Si con la Nueva Alianza y con su punto culminante, la cruz y la resurrección, se hubiese abolido el juicio, con motivo de la encarnación habría sido suprimido Dios mismo. Muchos así lo han enseñado expresamente; otros, que lo enseñan implícitamente, no sacan de ello las debidas consecuencias. Cuanto más nos aproximamos en Jesucristo a la majestad del amor de Dios, tanto más estamos como totalidad bajo la medida, la norma judicial y, por consiguiente, el juicio de ese amor.
Si tenemos en cuenta esto, nos aparecerá con mayor claridad la unidad de la figura de Jesús, precisamente por cuanto nos abre plenamente las dimensiones hasta ahí no descubiertas entre la gracia extrema y el juicio supremo. Gracia extrema: Él nos muestra en claras parábolas que Dios no podía hacer más: preparar un banquete superabundante y, en vista de que los invitados no quieren acudir, invitar a todos los indignos encontrados en la calle, hasta el punto de «obligarles» a entrar (Lc 14,23). Pero justamente esta inesperada invitación obliga a los mendigos a comportarse de manera adecuada: el hombre hallado sin el traje de ceremonia es arrojado a las tinieblas.
La mesa preparada no es otra que la Eucaristía del Hijo que se ofrece a sí mismo como alimento y bebida, y que precisamente por ser éste el momento de la gracia suprema derrochada a manos llenas, insta a aceptar su ofrecimiento: «Si no coméis ni bebéis..., no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53). Pero con ello provoca el gran escándalo y pierde a muchos discípulos, colocando también a los apóstoles ante la disyuntiva de marcharse para, finalmente, poner al descubierto al que le traicionará.
La Eucaristía, que con el «cuerpo entregado» y la «sangre derramada» apunta inmediatamente a la cruz, conlleva, precisamente por ello, esa dimensión de juicio y condena porque la cruz «es el momento de la condenación» (Jn 12,31) y, por consiguiente, aquel que «come y bebe sin discernir el cuerpo del señor», «será reo del cuerpo y de la sangre del señor»: «come y bebe su propia condena» (1 Cor 11,27 ss.).
Partiendo de la realidad interior de la gracia que dimana de la cruz no hay otra posibilidad que ésta: «detrás» de la cruz, si no se acepta el don de su gracia, ya sólo puede alcanzarse alcanzarse la condena. «El que ha pisoteado al Hijo de Dios, y ha tenido impura la sangre de la alianza con la que fue consagrado, y ha ultrajado al Espíritu de la gracia», debe saber que «ya no queda más sacrificio expiatorio por los pecados, sino la terrible perspectiva del juicio» (Heb 10,29.26). Aquellos que no saben apreciar el valor de la gracia de Dios en Cristo, «conscientemente están crucificando de nuevo al Hijo de Dios y haciéndolo objeto de pública burla». Semejante tierra, que produce sólo espinas y abrojos, «es rechazada y expuesta a maldición, y terminará por ser quemada» (Heb 6,6 ss.).
En el Nuevo Testamento, e incluso en boca de Jesús, aparece frecuentemente la palabra «fuego». ¿Acaso no vino Él mismo «a echar fuego sobre la tierra, y ¡cuánto desearía que ya estuviera ardiendo!»? (Lc 12,49). «El que se aproxima a mí, se aproxima al fuego», dice la palabra apócrifa de Jesús. Y ¿qué significa la afirmación de que Él «bautizará con fuego» a los hombres? (Mt 3,11; Lc 3,16).
«Con Espíritu santo y fuego», dirá. Y el Espíritu santo descenderá sobre la Iglesia en figura de fuego. Precisamente porque Jesús mismo es fuego, tiene «los ojos como llama de fuego y los pies semejantes al bronce brillante», vomita lo tibio (Ap 2,18; 3,16). Él anuncia y representa a Dios que, en el celo de su amor «es fuego devorador» (Dt 4,24 = Heb 12,29), y Él mismo es devorador por este celo divino (Jn 2,17).
