“Considerad, exclama san Juan Evangelista, la caridad que nos ha manifestado el Padre queriendo que tengamos nombre, de hijos de Dios y lo seamos.”
He ahí el efecto admirable del contrato que celebraste con Dios en el santo Bautismo: de hijo de ira y heredero del infierno que eras, pasaste a ser hijo de Dios y heredero del cielo. ¿Cómo podrás mostrarte dignamente agradecido a tal bondad que Dios usó contigo?
Además es un contrato de sociedad con el Hijo de Dios, porque te uniste con El en el santo Bautismo como a tu cabeza, tu Maestro ; y el Hijo de Dios te recibió por su discípulo, su servidor, y uno de los miembros de su cuerpo místico, que es la Iglesia. ¡Qué grande es la bondad de Dios, exclama el apóstol san Pablo, hablando con los nuevos cristianas de Corinto, de haberos llamado a la sociedad por su Hijo único, Nuestro Señor Jesucristo!
Qué éramos, en efecto, antes del santo Bautismo sino otros; tantos esclavos infelices de Satanás, destinados como él a las penas eternas del infierno? Mas en el Bautismo fuimos libertados, de esta sujeción desastrosa por medio de la alianza divina que hicimos con Jesucristo, por la que, si no faltamos a ninguna de sus condiciones, se nos proporcionará el goce de los bienes eternos.
Es, por fin, un contrato de alianza con la persona del Espíritu Santo, pues nos enseña la fe que el Espíritu Santo tomó tu alma por esposa suya, y que tú tomas por esposo tuyo al Espíritu Santo. Por un efecto de esta sagrada alianza el Espíritu Santo te llama su esposa y hermana suya; y como de tí propio eres pobre, ha enriquecido tu alma con todos los adornos que la hagan digna de su persona, viniendo además a fijar en tí su habitación y a consagrar tu alma para que sea su templo vivo y un santuario de la divinidad.
En vista de todo esto, ¿habrá quién se admire de que san Luis prefiriese tanto su calidad de cristiano a la gloria de rey de Francia? Estaba bien penetrado este santo rey de que su nacimiento real no le proporcionó otra alianza que la de hombres mortales, y que no le había dado más que una corona pasajera, cuando el santo Bautismo le había honrado con la santa alianza de las tres Personas de la Santísima Trinidad y le había dado un derecho expedito a la corona eterna de la gloria.
Y ya que nos elevó al mismo honor el Bautismo que recibimos nosotros, y nos proporcionó las mismas ventajas, por más pobres y miserables que seamos en este mundo, esforcémonos cuanto podamos en penetrarnos de los sentimientos y disposiciones de este gran Santo, teniendo en más nuestra calidad de cristianos que todas las grandezas de este mundo, y temamos mucho más romper la santa unión que hemos contratado con Dios, que el perder nuestra vida. Digamos con el apóstol san Pablo: “¿Quién romperá la unión que ha formado la caridad entre Jesucristo y nosotros? ¿Será por ventura la tribulación? ¿o la angustia? ¿el hambre? ¿la desnudez? el peligro? ¿la persecución? ¿la espada?... mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Por lo cual estoy cierto, que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni virtudes, ni cosas presentes, ni venideras, ni fortaleza, ni altura, ni profundidad, ni otra criatura nos podrá apartar del amor de Dios, que es nuestro señor.”
La disposición admirable, en que se hallaba este santo Apóstol de sufrir todos los males de este mundo antes que romper los lazos sagrados de la amistad que profesaba a Jesucristo, es la misma en que nosotros debemos vivir. La sagrada alianza que hicimos con la Santísima Trinidad en el santo Bautismo debe sernos mil veces más preciosa que la vida y que todos los bienes de este mundo, Porque nos eleva sobre todas las grandezas de la tierra y nos asegura los bienes infinitos de la eternidad. La desgracia de los que a ella faltan es mayor que todos los males que se pueden experimentar en esta vida; y por esto no deben ser capaces de hacernos romperla ni el deseo de los bienes, ni el temor de los mayores males.