(Comentario de san San Ambrosio de Milán, obispo, sobre el salmo 118)
En el tiempo de nuestra humillación, la esperanza nos consuela, y la esperanza no defrauda. Llama tiempo de humillación para nuestra alma al tiempo de la tentación, pues nuestra alma se ve humillada cuando es entregada al tentador para ser probada con rudos trabajos, para que luche y combata, experimentando el choque con las potencias contrarias. Pero en estas tentaciones se siente vigorizada por la palabra de Dios.
Esta es, en efecto, la sustancia vital de nuestra alma, de la que se alimenta, se nutre y por la que se gobierna. No hay cosa que pueda hacer vivir al alma dotada de razón como la palabra de Dios. Así como esta palabra de Dios crece en nuestra alma cuando se la acepta, se la entiende y se la comprende, en idéntica proporción crece también su alma; y, al contrario, en la medida en que disminuye en nuestra alma la palabra de Dios, en la misma medida disminuye su propia vida.
Y así como esta conexión de nuestra alma y nuestro cuerpo es animada, alimentada y sostenida por el espíritu vital, así también nuestra alma es vivificada por la palabra de Dios y la gracia espiritual. En consecuencia, posponiendo todo lo demás, debemos poner todo nuestro interés en recoger las palabras de Dios, almacenándolas en nuestra alma, en nuestros sentidos, en nuestra solicitud, en nuestras consideraciones y en nuestros actos, a fin de que nuestro comportamiento sintonice con las palabras de las Escrituras y en nuestros actos no haya nada disconforme con la serie de los mandamientos celestiales, pudiendo así decir: Tu promesa me da vida.
Los insolentes me insultan sin parar, pero yo no me aparto de tus mandatos. El mayor pecado del hombre es la soberbia, pues de ella se originó nuestra culpa. Este fue el primer dardo con que el diablo nos hirió y abatió. Porque si el hombre, engañado por la persuasión de la serpiente, no hubiera pretendido ser como Dios, conociendo el bien y el mal, que no podía discernir a fondo a causa de la fragilidad humana; si, además, había aceptado las reglas del juego: ser arrojado de aquella felicidad paradisíaca por una temeraria usurpación; repito, si el hombre, no contento con sus propias limitaciones, no hubiera atentado a lo prohibido, nunca habría recaído sobre nosotros la herencia de la culpa cruel.
En el tiempo de nuestra humillación, la esperanza nos consuela, y la esperanza no defrauda. Llama tiempo de humillación para nuestra alma al tiempo de la tentación, pues nuestra alma se ve humillada cuando es entregada al tentador para ser probada con rudos trabajos, para que luche y combata, experimentando el choque con las potencias contrarias. Pero en estas tentaciones se siente vigorizada por la palabra de Dios.
Esta es, en efecto, la sustancia vital de nuestra alma, de la que se alimenta, se nutre y por la que se gobierna. No hay cosa que pueda hacer vivir al alma dotada de razón como la palabra de Dios. Así como esta palabra de Dios crece en nuestra alma cuando se la acepta, se la entiende y se la comprende, en idéntica proporción crece también su alma; y, al contrario, en la medida en que disminuye en nuestra alma la palabra de Dios, en la misma medida disminuye su propia vida.
Y así como esta conexión de nuestra alma y nuestro cuerpo es animada, alimentada y sostenida por el espíritu vital, así también nuestra alma es vivificada por la palabra de Dios y la gracia espiritual. En consecuencia, posponiendo todo lo demás, debemos poner todo nuestro interés en recoger las palabras de Dios, almacenándolas en nuestra alma, en nuestros sentidos, en nuestra solicitud, en nuestras consideraciones y en nuestros actos, a fin de que nuestro comportamiento sintonice con las palabras de las Escrituras y en nuestros actos no haya nada disconforme con la serie de los mandamientos celestiales, pudiendo así decir: Tu promesa me da vida.
Los insolentes me insultan sin parar, pero yo no me aparto de tus mandatos. El mayor pecado del hombre es la soberbia, pues de ella se originó nuestra culpa. Este fue el primer dardo con que el diablo nos hirió y abatió. Porque si el hombre, engañado por la persuasión de la serpiente, no hubiera pretendido ser como Dios, conociendo el bien y el mal, que no podía discernir a fondo a causa de la fragilidad humana; si, además, había aceptado las reglas del juego: ser arrojado de aquella felicidad paradisíaca por una temeraria usurpación; repito, si el hombre, no contento con sus propias limitaciones, no hubiera atentado a lo prohibido, nunca habría recaído sobre nosotros la herencia de la culpa cruel.