Si «Dios es amor» (1 Jn 4,8), su «fuego ardiente» (Heb 10,27) no puede ser en el fondo sino fuego de amor, pero tan absoluto que aniquila todo desamor. Y si el amor divino es eterno, igualmente tiene que serlo esta consunción. Jesús no tiene reparo en hablar de ese fuego eterno que consumirá a los enemigos del amor (Mt 25,41 ss.). Pero para que todos podamos tener la posibilidad de habitar algún día en el amor eterno de Dios, tenemos todos que pasar por el fuego de Dios (1 Cor 3,13; 1 Pe 1,7), a fin de que salgamos del crisol como oro puesto a prueba y purificado en el fuego.
Las muchas frases de Jesús que hablan de separación y de división; de que Él no ha venido a traer paz, sino la espada, y a enfrentar a los miembros de una misma familia (Mt 10,34 ss.); de que por su presencia los ciegos recobrarán la vista y los que ven la perderán, y que ello es «juicio» (Jn 9,39); de que Él es «la piedra de escándalo» que desechan los constructores y que el Señor ha elegido como piedra angular (Mt 21,42); de que Él es el Hijo y heredero del propietario de la viña al que los jornaleros matan, razón por la cual también ellos recibirán idéntico tratamiento. Todos estos textos, y otros que podrían aducirse igualmente, demuestran bien a las claras que aquí Dios mismo es interpretado como el Presente.
A diferencia de lo que sucedía con lo profetas, en Jesús no sólo se anuncian los juicios divinos sobre Israel y sobre los pueblos, sino que se hace presente la propia actualidad del juicio, precisamente porque en Él se efectúa la última oferta del amor. El Padre que presenta a su Hijo como el don supremo de su amor, tras su ofrecimiento tiene que erigirse en Juez. Y si el Hijo ha consumado su exégesis de Dios en el juicio de la cruz, todo el poder de juzgar –tal como Él mismo sabe– le es entregado a Él (Jn 5,22).
El juicio del Hijo puede describirse de nuevo con el recurso a la imagen de la separación (Mt 25,31-46). Pero también puede aparecer de manera más sutil, ya que Jesús mismo afirma que Él no condena a nadie (Jn 12,47). De parte de Dios es portador de amor y de salvación. Al mismo tiempo, no obstante, ha de añadir que quien le «rechaza» a Él, «tiene ya quien lo condene: la palabra que yo he anunciado, ésa lo condenará en el último día» (Jn 12,48). Quien se acerca a esta palabra, se aproxima realmente al fuego: «si yo no hubiera venido ni les hubiera hablado, pecado no tendrían; pero ahora no tienen excusa de su pecado» (Jn 15,22; comp. 9,41).
¿Conocemos a Jesús? Tan sólo si reconocemos en Él la presencia y la lógica del amor divino absoluto, el cual es capaz de purificar aquello que no se contrapone a la llama del amor, pero que hace que se seque (Mc 11,20 ss.), arranca y quema (Jn 15,6) aquello que no quiere producir ningún fruto de amor.
Jesús hace la exégesis de Dios en el lenguaje de la existencia humana. Su humanidad no es para Dios un alfabeto muerto y mecánico, válido solamente para hacer hablar al Absoluto. Es el propio exégeta quien habla con toda su existencia encarnada. La imagen y semejanza que es el hombre no se extinguen por el hecho de que aparezca en él el arquetipo eterno, antes bien se consuman en esta presencia, y ello por cuanto ya en Dios el Hijo eterno era la constante autoentrega y autoexégesis del Padre eterno. Aquel cuya existencia coincide con la palabra de Jesús, y que la comprende, tiene acceso (¡el único posible!) al misterio trinitario eterno del amor. Pero sólo en el Espíritu santo.