Dios Padre lo ha hecho para nosotros misericordia y justicia

(Comentario de San Cirilo de Alejandría, obispo)

Ya antes hablamos largamente de Ciro, rey de medos y persas, que devastó la región de Babilonia y la arrasó por la fuerza, mitigó la esclavitud que en ella sufría Israel y aflojó las cadenas de su cautividad, reconstruyó el templo de Jerusalén, y fue incitado contra los caldeos por el mismo Dios, que le abrió las puertas de bronce y quebró los cerrojos de hierro.

Pero en dicha narración se trataba de un hecho particular, ya que únicamente los israelitas debían ser colocados en condiciones de tranquilidad y liberados de la angustia de la cautividad.

Inmediatamente después, todo el interés de la narración se centra en el Emmanuel, enviado por Dios Padre para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; para liberar del mal a los que se hallaban inevitablemente encadenados por sus pecados; para atraer nuevamente a sí a todos los moradores de la tierra, rescatados ya de la tiranía del diablo, y conducirlos de esta forma, por su mediación, a Dios Padre.

De este modo, se convirtió en el mediador entre Dios y los hombres, y por él somos reconciliados con el Padre en un solo espíritu, porque —como dice la Escritura— él es nuestra paz. Él restauró el lugar sagrado, esto es, su templo, que es la Iglesia. Pues él se la colocó ante sí como una virgen pura, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Por lo cual, nos es dado ver en Ciro y en sus gestas una maravillosa figura de los divinos y admirables beneficios concedidos por Dios a todos los habitantes de la tierra. Y este es el fin por el que estas gestas fueron recordadas.

Alégrese, pues, el cielo superior, esto es, los que viven en la ciudad del más-allá, afincados en una morada ilustre y admirable: los ángeles y los arcángeles. Decimos que fue motivo de alegría para los espíritus celestiales la conversión a Dios, por medio de Cristo, Salvador de todos nosotros, de los extraviados habitantes de la tierra, la recuperación de la vista por los ciegos, en una palabra, la salvación de lo que estaba perdido. Si se alegran ya por un solo pecador que hace penitencia, ¿cómo dudar de que exulten de gozo al contemplar salvado a todo el mundo? Por eso dice: Cielos, destilad el rocío; nubes, derramad la victoria.

Entendemos por misericordia la caridad —que es el cumplimiento de la ley—, acompañada de la justicia evangélica, cuyo dispensador y doctor es, para nosotros, Cristo. Puede afirmarse también que la misericordia y la justicia, que nace y brota de la tierra, son nuestro Señor Jesucristo en persona, pues Dios Padre lo ha hecho para nosotros misericordia y justicia, si es que realmente hemos obtenido en él misericordia y, justificados con el perdón de las culpas pasadas, hemos recibido de él la justicia, que puede hacernos herederos de todos los bienes, y es el camino de nuestra salvación.

Y si a la tierra se le manda germinar la justicia, que nadie se ofenda, teniendo en cuenta que el salmista dice también de Dios Padre y del mismo Emmanuel: Obró la justicia en medio de la tierra. Cristo, en efecto, no se trajo nuestra carne de lo alto de los cielos, sino que, según la carne, nació de una mujer, una de las que están en la tierra. Así pues, cuando se dice que Cristo es fruto y germen de la tierra, debes entender —como acabo de decir— que nació según la carne de una mujer especialmente elegida para este ministerio, aun cuando era una más de las criaturas de la tierra.