El hombre a la luz de la Revelación

(De "Quién es el hombre" reflexión del sacerdote y teólogo italiano Romano Guardini 1885-1968)

El pecado original consistió en que el hombre se negó a seguir siendo retrato, en que quiso ser original, sabio y poderoso como Dios. En consecuencia, perdió la relación con Él. El puente cayó al vacío. La figura se precipitó sobre sí misma y surgió el hombre perdido.

Nada sabemos del largo tramo de su vida en la oscuridad de la perdición. Puede que algún día logremos escuchar lo que sobre ello dice el arte de los tiempos más primitivos; es posible que alguna vez aprendamos a interrogar sobre estas cosas a los hallazgos paleontológicos. Hasta el presente no se ha logrado; la pregunta y la respuesta se encuentran de antemano con el anatema de la idea de evolución, para la cual todo peldaño inferior está en camino hacia el peldaño superior. La verdad es que esta oscuridad no fue la fase anterior a la salida hacia una nueva luz, sino el bronco aturdimiento que siguió a la caída.

En esta situación el hombre ya no sabía quién era ni dónde estaba el sentido de su vida. En el norte hay una fábula de gentes a quienes la tristeza ha herido de muerte el corazón, y entonces ya no saben quiénes son. Es una imagen de lo que queremos decir: los hombres ya no supieron nunca más quiénes eran, ni de dónde venían, ni adónde iban.

Y esto duró mucho tiempo, a pesar de toda la grandeza de las realizaciones y de toda la magnificencia de las obras que llenan la historia. Si se repasan las respuestas que el hombre da a la pregunta sobre el sentido de su vida—no solamente algunas, sino todas; no sólo las valientes, sino las desesperadas; no sólo las nobles, sino también las villanas—hay que concluir que el hombre no sabe quién es. Sólo que se ha acostumbrado tanto a este no-saber, que lo encuentra correcto, que lo confunde con la problemática de la naturaleza, a la que paso a paso supera la ciencia, y que hasta se siente orgulloso de ello.

Esta es la segunda definición que el hombre conoce por la revelación. La primera era: el hombre es imagen de Dios. La segunda: se ha rebelado contra la relación con su original, pero sin poder invalidarlo. Por tanto es una imagen distorsionada. Y esta distorsión confirma completamente cómo se comprende a sí mismo, qué hace, quién es.

Luego vino la revelación y la redención, que se llevó a cabo en la estrecha línea de la historia veterotestamentaria y se consumó en Cristo. A través de ella se comunicó al hombre quién es, y también quién es Dios. Conocimiento de Dios y conocimiento del hombre volvieron a formar un todo, y la imagen recobró de nuevo su sentido.

En Cristo alcanzó una grandeza incomprensible, pues en Él la imagen del hombre fue el medio para la epifanía del Hijo eterno de Dios en el mundo: «El que me ve a mí, ve también al Padre» (Jn 14, 9). Pero por la fe y el bautismo participa el hombre en este misterio. Nacerá el hombre nuevo «destinado, desde el principio, a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8, 29).

A partir de aquí pudo volver a entenderse. Era como quien, tras un largo olvido, retorna a sí mismo. Si observamos el pensamiento, la contemplación, la figura, el orden y la sabiduría de los primeros cinco siglos después de Cristo, veremos cómo el hombre se arraiga en sus propias raíces. Remontándose hasta Dios, encuentra su verdad. Experimentando la interioridad de Dios, capta su propia interioridad. Entreviendo la grandeza de Dios, es consciente de su propia añoranza. La ciencia actual es incapaz de leer el arte de esta época. Dispone de una enormidad de datos y relaciones, sabe mucho sobre formas y estilos, pero no ve lo realmente peculiar, a saber, el encuentro del hombre consigo mismo en su encuentro con Dios, si es que se trata de la figura misma del hombre o del espacio con rostro humano en la Iglesia, el palacio y la casa, del destino del hombre en la poesía o el drama o de la vida de su corazón en la música.

La tercera definición que la revelación da del ser del hombre es la siguiente: Cristo cargó sobre sí mismo la culpa y la expió. El hizo visible en sí la imagen sagrada, y mediante la fe, el amor y la obediencia puede el hombre volver a estar salvado.

En el curso de la historia, de una historia que debería haber llevado a un conocimiento cada vez más hondo y, por tanto, a una vida definida, sobrevino una vez más la caída. No sólo este o aquel individuo, sino muchas personas influyentes y responsables se apartaron de la revelación. Se produjo un enorme auge en la producción artística, poética y científica, y se llevó a cabo la configuración del Estado y el dominio económico y técnico del mundo. Pero, en medio de todo esto, sucedió algo tremendo: sin darse cuenta de que estaba sucediendo, más aún, creyendo que llegaría a la auténtica verdad, el hombre volvió a olvidar quién es.

Perdió su «referencia» a Dios y se entendió a sí mismo como un ser naturalmente autosuficiente, y a su obra como una creación autónoma. Con ello desapareció de su vista su auténtico ser y también el verdadero sentido de su obrar.

Den ustedes hoy un repaso a la ciencia actual del hombre, tal como se manifiesta en la medicina, la psicología profunda, la sociología y la historia. ¿Acaso se reconocen a sí mismos en lo que estas ciencias dicen? Si rechazan la sugestión que les rodea, si apelan a su conocimiento más profundo, ¿acaso tienen la sensación de que se está hablando de ustedes?

