(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Lino, el mantel extendido sobre el altar; lino, los Corporales donde reposan Hostia y Cáliz del Señor; lino, el alba o túnica blanca en que se envuelve el sacerdote para el divino servicio; lino, el lienzo que cubre la mesa del Señor, donde se reparte el Pan Eucarístico entre los fieles…
Cosa en verdad preciosa el lino de buena ley: limpio fino y fuerte. Viéndole extendido tan blanco y fresco, me viene a la memoria cómo, yendo cierto día de invierno por el bosque, llegué de pronto a un claro que se hacía entre oscuros abetos, alfombrado de reciente y blanquísima nieve. Respetuoso, no osando hollar con burdo calzado aquella albura sin mancilla, di un rodeo para proseguir mi ruta a la otra parte… Pues así está el lino desplegado para el culto.
Se ha de ver ante todo en el altar de la divina ofrenda. Del altar decíamos en el epígrafe anterior que está aislado del resto del templo, como lugar sagrado por excelencia, y que el altar visible es imagen y semejanza del interior del alma. ¿Qué digo imagen? El altar visible no sólo representa aquel otro invisible del corazón interiormente dispuesto al sacrificio, sino que ambos se complementan mutuamente, y aun por manera misteriosa componen uno solo. El altar verdadero y perfecto donde se ofrece el sacrificio de Cristo es la unidad viviente de entrambos.
¿Hablará por eso el lino tan eficazmente al corazón? Algo ha de haber sin duda en nuestro interior que le haga correspondencia. Porque sentimos su voz como una orden expresa, como un cargo y un anhelo; Sólo del corazón limpio nace el sacrificio verdadero; y el lino representa la pureza que debe adornar el corazón para que la ofrenda sea grata a Dios
No poco tiene el lino que decirnos sobre la pureza. Cosa fina y noble el verdadero lino. Un natural tosco y violento no constituye de suyo pureza alguna; nada tiene ésta que ver con el rostro ceñudo, su fortaleza es la de la finura; su disciplina, aristocrática. Pero tiene vigor. El verdadero lino es fuerte, no tela sutil de araña, que un airecillo disipa. La verdadera pureza no es enfermiza; no huye de la vida, ni vive de vanas ilusiones, ni se forja ideales exagerados. La pureza de verdad tiene las mejillas sonrosadas del gozo de la vida y ostenta el brío intrépido de la lucha valerosa.
Y otra cosa más dice el lino al espíritu reflexivo. Porque no fue al principio tan límpido y primoroso cual ahora le ves; primero tosco y de escasa vistosidad, poco a poco ha ido tras repetido tratamiento de lavados y blanqueos adquiriendo ese su aroma de frescura. Pureza no es virtud congénita. Es ciertamente gracia; y hay sin duda quienes la llevan en su alma como un don, mostrando en todo su ser el frescor vívido de íntima nativa inocencia. Pero son excepciones. Eso que en los demás casos llamamos pureza, es cosa a menudo muy incierta, y sólo significa que aun no se ha movido tempestad contra ella. El casto no nace, sino se hace. La verdadera pureza se adquiere tras largo y decidido empeño.
Lino sobre el altar, blanco, fino y fuerte: símbolo de pureza, hidalguía y vigor sano.
En el Apocalipsis nos habla San Juan de «una gran muchedumbre, que nadie podía contar, de toda las naciones, y tribus, y pueblos, y lenguas, de pie ante el trono, vestidos de túnicas blancas». Y como alguien preguntase «Éstos que andan así vestidos de blanco, ¿quiénes son y de dónde vinieron?», fuele respondido: «Éstos son los que vienen de la magna tribulación, y lavaron sus vestiduras y las blanquearon en la sangre del Cordero. Por eso asisten en el trono de Dios y le rinden culto día y noche» (Apoc 7,9 ss).
«Vísteme, Señor, de blanca túnica», reza el sacerdote poniéndose el alba para el Santo Sacrificio de la Misa…