Cuando, Señor, me beses con tu beso
final —el de mi muerte—, sea llave
tu beso de esa luz que aquí he soñado
más allá de mí misma y de los hombres.
Pise yo avenidas de hermosura
y jardines sin odio ni tristeza.
Vague mi alma dichosa por el reino
donde todo revela su secreto.
¡No haya sombras allí ni crueles máscaras
que oculten la verdad de cada vida!
(¡Oh belleza real y no apariencia!
¡Oh la pura unidad integradora!)
¡No haya muros allí! ¡El cielo claro
sea arena sin cuerpo que sustente
esa bella ciudad que no es del mundo!
¡No haya torres, Señor! ¡Tan sólo el aire!
(¿La has creado, mi Dios, en tus esferas?
¿Es la nube colmada de tu lluvia?
¿O es relámpago breve que entreveo
en un sueño de amor y de esperanza?)
Con tu beso final cruce la puerta
de esa inmensa ciudad que te rodea.
¡Vea yo, sin mis ojos, la armonía
que he buscado en la tierra inútilmente!