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La esperanza nos sostiene

(Texto de San Cipriano, obispo y mártir)

Es saludable aviso del Señor, nuestro maestro, que el que persevere hasta el final se salvará. Y también este otro: Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.

Hemos de tener paciencia, y perseverar, hermanos queridos, para que, después de haber sido admitidos a la esperanza de la verdad y de la libertad, podamos alcanzar la verdad y la libertad mismas. Porque el que seamos cristianos es por la fe y la esperanza; pero es necesaria la paciencia, para que esta fe y esta esperanza lleguen a dar su fruto.

Pues no vamos en pos de una gloria presente; buscamos la futura, conforme a la advertencia del apóstol Pablo cuando dice: En esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que se ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Así pues, la esperanza y la paciencia nos son necesarias para completar en nosotros lo que hemos empezado a ser, y para conseguir, por concesión de Dios, lo que creemos y esperamos.

En otra ocasión, el mismo Apóstol recomienda a los justos que obran el bien y guardan sus tesoros en el cielo, para obtener el ciento por uno, que tengan paciencia, diciendo: Mientras tenemos ocasión, trabajemos por el bien de todos, especialmente por el de la familia de la fe. No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos.

Estas palabras exhortan a que nadie, por impaciencia, decaiga en el bien obrar o, solicitado y vencido por la tentación, renuncie en medio de su brillante carrera, echando así a perder el fruto de lo ganado, por dejar sin terminar lo que empezó.

En fin, cuando el Apóstol habla de la caridad, une inseparablemente con ella la constancia y la paciencia: La caridad es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educada ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites aguanta sin límites. Indica, pues, que la caridad puede permanecer, porque es capaz de sufrirlo todo.

Y en otro pasaje escribe: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz. Con esto enseña que no puede conservarse ni la unidad ni la paz si no se ayudan mutuamente los hermanos y no mantienen el vínculo de la unidad, con auxilio de la paciencia.

Buena es la oración con el ayuno y la limosna

(Comentario de San Cipriano, obispo)

Los que oran no han de presentarse ante Dios con meras preces infructuosas y estériles. La petición es ineficaz cuando se acude a Dios con una oración estéril. Pues, si al árbol que no da fruto se le tala y se le echa al fuego, de igual modo las palabras sin fruto no pueden granjearse el favor de Dios, por ser infecundas en obras. Por eso la divina Escritura nos instruye diciendo: Buena es la oración con el ayuno y la limosna. Porque el que el día del juicio otorgará el premio por las obras y las limosnas, también hoy escucha benignamente al que se acerca a la oración acompañado de obras. Por eso precisamente mereció ser escuchada la oración del capitán Cornelio: daba muchas limosnas al pueblo y oraba regularmente.

Suben inmediatamente a Dios las oraciones que van recomendadas por los méritos de nuestras obras. Así el ángel Rafael se presentó a Tobías, siempre atento a la oración y a las buenas obras, diciendo: Es un honor revelar y proclamar las obras de Dios. Cuando orabais tú y Sara yo presentaba vuestras oraciones en el acatamiento de Dios.

Dios promete estar presente y dice que escuchará y protegerá a los que desatan de su corazón los nudos de injusticia y, secundando sus mandatos, ejercitan la limosna con los servidores de Dios; y así, mientras escuchan lo que Dios manda hacer, ellos mismos se hacen dignos de ser escuchados por Dios.

El bienaventurado apóstol Pablo, socorrido por los hermanos en una necesidad extrema, califica de sacrificios a Dios las obras buenas. Estoy plenamente pagado —dice— al recibir lo que me mandáis con Epafrodito: es un incienso perfumado, un sacrificio aceptable que agrada a Dios. En efecto, cuando uno se apiada del pobre presta a interés a Dios, y cuando da a los más humildes es a Dios a quien da: es como si le ofreciera a Dios sacrificios espirituales de suave olor .

Hay que orar no sólo con palabras, sino también con los hechos

(Texto de San Cipriano, obispo y mártir)

No es de extrañar, queridos hermanos, que la oración que nos enseñó Dios con su magisterio resuma todas nuestras peticiones en tan breves y saludables palabras. Esto ya había sido predicho anticipadamente por el profeta Isaías, cuando, lleno de Espíritu Santo, habló de la piedad y la majestad de Dios, diciendo: Palabra que acaba y abrevia en justicia, porque Dios abreviará su palabra en todo el orbe de la tierra.

