(Texto de Nicolás Cabasilas)
Los que están poseídos por el amor de Dios y de la virtud deben estar prontos a soportar incluso las persecuciones y, si la ocasión se presenta, no han de rehusar exiliarse y hasta aceptar alegremente las mayores afrentas, en la certeza de los grandes y preciosísimos premios que les están reservados en el cielo.
El amor de los combatientes hacia el caudillo y remunerador de la lucha produce este efecto: infunde en ellos una convicción de fe en los premios que todavía no están a la vista y les comunica una sólida esperanza en los premios futuros. De esta forma, pensando y meditando continuamente en la vida de Cristo, les inspira sentimientos de moderación y les mueve a compasión de la fragilidad de que son conscientes; les hace además delicados, justos, humanos y modestos, instrumentos de paz y de concordia, y, de tal suerte ligados a Cristo y a la virtud, que por ellos no sólo están prontos a padecer, sino que soportan serenamente los insultos y se alegran en las persecuciones. En una palabra, de estas meditaciones podemos sacar aquellos bienes inconmensurables que son el ingrediente de la felicidad. Y así, en aquel que es el sumo bien, podemos conservar la inteligencia, tutelar la habitual buena compostura, hacer mejor el alma, custodiar las riquezas recibidas en los sacramentos y mantener limpia e intacta la túnica real.
Pues bien: así como es propio de la naturaleza humana estar dotada de una inteligencia y actuar de acuerdo con la razón, así debemos reconocer que para contemplar las cosas de Cristo nos es necesaria la meditación. Sobre todo cuando sabemos que el arquetipo en el que los hombres han de inspirarse, tanto si se trata de hacer algo en sí mismos, como si se trata de marcar la dirección a los demás, es únicamente Cristo. El es el primero, el intermedio y el último que mostró a los hombres la justicia, tanto la justicia en relación con uno mismo como la que regula el trato y la conveniencia social. Por último, él mismo es el premio y la corona que se otorgará a los combatientes.
Por tanto, debemos tenerle siempre presente, repasando cuidadosamente todo cuanto a él se refiere y, en la medida de lo posible, tratar de comprenderlo, para saber cómo hemos de trabajar. La calidad de la lucha condiciona el premio de los atletas: fijos los ojos en el premio, arrostran los peligros, mostrándose tanto más esforzados cuanto más bello es el premio. Y al margen de todo esto, ¿hay alguien que desconozca la razón que le indujo a Cristo a comprarnos al precio de sola su sangre? Pues ésta es la razón: no hay nadie más a quien nosotros debemos servir ni por quien debemos emplearnos a fondo con todo lo que somos: cuerpo, alma, amor, memoria y toda la actividad mental. Por eso dice Pablo: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros.
De hecho, en el principio la naturaleza humana fue creada con miras al hombre nuevo; tanto la inteligencia como la voluntad a él están ordenadas: la inteligencia, para conocer a Cristo, y el apetito o el deseo para que corramos tras él, la memoria para llevarlo en nosotros, porque cuando éramos plasmados, él en persona nos sirvió de arquetipo.
El amor de los combatientes hacia el caudillo y remunerador de la lucha produce este efecto: infunde en ellos una convicción de fe en los premios que todavía no están a la vista y les comunica una sólida esperanza en los premios futuros. De esta forma, pensando y meditando continuamente en la vida de Cristo, les inspira sentimientos de moderación y les mueve a compasión de la fragilidad de que son conscientes; les hace además delicados, justos, humanos y modestos, instrumentos de paz y de concordia, y, de tal suerte ligados a Cristo y a la virtud, que por ellos no sólo están prontos a padecer, sino que soportan serenamente los insultos y se alegran en las persecuciones. En una palabra, de estas meditaciones podemos sacar aquellos bienes inconmensurables que son el ingrediente de la felicidad. Y así, en aquel que es el sumo bien, podemos conservar la inteligencia, tutelar la habitual buena compostura, hacer mejor el alma, custodiar las riquezas recibidas en los sacramentos y mantener limpia e intacta la túnica real.
Pues bien: así como es propio de la naturaleza humana estar dotada de una inteligencia y actuar de acuerdo con la razón, así debemos reconocer que para contemplar las cosas de Cristo nos es necesaria la meditación. Sobre todo cuando sabemos que el arquetipo en el que los hombres han de inspirarse, tanto si se trata de hacer algo en sí mismos, como si se trata de marcar la dirección a los demás, es únicamente Cristo. El es el primero, el intermedio y el último que mostró a los hombres la justicia, tanto la justicia en relación con uno mismo como la que regula el trato y la conveniencia social. Por último, él mismo es el premio y la corona que se otorgará a los combatientes.
Por tanto, debemos tenerle siempre presente, repasando cuidadosamente todo cuanto a él se refiere y, en la medida de lo posible, tratar de comprenderlo, para saber cómo hemos de trabajar. La calidad de la lucha condiciona el premio de los atletas: fijos los ojos en el premio, arrostran los peligros, mostrándose tanto más esforzados cuanto más bello es el premio. Y al margen de todo esto, ¿hay alguien que desconozca la razón que le indujo a Cristo a comprarnos al precio de sola su sangre? Pues ésta es la razón: no hay nadie más a quien nosotros debemos servir ni por quien debemos emplearnos a fondo con todo lo que somos: cuerpo, alma, amor, memoria y toda la actividad mental. Por eso dice Pablo: No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros.
De hecho, en el principio la naturaleza humana fue creada con miras al hombre nuevo; tanto la inteligencia como la voluntad a él están ordenadas: la inteligencia, para conocer a Cristo, y el apetito o el deseo para que corramos tras él, la memoria para llevarlo en nosotros, porque cuando éramos plasmados, él en persona nos sirvió de arquetipo.