Del Nombre de Dios

(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)

No ha de sorprendernos que jamás pronunciaran el Nombre de Dios los fieles de la Antigua Alianza, sino que le sustituyeran por el de «Señor».

Porque la especial elección del pueblo judío consistió en haber él palpado más directamente que ningún otro la realidad divina y la presencia de Dios.

De su grandeza, majestad y terribilidad tuvo Israel idea mucho más clara que ninguna otra nación.

Por medio de Moisés le reveló Dios su «Nombre»: «El que es, tal es mi Nombre.» «El que es», el que de nadie necesita, el que subsiste en sí y por sí mismo, y es suma y sustancia de todo ser y toda virtud.

El Nombre de Dios era para ellos imagen y resplandor de su esencia. De su Nombre veían irradiar la esencial divina. Tan una cosa con Dios era su Nombre, que tenían temor de pronunciarle, como temieron de su presencia un día en el Sinaí.

En los Libros Sagrados del Antiguo Testamento habla Dios de su Nombre como de sí mismo al decir del templo: «Allí estará mi Nombre» (Deut 12,11). Y también en aquel lugar del Apocalipsis donde promete, a quien se mantuviere fiel, que le ha de «hacer columna del templo» y «sobre él inscribir el Nombre de Dios» (Apoc 3,12): como si dijera que le ha de consagrar y dársele en persona.

Se explica, pues, aquel mandamiento: «No tomarás el Nombre del Señor, tu Dios, en vano» (Éx 20,7). Se explica también que el Salvador nos enseñe a orar: «Santificado sea el tu Nombre» (Mat 6,9; Luc 11,2); y que «en el Nombre de Dios» hayamos de comenzar todas nuestras obras.

Misterioso, en verdad, el Nombre de Dios. En él resplandece la esencia de lo Infinito; la esencia de Aquel «que es» en plenitud inagotable de ser y majestad.

Y en esa palabra vive asimismo lo más hondo de Nuestra alma. Nuestro ser íntimo responde a Dios, porque inseparablemente le pertenece. Creado por Él y para Él, no descansará en tanto no esté con Él unido. Ningún otro sentido, en efecto, tiene nuestro «yo», sino el de unirse en comunión de amor con Dios.

Todo esto, nuestra nobleza, el alma de nuestra alma, se encierra en la palabra «Dios», «mi Dios». Mi origen y fin, el principio y término de mi ser, la adoración, la nostalgia, la contrición: todo.

El Nombre de Dios es propiamente todo. Hemos, pues, de pedir que nos enseñe a «no tomar su santo Nombre en vano», antes bien a «santificarle».

Hemos de rogar que su Nombre resplandezca en toda su gloria. Jamás consintamos que se convierta en moneda que circula muerta de mano en mano. Ha de ser para nosotros infinitamente precioso, tres veces santo.

Honremos como a Dios mismo su Nombre, que con ello honramos también el santuario de nuestra propia alma.