En efecto, cuando vino aquel que es la Palabra de Dios en persona, nuestro Señor Jesucristo, para reunir a todos, sabios e ignorantes, y para enseñar a todos, sin distinción de sexo o edad, el camino de salvación, quiso resumir en un sublime compendio todas sus enseñanzas, para no sobrecargar la memoria de los que aprendían su doctrina celestial y para que aprendiesen con facilidad lo elemental de la fe cristiana.

Y así, al enseñar en qué consiste la vida eterna, nos resumió el misterio de esta vida en estas palabras breves y llenas de divina grandiosidad: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo.

Además, Dios nos enseñó a orar no sólo con palabras, sino también con los hechos, ya que él oraba con frecuencia, mostrando, con el testimonio de su ejemplo, cuál ha de ser nuestra conducta en este aspecto. Leemos, en efecto: Jesús solía retirarse a despoblado para orar. Y también: Subió a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Y si oraba él que no tenía pecado, ¿cuánto más no deben orar los pecadores? Y si él pasaba la noche entera velando en continua oración, ¿cuánto más debemos velar nosotros, por la noche, en frecuente oración?

Pedimos de modo que nuestra oración recabe la salvación de todos

(Del Tratado sobre el Padrenuestro de San Cipriano, obispo)

Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Esta petición, hermanos muy amados, puede también entenderse de esta manera: puesto que el Señor nos manda y amonesta amar incluso a los enemigos y rezar hasta por los que nos persiguen, pidamos asimismo por los que todavía son tierra y aún no han comenzado a ser celestiales, a fin de que también sobre ellos se cumpla la voluntad de Dios, voluntad que Cristo cumplió a la perfección, salvando y rescatando al hombre.

Porque si los discípulos ya no son llamados por él tierra, sino sal de la tierra, y el Apóstol dice que el primer hombre salió del polvo de la tierra y que el segundo procede del cielo, con razón nosotros, que estamos llamados a ser semejantes a nuestro Padre-Dios, que hace salir su sol sobre buenos y malos y manda la lluvia a justos e injustos, siguiendo los consejos de Cristo, oramos y pedimos de manera que nuestra oración recabe la salvación de todos, para que así como en el cielo, esto es, en nosotros, por medio de nuestra fe, se ha cumplido la voluntad de Dios de que seamos seres celestiales, así también en la tierra, es decir, en los que se niegan a creer, se haga la voluntad de Dios, para que quienes son todavía terrenos en fuerza de su primer nacimiento, empiecen a ser celestiales por el nacimiento del agua y del Espíritu.

Continuamos la oración y decimos: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Esto puede entenderse en sentido espiritual o literal, pues de ambas maneras aprovecha a nuestra salvación. En efecto, el pan de vida es Cristo, y este pan no es sólo de todos en general, sino también nuestro en particular. Porque, del mismo modo que decimos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre de los que lo conocen y creen en él, de la misma manera decimos: El pan nuestro, ya que Cristo es el pan de los que entramos en contacto con su cuerpo.

Pedimos que se nos dé cada día este pan, a fin de que los que vivimos en Cristo y recibimos cada día su eucaristía como alimento saludable, no nos veamos privados, por alguna falta grave, de la comunión del pan celestial y quedemos separados del cuerpo de Cristo, ya que él mismo nos enseña: Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Por lo tanto, si él afirma que los que coman de este pan vivirán para siempre, es evidente que los que entran en contacto con su cuerpo y participan rectamente de la eucaristía poseen la vida; por el contrario, es de temer, y hay que rogar que no suceda así, que aquellos que se privan de la unión con el cuerpo de Cristo queden también privados de la salvación, pues el mismo Señor nos conmina con estas palabras: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. Por eso pedimos que nos sea dado cada día nuestro pan , es decir, Cristo, para que todos los que vivimos y permanecemos en Cristo no nos apartemos de su cuerpo que nos santifica.

El Señor oraba por nuestros pecados

(Comentario de San Cipriano, obispo y mártir)

El Señor, cuando oraba, no pedía por sí mismo —¿qué podía pedir por sí mismo, si él era inocente?—, sino por nuestros pecados, como lo declara con aquellas palabras que dirige a Pedro: Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y luego ruega al Padre por todos diciendo: No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros.

Gran benignidad y bondad la de Dios para nuestra salvación: no contento con redimirnos con su sangre, ruega también por nosotros. Pero atendamos cuál es el deseo de Cristo, expresado en su oración: que así como el Padre y el Hijo son una misma cosa, así también nosotros imitemos esta unidad. De donde puede inferirse la gravedad del pecado de quien rompe la unidad y la paz, por cuya conservación rezó el Señor, pues quiere que su pueblo tenga vida, y sabido es que la discordia no tiene cabida en el reino de Dios.

