Interrogando a Pedro, el Señor nos interroga a todos

(De los sermones de san Agustín, obispo)

Cuando oyes decir al Señor: «Pedro, ¿me amas?», considera esta pregunta como un espejo y mira de verte reflejado en él. Y para que sepáis que Pedro era figura de la Iglesia, recordad aquel texto del Evangelio: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos. Las recibe un solo hombre. Y cuáles sean estas llaves del reino de los cielos, lo explicó el mismo Cristo: Lo que atareis en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desatareis en la tierra, quedará desatado en el cielo. Si sólo a Pedro se le dijo, sólo Pedro lo hizo; murió Pedro y se fue: ¿quién ata?, ¿quién desata? Me atreveré a decirlo: estas llaves las tenemos también nosotros. Pero ¿qué es lo que digo? ¿Que nosotros atamos?, ¿que nosotros desatamos? Atáis también vosotros, desatáis también vosotros. Porque es atado quien se separa de vuestra comunidad, y, al separarse de vuestra comunidad, queda atado por vosotros. Y cuando se reconcilia, es desatado por vosotros, porque también vosotros rogáis a Dios por él.

Todos efectivamente amamos a Cristo, somos miembros suyos; y cuando él confía su grey a los pastores, todo el colegio de los pastores pasa a formar parte del cuerpo del único pastor. Y para que comprendáis cómo todo el colegio de pastores se integra en el cuerpo del único pastor, pensad: ciertamente Pedro es pastor y plenamente pastor; pastor es Pablo y pastor en el sentido pleno de la palabra; Juan es pastor, Santiago es pastor, Andrés es pastor, y los demás apóstoles son realmente pastores. Entonces, ¿cómo se verificará aquello de: Habrá un solo rebaño, un solo pastor?

Ahora bien, si es cierto aquello de que habrá un solo rebaño, un solo pastor, es que todo el inmenso número de pastores se reduce al cuerpo del único pastor. Pero en él estáis también vosotros, pues sois miembros suyos.

Estos son los miembros que oprimía aquel Saulo, primero perseguidor, luego predicador, echando amenazas de muerte, difiriendo la fe. Una sola palabra dio al traste con todo su furor. ¿Qué palabra? Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Qué podía hacer al que estaba sentado en el cielo?, ¿qué daño podrían hacerle las amenazas?, ¿qué daño podrían hacerle los gritos? Nada de esto podría ya afectarle, y sin embargo clamaba: ¿por qué me persigues? Cuando decía: ¿por qué me persigues? declaraba que nosotros somos miembros suyos. Así pues, el amor de Cristo, a quien amamos en vosotros; el amor de Cristo, a quien también vosotros amáis en nosotros nos conducirá, entre tentaciones, fatigas, sudores, miserias y gemidos, allí donde no hay fatiga alguna, ni miseria, ni gemidos, ni suspiros, ni molestia; donde nadie nace, ni muere; donde nadie teme las iras del poderoso, porque se adhiere al rostro del Todopoderoso.