(De "Razones para vivir" por José Luis Martín Descalzo)
Si en el mundo hay algo que sea especialísimamente difícil y para lo que, sin embargo, nos sintamos perfectamente preparados, es el arte de criticar. Arte endiabladamente complejo y que se convierte en injusticia noventa y nueve de cada cien veces que lo usamos y en el que, no obstante, nos embarcamos a diario con una frivolidad digna de mejor causa.
Es uno de nuestros deportes favoritos. ¿Quién hay que no critique algo o a alguien setenta veces siete cada día? Critican los hijos a los padres, los padres a los hijos, los vecinos a los demás vecinos, los gobernados a los gobernantes, los incrédulos a los creyentes, los creyentes a su propia Iglesia, los españoles a los españoles, los franceses a todo el resto del mundo, no hay persona que llegue a la noche sin haber derramado o recibido -sabiéndolo o sin saberlo- media docena de rociadas críticas al día.
Y lo gracioso es que esto de la crítica se suele presentar en la actualidad no sólo como un gran derecho, sino también como un mérito. Un hombre que «vive en postura crítica» se considera ya un privilegiado. «Mantener una actitud crítica» es algo así como la cima de la perfección. ¡Y cuánta falsedad y mediocridad se esconde a veces tras tan bonitas palabras! No creo que sea malo reflexionar un poco sobre este arte que jamás nos han enseñado.
Y no vendría mal empezar por un recuerdo infantil. Yo tuve un profesor de griego que nos explicaba que la palabra «crítica» viene del verbo «krino» o «krinein», que quiere decir «juzgar, medir, valorar», y nos recordaba que de esa misma raíz, «kri» vienen «crisol» y «acrisolar» (es decir: filtrar impurezas) y vienen también palabras tan dispares como «crisis», «criterio» e incluso «hipocresía» (desempeñar un papel teatral, literariamente).
Pero nuestro profesor insistía en que, por tanto, crítica no es, como suele pensarse, sólo decir las cosas malas de lo juzgado, sino medir, valorar cuanto tiene de bueno y de malo. Por lo que una crítica que sólo subraya lo negativo no es ya una crítica, sino algo muy diferente. Y entonces nuestro profesor nos explicaba que para expresar esa idea de «decir lo negativo» tenían los griegos otras dos palabras «aitía», que quiere decir acusación, y «diabolé», que es más dura y se refiere a la «acusación calumniosa». De esa última palabra viene precisamente el nombre de «diablo», es decir: el acusador, el calumniador.
No he olvidado nunca la explicación de mi profesor de griego: muchos que se creen «críticos», son simplemente «diablos». Muchos que creen ejercer esa nobilísima tarea que es criticar (separar el grano de la paja, para guardar el grano), lo que en realidad hacen es acusar, calumniar, diabolizar. Es decir. destruir.
El crítico, en cambio, es el que juzga porque ama aquello que está criticando y porque quiere ayudar a mejorar. Critica para empujar hacia arriba. No goza criticando. Sabe que al criticar él también se embarca en aquello que critica: porque también él fracasa si lo criticado no acaba mejorando.
El criticón es todo lo contrario: goza subrayando los aspectos negativos. Y el fracaso de lo criticado lo ve como un éxito propio, como una confirmación de que él tenía razón al criticarlo.
Triste personaje el criticón. Que empieza por no ser feliz. ¿Conocen ustedes a alguna persona que se pase la vida hablando mal de los demás y que sea al mismo tiempo feliz personalmente? No, el criticón critica precisamente porque él no es feliz y proyecta su amargura sobre el criticado. Lo que realmente no le gusta es su propio corazón. Y todo su desencanto por si mismo lo vuelca en cuanto mira. Si una jarra llena de vinagre rebosa -como dice el refrán-, rebosará vinagre. Si lo que rebosa es miel, es que está llena de miel.
Por eso, porque el criticón no puede aceptar que los demás sean más felices o mejores que él, todo el mundo le parece podrido. Y se pasa la vida vigilando los posibles -y temibles- éxitos de los demás.
En el fondo, al criticón le disgusta el mundo que le rodea y el que tiene dentro. Pero, como es demasiado orgulloso para reconocer que él tiene parte de culpa de ese mundo molesto, necesita inventarse culpables: y los encuentra en todos los que le rodean. Como él está seguro de tener la verdad absoluta, se sube en la peana de esa verdad y se dedica a demostrar a todo el mundo que él tiene razón, ¿Cómo, entonces, podrían tenerla los demás?
Pero ahora debemos aterrizar un poco más. Y señalar cuándo y cómo se debe hacer la crítica.
