(Comentario de San Cipriano, obispo y mártir)
El Señor, cuando oraba, no pedía por sí mismo —¿qué podía pedir por sí mismo, si él era inocente?—, sino por nuestros pecados, como lo declara con aquellas palabras que dirige a Pedro: Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y luego ruega al Padre por todos diciendo: No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros.
Gran benignidad y bondad la de Dios para nuestra salvación: no contento con redimirnos con su sangre, ruega también por nosotros. Pero atendamos cuál es el deseo de Cristo, expresado en su oración: que así como el Padre y el Hijo son una misma cosa, así también nosotros imitemos esta unidad. De donde puede inferirse la gravedad del pecado de quien rompe la unidad y la paz, por cuya conservación rezó el Señor, pues quiere que su pueblo tenga vida, y sabido es que la discordia no tiene cabida en el reino de Dios.
Y cuando nos ponemos en oración, queridos hermanos, debemos vigilar y sumergirnos con toda el alma en la plegaria. Hemos de rechazar cualquier pensamiento carnal o mundano, y nada debe ocupar nuestro ánimo sino tan sólo lo que constituye el objeto de la plegaria. Esta es la razón por la que el sacerdote, antes del Padrenuestro, prepara con un prefacio las mentes de los hermanos, diciendo: Levantemos el corazón, a fin de que al responder el pueblo: Lo tenemos levantado hacia el Señor, quede advertido de que no debe pensar en otra cosa que en el Señor.
Ciérrese el corazón al adversario y ábrase únicamente a Dios, y no consintamos que, durante la oración, el enemigo de Dios tenga acceso a él. Porque frecuentemente nos coge por sorpresa, penetra y, con astucia sutil, aparta de Dios nuestra voluntad orante, de modo que una cosa es la que ocupa nuestro corazón y otra la que expresan nuestros labios, cuando la verdad es que tanto la expresión oral como el ánimo y los sentidos deben orar al Señor con recta intención.
¡Qué desidia dejarse distraer y dominar por pensamientos fútiles y profanos cuando oras a Dios, como si existiera cosa más digna de acaparar tu atención que estar conversando con Dios! ¿Cómo puedes pedir a Dios que te escuche, si ni tú mismo te escuchas? ¿Pretendes que Dios se acuerde de ti cuando rezas, si tú mismo no te acuerdas de ti? Esto es no prevenirte en absoluto contra el enemigo; esto es ofender, con la negligencia en la oración, la majestad de Dios, en el mismo momento en que oras a Dios; esto es vigilar con los ojos y dormir con el corazón, cuando la obligación del cristiano es precisamente velar con el corazón mientras duerme con los ojos.
El Señor, cuando oraba, no pedía por sí mismo —¿qué podía pedir por sí mismo, si él era inocente?—, sino por nuestros pecados, como lo declara con aquellas palabras que dirige a Pedro: Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y luego ruega al Padre por todos diciendo: No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros.
Gran benignidad y bondad la de Dios para nuestra salvación: no contento con redimirnos con su sangre, ruega también por nosotros. Pero atendamos cuál es el deseo de Cristo, expresado en su oración: que así como el Padre y el Hijo son una misma cosa, así también nosotros imitemos esta unidad. De donde puede inferirse la gravedad del pecado de quien rompe la unidad y la paz, por cuya conservación rezó el Señor, pues quiere que su pueblo tenga vida, y sabido es que la discordia no tiene cabida en el reino de Dios.
Y cuando nos ponemos en oración, queridos hermanos, debemos vigilar y sumergirnos con toda el alma en la plegaria. Hemos de rechazar cualquier pensamiento carnal o mundano, y nada debe ocupar nuestro ánimo sino tan sólo lo que constituye el objeto de la plegaria. Esta es la razón por la que el sacerdote, antes del Padrenuestro, prepara con un prefacio las mentes de los hermanos, diciendo: Levantemos el corazón, a fin de que al responder el pueblo: Lo tenemos levantado hacia el Señor, quede advertido de que no debe pensar en otra cosa que en el Señor.
Ciérrese el corazón al adversario y ábrase únicamente a Dios, y no consintamos que, durante la oración, el enemigo de Dios tenga acceso a él. Porque frecuentemente nos coge por sorpresa, penetra y, con astucia sutil, aparta de Dios nuestra voluntad orante, de modo que una cosa es la que ocupa nuestro corazón y otra la que expresan nuestros labios, cuando la verdad es que tanto la expresión oral como el ánimo y los sentidos deben orar al Señor con recta intención.
¡Qué desidia dejarse distraer y dominar por pensamientos fútiles y profanos cuando oras a Dios, como si existiera cosa más digna de acaparar tu atención que estar conversando con Dios! ¿Cómo puedes pedir a Dios que te escuche, si ni tú mismo te escuchas? ¿Pretendes que Dios se acuerde de ti cuando rezas, si tú mismo no te acuerdas de ti? Esto es no prevenirte en absoluto contra el enemigo; esto es ofender, con la negligencia en la oración, la majestad de Dios, en el mismo momento en que oras a Dios; esto es vigilar con los ojos y dormir con el corazón, cuando la obligación del cristiano es precisamente velar con el corazón mientras duerme con los ojos.