(De "Semillas de contemplación" por Thomas Merton)
Todo lo que se ha escrito sobre la Virgen Madre de Dios me prueba que la suya es la más recóndita de las santidades. Lo que la gente llega a decir de ella nos dice más acerca de la gente que sobre Nuestra Señora. Pues como Dios nos ha revelado muy poco respecto a ella, los que no saben nada sobre quién y qué era tienden a revelarse a sí mismos cuando intentan añadir algo a lo que Dios nos ha dicho.
Y lo que sabemos acerca de ella contribuye aún a que parezcan más ocultos el carácter y calidad de su santidad. Creemos que la suya fue la santidad más perfecta, fuera de la santidad de Dios. Pero la santidad de Dios es sólo oscuridad para nuestras mentes. Sin embargo, la santidad de la Santísima Virgen es en cierto modo más oculta que la santidad de Dios; porque Él por lo menos nos ha dicho algo de Sí mismo que es objetivamente válido cuando se expresa en lenguaje humano. Pero acerca de Nuestra Señora sólo nos ha dicho unas pocas cosas importantes... y no podemos comprender la plenitud de lo que significan. Pues todo lo que nos ha dicho acerca de su alma es esto: que estaba llena de la más perfecta santidad creada. Pero lo que esto significa, en detalle, no tenemos modo seguro de saberlo. Por lo tanto, la otra cosa cierta que sabemos de ella es que su santidad es reconditísima.
Y, sin embargo, yo puedo hallarla si alcanzo también a esconderme en Dios, donde ella está escondida. Compartir su humildad y reconditez, pobreza, ocultamiento y soledad es el mejor modo de conocerla; pero conocerla así es alcanzar la sabiduría.
En la real, viviente Persona humana que es la Virgen Madre de Cristo, están toda la pobreza y toda la sabiduría de todos los santos. Todo llegó a ellos por su mediación y está en ella. La santidad de todos los santos es una participación en su santidad; porque, en el orden que Él ha establecido, Dios quiere que todas las gracias lleguen a los hombres a través de María.
Por esto amarla y conocerla es descubrir el verdadero significado de todo y tener acceso a toda la sabiduría. Sin ella, el conocimiento de Cristo es sólo especulación. Pero en ella se vuelve experiencia, porque toda la humildad y toda la pobreza, sin las cuales Cristo no puede ser conocido, le pertenecen a ella. Su santidad es el silencio donde se puede, y sólo en él, oír a Cristo, y la voz de Dios se convierte para nosotros en experiencia mediante la contemplación de ella.
El vacío de sí mismo, la soledad interior y el sosiego sin los cuales no podemos colmarnos de Dios, le pertenecen sólo a ella. Si alguna vez conseguimos vaciarnos del ruido del mundo y de nuestras pasiones, ello ocurre porque ella se nos ha aproximado y nos da participación en su santidad y reconditez.
Ella sola, entre todos los santos, es en todo incomparable. Tiene la santidad de todos ellos y, sin embargo, no se parece a ninguno. Con todo, podemos hablar de ser como ella. Este parecido a ella no es sólo algo que se desea..., es lo único digno de nuestro deseo; y la razón de esto es que ella, entre todas las criaturas, recobró del modo más perfecto el parecido a Dios que Dios quiso encontrar, en diversos grados, en todos nosotros.
Es necesario, sin duda, hablar acerca de sus privilegios como si fueran algo que pudiese hacerse comprensible en lenguaje humano y pudiese medirse con patrones humanos. Es muy adecuado hablar de ella como de una Reina y obrar como si se supiera lo que significa decir que tiene un trono por encima de todos los ángeles. Pero esto no debe hacer olvidar a nadie que su máximo privilegio es su pobreza, y su máxima gloria es el ser reconditísima, y la fuente de todo su poder es el ser como nada en la presencia de Cristo, de Dios.
Por ser ella, entre todos los santos, la más perfectamente pobre y la más perfectamente oculta, la que no tiene absolutamente nada que intente poseer como propio, puede con la máxima plenitud comunicar al resto de nosotros la gracia del Dios infinitamente generoso. Y lo poseeremos más verdaderamente cuando nos hayamos vaciado de nosotros mismos y consigamos ser pobres y ocultos como ella, y así nos parezcamos a Él pareciéndonos a ella.
Y toda nuestra santidad depende de su voluntad, de su placer. Aquellos que ella desea que compartan el gozo de su pobreza y sencillez, aquellos que ella quiere que estén ocultos como lo está ella, son los que llegan a ser los más grandes santos a los ojos de Dios.
Es, pues, una gracia sin medida, y un gran privilegio el que una persona que vive en el mundo en que hemos de vivir pierda súbitamente todo interés en las cosas que absorben la atención de ese mundo y descubra en su alma un apetito de pobreza y soledad. Y el más precioso de todos los dones de la naturaleza o la gracia es el deseo (de ocultarse y desaparecer de la vista de los hombres, ser tenido en nada por el mundo, ser borrado de la propia consideración y desaparecer en la nada en la inmensa pobreza que es la adoración de Dios).
Este vacío absoluto, esta pobreza, esta oscuridad encierra el secreto de todos los gozos, porque está llena de Dios. Buscar ese vacío de sí mismo es la verdadera devoción a la Madre de Dios. Hallarlo es hallarla a ella. Y estar escondido en sus profundidades es estar lleno de Dios, como ella está llena de Él, y compartir su misión de llevar a Dios a todos los hombres.
Y todas las generaciones deben llamarla bendita, porque todas reciben por su mediación lo que les es concedido de vida y gozo sobrenaturales. Y es necesario que todo el mundo la reconozca y acate, y que se canten las alabanzas de la gran obra de Dios en ella, y se construyan catedrales en su nombre. Pues si no se reconociere a Nuestra Señora como Madre de Dios y corno Reina de todos los santos y ángeles y como la esperanza del mundo, la fe en Dios quedaría incompleta. ¿Cómo podemos pedirle a Dios todo aquello que Él quiere que esperemos, si no sabemos, por la contemplación de la santidad de la Virgen Inmaculada, cuán grandes cosas puede Él realizar en el alma de los hombres?
Así, cuanto más ocultos estemos en las honduras donde se descubre su secreto, tanto más querremos alabar su nombre en el mundo y glorificar, en ella, al Dios que hizo de ella su resplandeciente tabernáculo. Sin embargo, no nos fiaremos del todo en nuestro propio talento para hallar palabras con que alabarla, pues, aunque pudiéramos cantar sus alabanzas como Dante o San Bernardo, todavía poco podríamos decir de ella en comparación con la Iglesia, que es la única que sabe cómo alabarla adecuadamente y se atreve a aplicarle las inspiradas palabras que Dios dice de Su propia Sabiduría. Así la encontramos viviendo en medio de la Sagrada Escritura, y a no ser que la hallemos, también, oculta en la Escritura dondequiera y en cualesquiera promesas que contengan a su Hijo, no conoceremos plenamente la vida que está en la Escritura.
Es ella quien, en estos últimos días, está destinada por delegación de Dios a manifestar el poder que Él le ha dado, a causa de su pobreza, y a salvar a los últimos hombres vivos en las ruinas de la tierra incendiada. Y si la última edad del mundo, por la perversidad de los hombres, se convierte en la más terrible, también será para los elegidos, por la clemencia de la Virgen, la más victoriosa y la más gozosa.