Y cuando nos ponemos en oración, queridos hermanos, debemos vigilar y sumergirnos con toda el alma en la plegaria. Hemos de rechazar cualquier pensamiento carnal o mundano, y nada debe ocupar nuestro ánimo sino tan sólo lo que constituye el objeto de la plegaria. Esta es la razón por la que el sacerdote, antes del Padrenuestro, prepara con un prefacio las mentes de los hermanos, diciendo: Levantemos el corazón, a fin de que al responder el pueblo: Lo tenemos levantado hacia el Señor, quede advertido de que no debe pensar en otra cosa que en el Señor.

Ciérrese el corazón al adversario y ábrase únicamente a Dios, y no consintamos que, durante la oración, el enemigo de Dios tenga acceso a él. Porque frecuentemente nos coge por sorpresa, penetra y, con astucia sutil, aparta de Dios nuestra voluntad orante, de modo que una cosa es la que ocupa nuestro corazón y otra la que expresan nuestros labios, cuando la verdad es que tanto la expresión oral como el ánimo y los sentidos deben orar al Señor con recta intención.

¡Qué desidia dejarse distraer y dominar por pensamientos fútiles y profanos cuando oras a Dios, como si existiera cosa más digna de acaparar tu atención que estar conversando con Dios! ¿Cómo puedes pedir a Dios que te escuche, si ni tú mismo te escuchas? ¿Pretendes que Dios se acuerde de ti cuando rezas, si tú mismo no te acuerdas de ti? Esto es no prevenirte en absoluto contra el enemigo; esto es ofender, con la negligencia en la oración, la majestad de Dios, en el mismo momento en que oras a Dios; esto es vigilar con los ojos y dormir con el corazón, cuando la obligación del cristiano es precisamente velar con el corazón mientras duerme con los ojos.

No os agobiéis por el mañana

(Texto de San Cipriano, obispo y mártir)

El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Puede también interpretarse de esta manera: nosotros que hemos renunciado al mundo y que, fiados en la gracia espiritual, hemos despreciado sus riquezas y pompas, debemos solamente pedir para nosotros el alimento y el sustento. Nos lo advierte el Señor con estas palabras: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío. Y el que ha comenzado a ser discípulo de Cristo renunciando a todo, secundando la voz de su maestro, debe pedir el pan de cada día, sin extender al mañana los deseos de su petición, de acuerdo con la prescripción del Señor, que nuevamente nos dice: No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos. Con razón, pues, el discípulo de Cristo pide para sí el cotidiano sustento, él a quien le está prohibido agobiarse por el mañana, pues sería pecar de contradicción e incongruencia solicitar una larga permanencia en este mundo, nosotros que pedimos la acelerada venida del reino de Dios.

El Señor nos enseña que las riquezas no sólo son despreciables, sino incluso peligrosas, que en ellas está la raíz de los vicios que seducen y despistan la ceguera de la mente humana con solapada decepción. Por eso reprende Dios a aquel rico necio que sólo pensaba en las riquezas de este mundo y se jactaba de su gran cosecha, diciendo: Esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Se regodeaba el necio en su opulencia, él que moriría aquella noche; y él, a quien la vida se le estaba escapando, pensaba en la abundante cosecha.

En cambio, el Señor declara que es perfecto y consumado el que, vendiendo todo lo que tiene, lo distribuye entre los pobres, y abre una cuenta corriente en el cielo. Dice que es digno de seguirle y de imitar la gloria de la pasión del Señor, quien, expedito y ceñido, no se deja enredar en los lazos del patrimonio familiar, sino que, desembarazado y libre, sigue él mismo tras los tesoros que previamente había enviado al Señor.

Para que todos y cada uno de nosotros podamos disponernos a un tal desprendimiento, nos enseña a orar de este modo y a conocer, por el tenor de la oración, las cualidades que la oración debe revestir.

Santificado sea tu nombre

(Texto de San Cipriano, obispo)

Cuán grande es la benignidad del Señor, cuán abundante la riqueza de su condescendencia y de su bondad para con nosotros, pues ha querido que, cuando nos ponemos en su presencia para orar, lo llamemos con el nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera nunca atrevido a pronunciar este nombre en la oración, si él no nos lo hubiese permitido. Por tanto, hermanos muy amados, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que obrar como hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre.

