(Texto de Nicolás Cabasilas)
Tienen acceso a la unión con Cristo los que pasaron por todo lo que él pasó, los que hicieron y padecieron todo lo que él hizo y padeció. Pues bien, Cristo se unió y aceptó una carne y una sangre limpias de todo pecado. Y siendo Dios desde la eternidad, marcó con su divinidad incluso a lo que más tarde asumió, es decir, la naturaleza humana. Finalmente, gracias a esa carne pudo asimismo sufrir la muerte y recobrar la vida.
Por tanto, quien desee estar unido a Cristo, debe participar de su carne, comulgar con su divinidad y acompañarle en la sepultura y en la resurrección. Esta es la razón por la que nos sumergimos en el agua de la salvación, para morir con su muerte y resucitar con su resurrección. Somos ungidos para comulgar con la regia unción de su deidad. Y comiendo el sagrado Pan y bebiendo la divinizarte Bebida, participamos de la carne y de la sangre que él asumió. Y de esta suerte existimos en quien por nosotros se encarnó, murió y resucitó.
¿Y cómo sucede esto? ¿Seguimos tal vez el mismo orden que él? Todo lo contrario, ya que nosotros comenzamos donde él terminó y terminamos donde él comenzó. En efecto, descendió él para que ascendiéramos nosotros y, debiendo recorrer el mismo camino, nosotros lo recorremos subiendo mientras él lo recorre bajando.
De hecho, el bautismo es un alumbramiento o un nacimiento; la unción o crisma se nos confiere con miras a la acción y al progreso; el Pan de vida y el Cáliz de la Eucaristía son alimento y bebida verdaderos. Ahora bien: nadie puede moverse o alimentarse sin antes haber nacido. Por eso, el bautismo reintegra al hombre en su amistad con Dios; el crisma lo hace digno de los dones en él contenidos; la sagrada mesa tiene el poder de comunicar al bautizado la carne y la sangre de Cristo.
Pero si no precede la reconciliación, es imposible relacionarse con los amigos y merecer los premios que les son propios. Como es imposible que los malvados y los esclavos del pecado coman de la carne y beban de la sangre reservadas a las almas puras. Por cuya razón, primero somos lavados y luego ungidos: y así, purificados y perfumados, nos acercamos a la sagrada mesa.