio del 2010):
Las lecturas bíblicas de la santa misa de este domingo me brindan la oportunidad de retomar el tema de la llamada de Cristo y de sus exigencias, tema que traté también hace una semana con ocasión de las ordenaciones de los nuevos presbíteros de la diócesis de Roma. En efecto, quien tiene la suerte de conocer a un joven o una chica que deja su familia de origen, los estudios o el trabajo para consagrarse a Dios, sabe bien de lo que se trata, porque tiene delante un ejemplo vivo de respuesta radical a la vocación divina.
Esta es una de las experiencias más bellas que se hacen en la Iglesia: ver, palpar la acción del Señor en la vida de las personas; experimentar que Dios no es una entidad abstracta, sino una Realidad tan grande y fuerte que llena de modo sobreabundante el corazón del hombre, una Persona viva y cercana, que nos ama y pide ser amada.
El evangelista san Lucas nos presenta a Jesús que, mientras va de camino a Jerusalén, se encuentra con algunos hombres, probablemente jóvenes, que prometen seguirlo dondequiera que vaya.
Con ellos se muestra muy exigente, advirtiéndoles que «el Hijo del hombre —es decir él, el Mesías— no tiene donde reclinar su cabeza», es decir, no tiene una morada estable, y que quien elige trabajar con él en el campo de Dios ya no puede dar marcha atrás.
A otro en cambio Cristo mismo le dice: «Sígueme», pidiéndole un corte radical con los vínculos familiares.
Estas exigencias pueden parecer demasiado duras, pero en realidad expresan la novedad y la prioridad absoluta del reino de Dios, que se hace presente en la Persona misma de Jesucristo.
En última instancia, se trata de la radicalidad debida al Amor de Dios, al cual Jesús mismo es el primero en obedecer.
Quien renuncia a todo, incluso a sí mismo, para seguir a Jesús, entra en una nueva dimensión de la libertad, que san Pablo define como «caminar según el Espíritu».
«Para ser libres nos libertó Cristo» —escribe el Apóstol— y explica que esta nueva forma de libertad que Cristo nos consiguió consiste en estar «los unos al servicio de los otros» (Ga 5, 1.13).
Libertad y amor coinciden. Por el contrario, obedecer al propio egoísmo conduce a rivalidades y conflictos.
Queridos amigos, está llegando a su fin el mes de junio, caracterizado por la devoción al Sagrado Corazón de Cristo. Precisamente en la fiesta del Sagrado Corazón renovamos con los sacerdotes del mundo entero nuestro compromiso de santificación. Hoy quiero invitar a todos a contemplar el misterio del Corazón divino-humano del Señor Jesús, para beber de la fuente misma del Amor de Dios. Quien fija su mirada en ese Corazón atravesado y siempre abierto por amor a nosotros, siente la verdad de esta invocación: «Sé tú, Señor, mi único bien», y está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Señor.
¡Oh María, que correspondiste sin reservas a la llamada divina, ruega por nosotros!
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