Sea nuestra conducta cual conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que Dios habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar y obrar cosas espirituales y celestiales, ya que el mismo Señor Dios ha dicho: Yo honro a los que me honran, y serán humillados los que me desprecian. Asimismo, el Apóstol dice en una de sus cartas: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros. Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!

A continuación, añadimos: Santificado sea tu nombre, no en el sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el sentido de que pedimos Dios que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por quién podría Dios ser santificado, si es él mismo quien santifica? Mas, como sea que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo, por esto, pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo, perseveremos en esta santificación inicial. Y esto lo pedimos cada día. Necesitamos, en efecto, de esta santificación cotidiana, ya que todos los días delinquimos, y por esto necesitamos ser purificados mediante esta continua y renovada santificación.

El Apóstol nos enseña en qué consiste esta santificación que Dios se digna concedernos, cuando dice: Los inmorales, idólatras, adúlteros, afeminados, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios. Así erais algunos antes. Pero os lavaron, os consagraron, os perdonaron en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios . Afirma que hemos sido consagrados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios. Lo que pedimos, pues, es que permanezca en nosotros esta consagración o santificación y —acordándonos de que nuestro juez y Señor conminó a aquel hombre qué él había curado y vivificado a que no volviera a pecar más, no fuera que le sucediese algo peor— no dejamos de pedir a Dios, de día y de noche, que la santificación y vivificación que nos viene de su gracia sea conservada en nosotros con ayuda de esta misma gracia.

Cristo nos dio la paz y nos mandó que tuviéramos un solo corazón y una sola alma

(De san Cipriano de Cartago)

Cuando el Señor recomendó a sus discípulos la unanimidad y la paz, les dijo: Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos, demostrando que se concede mucho no a la multitud, sino a la unanimidad de los suplicantes. Si dos de vosotros —dice— se ponen de acuerdo: pone como primera condición la unanimidad; antes había hablado de la paz y de la concordia y nos insistió en que leal y firmemente hagamos lo posible por ponernos de acuerdo.

Y ¿cómo puede estar de acuerdo con el hermano quien no lo está con el cuerpo de la misma Iglesia ni con toda la fraternidad? ¿Cómo pueden dos o tres reunirse en el nombre de Cristo, si consta que están separados de Cristo y de su evangelio? Pues no somos nosotros, sino ellos los que se han separado de nosotros. Y cuando poco después nacieron herejías y cismas y, al erigirse en conventículos diversos, abandonaron el principio y origen de la verdad.

El Señor habla de su Iglesia y habla a los que están en la Iglesia diciendo que si ellos estuvieran de acuerdo, si —según lo que él encargó y advirtió— reunidos, aunque sólo fueran dos o tres, orasen unánimemente, aunque —repito— sólo fueran dos o tres, podrían impetrar de la majestad de Dios lo que pidieren. Donde dos o tres están reunidos en mi nombre —dice—, allí estoy yo en medio de ellos. Es decir, afirmó que estaría con los sencillos y pacíficos, con los que temen a Dios y observan sus preceptos, aunque sólo fueran dos o tres, como estuvo con los tres jóvenes en el horno encendido. Y como eran sencillos para con Dios y permanecían unidos entre sí, metió dentro un viento húmedo que silbaba, y el fuego no les atormentó. Como asistió a los dos apóstoles encerrados en la cárcel porque eran sencillos y vivían en perfecta armonía: él, abiertas las puertas de la prisión, les mandó a la plaza pública para que transmitiesen al pueblo la palabra que fielmente predicaban. Por tanto, cuando en su predicación afirma y dice: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos, no separó a los hombres de la Iglesia, él que instituyó y creó la Iglesia, sino que echándoles en cara a los pérfidos su discordia y recomendando oralmente la paz a los fieles, quiso demostrar que él está más bien con dos o tres que rezan con una sola alma, que con muchos disidentes; que puede conseguirse más con la oración concorde de unos pocos, que con la discorde de una multitud.

Por lo cual, cuando fijó las normas que deben presidir la oración, añadió estas palabras: Y cuando estéis de pie orando, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas. Y al que va a presentar su ofrenda con la discordia en el corazón lo aparta del altar y le ordena que vaya primero a reconciliarse con su hermano, y entonces, ya en paz, que vuelva a presentar a Dios su ofrenda.

Cristo nos dio la paz, nos mandó que tuviéramos un solo corazón y una sola alma, y nos encargó que mantuviéramos incorruptos e inviolados los vínculos de la dilección y de la caridad.