(De "Oraciones de vida" de Karl Rahner)
Jesús, toda dogmática sobre ti es buena, y gustosamente afirmo de la misma: «Yo creo; Señor, ayuda mi incredulidad».
Pero esa dogmática es buena solamente porque puede aclararme la propia imagen que de ti llevo en mi interior, mas nunca me clarificará a ti mismo tal como Tú —mediante tu Espíritu— te manifiestas a mi corazón: silenciosamente sales a mi encuentro en el camino de mi vida, como experiencia de tu gracia interior.
Sales a mi encuentro en el prójimo, al que debo entregarme sin esperar nada a cambio; en la fidelidad a la conciencia, a la que debo seguir sin percibir ganancia alguna; en el amor y en la alegría, que no son más que promesa y me cuestionan si merece la pena creer en el amor y alegría eternos; en la oscura agua de la muerte, que lentamente asciende desde el pozo de mi corazón; en las tinieblas de la muerte, que se muere a lo largo de la vida; en la monotonía de los pesados servicios de la agitación diaria; sales a mi encuentro por doquier, Tú, el Intimo, el Innominado o el Llamado por tu nombre.
En todo busco a Dios para huir de la nada asesina y no puedo abandonar el hombre que soy, al que amo. Pues todo te confiesa a ti Dios-Hombre.
Todas las cosas claman hacia ti, en quien como hombre ya se tiene a Dios sin tener que abandonar al hombre y en quien como Dios ya se puede encontrar al hombre sin temor a encontrar solamente lo absurdo.
Yo te invoco. La fuerza última de mi corazón pugna hacia ti. Déjame hallarte, encontrarte en toda mi vida para que poco a poco llegue a comprender lo que la Iglesia me dice de ti. Sólo hay dos palabras últimas: Dios y hombre, un único misterio al que me entrego plenamente en amor y esperanza.
Este misterio es verdaderamente uno en su duplicidad, es uno en ti, Jesucristo. Poniendo mi mano sobre tus llagas te digo juntamente con el incrédulo y buscador Tomás: «Señor mío y Dios mío». Amén.