(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Sosteníase firme sobre extenso pie, asentado en la peana. Austero subía el tallo, sutil por extremo, en que se adivinaba la fuerza sustentadora, ascendente en apretado haz.
A poco más de su mitad, el nudo finamente labrado; y en el remate, donde angosto anillo reducía a extrema sujeción la noble fuerza sostenedora desplegábase minuciosa y linda decoración foliácea ofreciendo amable descanso al corazón del cáliz, la copa.
¡Ah y cómo en aquella ocasión sentí el sagrado misterio!
Como si el tallo sustentador brotara de honda y sólida base, con fuerza severamente concentrada, y de él floreciera aquella figura, que tiene un sentido único: recoger y guardar.
¡Oh, tu, santo y sagrado arcano, Cáliz que en tu fondo resplandeciente escondes el tesoro de las gotas divinas, el misterio inefable de la sangre dulce y fecunda puro fuego y puro amor!
Y proseguía el discurso…
Mas, no; que ya no era discurrir, sino sentir y contemplar.
¿No está ahí el mundo? ¿Y la creación entera, que, en último término, sólo tiene un sentido?
El hombre, en carne y hueso, en cuerpo y alma, con su corazón palpitante…
¿No dijo San Agustín con frase grandiosa que lo más hondo de mi ser de hombre consiste en que «soy capaz de abarcar a Dios»?