Y las leyes fundamentales me parecen las siguientes: la primera es que no tiene derecho a criticar el que no elogia habitualmente. Un padre que jamás elogia las cosas que su hijo hace bien -y todo el mundo hace muchas cosas bien-, ¿qué derecho tendría a reñirle cuando se equivoca? Un jefe que jamás estimula a sus colaboradores, ¿no se despoja de razón para criticar cuando éstos fallan?
El que en política jamás encuentra nada válido en sus gobernantes, ¿no demuestra en sus críticas que o es un neurótico o tiene gafas políticas para criticarles? La crítica verdaderamente valiosa es la de quien, estando en principio siempre dispuesto al elogio, se ve, en algún caso, obligado a criticar.
La segunda ley podría ser ésta: no se debe criticar nada que no se ame. Si toda crítica va dirigida a conseguir el bien y no a destruir, ¿no es lógico que sólo se critique aquello cuyo bien se quiere? Criticamos con derecho a los gobernantes cuando de hecho querernos a nuestro país, y lo demostramos a diario con nuestro trabajo. Tenemos derecho a criticar a la Iglesia si la amamos. Y con tanta más razón criticamos al hijo o al esposo cuanto más les demostremos constantemente nuestro amor. La crítica del enemigo ni crea nada, ni nada aporta.
Lógicamente, cuando se critica lo que se ama se critica con amor, con tanta delicadeza como la que se emplea al curar una herida. Por ello, en una crítica rebozada de ironías o sarcasmo, puede haber un desahogo del que critica, no una esperanza de verdadera mejoría.
La cuarta norma podría ser ésta: Nunca se debe formular una crítica sin que, antes, el propio crítico se haya preguntado por la parte de responsable que él tiene en lo que fustiga. La verdad es que todos somos responsables de todo.
Y cuando algo marcha mal, nadie de los que rodean ese mal puede estar seguro de tener limpias sus manos. ¿Cómo criticar a un país que produce poco, si no empezamos todos por cumplir nuestro deber?
¿Criticar a la jerarquía por la mala marcha de la Iglesia, no será una coartada para tapar nuestros errores? ¿Reñir a un hijo porque llega tarde a casa no es un autoengaño cuando no se ha empezado por hacer vividera la convivencia dentro?
Lógicamente se critica de manera distinta cuando uno se siente corresponsable de lo que se discute. Y, en rigor, sólo debería criticarse «desde dentro», comenzando por la confesión de nuestra propia culpa. El criticado entenderá mucho mejor su error si empezamos a compartir con él el nuestro. Porque no entenderá la crítica como una agresión hecha desde fuera, sino como una colaboración practicada desde dentro. Desde dentro del corazón.
Y ahora quisiera concretar las pequeñas leyes que son decisivas en el arte de criticar. Lo hago siguiendo las que seguía López Caballero. Podrían ser las siguientes.
- La crítica ha de hacerse siempre «cara a cara». No hay nada más sucio, más triste que la denuncia anónima. El que tira la piedra y esconde la mano sólo demuestra que su corazón está podrido. Y carece de todo derecho a criticar.
- La crítica ha de hacerse a la persona interesada y en privado (salvo en la crítica pública a las cosas públicas). Una crítica a un hijo o a un amigo en público es siempre rigurosamente contraproducente.
- Nunca se debe criticar comparando con otras personas. Decirle a un hijo: «Aprende de tu primo, o de fulanito» es olvidar que cada persona es cada persona.
- Se deben criticar los hechos, jamás las intenciones. El que ama debe partir siempre de la buena voluntad de aquellos a quienes ama.
- La crítica debe ser específica, no generalizadora; objetiva, no exagerada. Cualquier exageración en la crítica le hace perder toda su eficacia. Evitar las palabras «siempre», «nunca». Nadie es «siempre malo».
- Hay que criticar una sola cosa cada vez. Sí. al criticar, soltamos todos los rencorcillos que hemos ido acumulando durante meses, lo que conseguiremos es discutir y no curar.
- No se deben, en principio, repetir las críticas una vez formuladas. Las repeticiones y el machaconeo las vuelven ineficaces.
- Hay que saber elegir bien el momento para criticar. En principio lo ideal es hacerlo apenas se ha producido el hecho criticable, pero todo depende de que nosotros estemos tranquilos para criticar y el criticado lo esté para escuchar. Si uno de los dos está nervioso, lo más probable es que agrandemos la herida en lugar de curarla.
- Nunca se debe criticar lo que no se ha comprobado bien. Criticar sobre rumores, sobre sospechas, es predisponerse a ser injusto.
- Antes de criticar hay que ponerse en las circunstancias del criticado. Como dice un viejo proverbio: «Dios me libre de juzgar a mi hermano».