(Texto de san Basilio Magno)
El Señor, que nos da la vida, estableció con nosotros la institución del bautismo, en el que hay un símbolo y principio de muerte y de vida: la imagen de la muerte nos la proporciona el agua, la prenda de la vida nos la ofrece el Espíritu.
En el bautismo se proponen como dos fines, a saber, la abolición del cuerpo de pecado, a fin de que no fructifique para la muerte, y la vida del Espíritu, para que abunden los frutos de santificación; el agua representa la muerte, haciendo como si acogiera al cuerpo en el sepulcro; mientras que el Espíritu es el que da la fuerza vivificante, haciendo pasar nuestras almas renovadas de la muerte del pecado a la vida primera.
Esto es, pues, lo que significa nacer de nuevo del agua y del Espíritu: puesto que en el agua se lleva a cabo la muerte, y el Espíritu crea la nueva vida nuestra. Por eso precisamente el gran misterio del bautismo se efectúa mediante tres inmersiones y otras tantas invocaciones, con el fin de expresar la figura de la muerte, y para que el alma de los que se bautizan quede iluminada con la infusión de la luz divina.
Porque la gracia que se da por el agua no proviene de la naturaleza del agua, sino de la presencia del Espíritu, pues el bautismo no consiste en limpiar una suciedad corporal, sino en impetrar de Dios una conciencia pura.
Por el Espíritu Santo se nos concede de nuevo la entrada en el paraíso, la posesión del reino de los cielos, la recuperación de la adopción de hijos: se nos da la confianza de invocar a Dios como Padre, la participación de la gracia de Cristo, el podernos llamar hijos de la luz, el compartir la gloria eterna y, para decirlo todo de una sola vez, el poseer la plenitud de las bendiciones divinas, así en este mundo como en el futuro; pues, al esperar por la fe los bienes prometidos, contemplamos ya, como en un espejo y como si estuvieran presentes, los bienes de que disfrutaremos.
Y, si tal es el anticipo, ¿cuál no será la realidad? Y, si tan grandes son las primicias, ¿cuál no será la plena realización?