¿No asisten al espectáculo del hombre que con tanto despliegue de realidades y medios habla de sí y precisamente por eso se escurre de sí mismo? Fíjense también: el Estado moderno, con obras tan gigantescas como el orden y la administración, ¿acaso se dan cuenta de que el ser, que hace leyes y las cumple, que rige y regirá, son ustedes mismos? ¿No se trata de un temible aparato, que al final suena a hueco? ¿No estamos ante un ser que allí atrapado, acostumbrado a órdenes, utilizado y explotado a propósito, será protegido y destruido; y que a este ser se le llama «hombre», cuando la verdad es que de hombre no tiene nada en absoluto, sino que es algo fantasmagórico entre un semidiós y una hormiga?

Ahí está el fenómeno patológico de la amnesia, que no es raro que se presente con motivo de las guerras. Ahí tienen ustedes un hombre que hace esto y aquello, pero que ha olvidado quién es, y, por tanto, su existencia carece de centro y de unidad. Algo parecido, aunque en proporciones infinitamente mayores, es lo que le ha pasado al hombre moderno. Es como alguien que ha olvidado su nombre, porque este nombre va incluido en el nombre de Dios. No se puede olvidar el nombre del Dios viviente y seguir manteniendo el propio nombre, el propio sentido de la vida y la propia trayectoria vital. Es tan poco probable como que un puente pueda seguir donde está si desaparece la orilla en que se apoya. Este hombre está alucinado.

Hace cosas impresionantes para ratificarse a sí mismo. Somete al mundo a su poder para convertirlo en obra suya. Pero, en el fondo, ya no sabe quién es el ser, quién lo hizo, ni de dónde viene ni adónde va. Que esta situación no se queda en el plano metafísico, sino que también afecta a la realidad de la vida psíquica y somática, de la vida individual y estatal, de la vida económica y cultural, lo ve quien quiere verlo.

Aquí tenemos un contexto real, cuyo análisis constituye una tarea del pensamiento cristiano. El tendrá que mostrar que mediante la confusión de las distintas contradicciones políticas, económicas y culturales que llenan el mundo, discurren dos grandes frentes en los que se decidirán las auténticas cuestiones: las del hombre que intenta comprender su existencia y su obra desde sí mismo, y las del hombre que recibe sin cesar su nombre del nombre de Dios y su misión del Dios verdadero. Con ello se plantea un serio interrogante: ¿hasta qué punto sucede en realidad todo esto? ¿Cuántos hombres son conscientes de la nueva posibilidad? ¿Hasta dónde lo es la humanidad en cuanto tal?

Seamos más incisivos: ¿la toman también en serio quienes han escuchado y aceptado el mensaje? Nietzsche acusó a los cristianos de hablar de salvación, pero de no dar en absoluto la impresión de estar realmente salvados.

Planteemos todavía el tema más radicalmente: ¿Dan la impresión de estar salvados los que lo toman en serio? ¿Se trasluce en ellos el «hombre nuevo» que debe surgir de la fe y del amor? ¿Se hace visible la imagen santificada en Cristo? ¿Es el mensaje del hombre nuevo que brota de la salvación algo más que un ideal?

La respuesta procede de alguien que está junto a las fuentes de la revelación misma, es decir, de Pablo. El vivió el interrogante que nace de la contraposición entre el contenido de la fe y la realidad inmediata. El cristiano cree que está salvado; cree también que ha crecido en él el nuevo ser humano a partir de Dios; pero ¿no se siente inmediatamente desmentido por la experiencia de su propio ser? Pablo lo expresa mediante su doctrina del hombre «viejo» y del hombre «nuevo», del hombre carnal y del hombre espiritual. Con esto no alude a ningún dualismo, ni tampoco a la contraposición platónica entre cuerpo y espíritu. Lo que él llama «carne» es el hombre viejo con cuerpo y alma; lo que llama Espíritu es el hombre nuevo, también con cuerpo y alma viviente, pero un hombre salvado. Entre ambos hay una lucha incesante, y la existencia debe entenderse como el campo donde se desarrolla esa lucha. Cierto que hay momentos en que el hombre «nuevo» emerge y es dueño de sí mismo, pero una y otra vez aparece el hombre «viejo» y lo oculta.

Así pues, el cristiano se halla en una situación comprometida: tener que dejar claro quién es propiamente él frente a lo que, aunque parezca lo contrario, es impropiamente. Sin cesar surge la duda: ¿Soy yo realmente lo que el mensaje dice de mí? Y una y otra vez ha de superarse esta pregunta con el «a pesar de» de la fe, con «la esperanza contra toda esperanza».

Y llegamos a la cuarta cosa que la revelación nos dice sobre el hombre: lo que es el hombre, si logra una auténtica imagen, se manifestará al final, tras la resurrección y el juicio. Entretanto queda la lucha en la oscuridad, el devenir en permanente contradicción.

Y realmente así es: el cristiano ha de creer en su propio ser cristiano. En su peculiaridad contra el enorme poder de lo inauténtico. Podría incluso decirse que en la confesión de fe falta un artículo: Creo en el hombre, que se formará según la imagen de Cristo; creo que Él está en mí, a pesar de todo, y que, a pesar de todo, madura en mí.