Aprende a perder

(De "Motivos de San Francisco", poemas en prosa de la poetisa chilena Gabriela Mistral (1889-1957), inspirados directamente en las Florecillas de San Francisco y sus Hermanos)

Tú que alcanzaste la alegría durable, Francisco, enséñamela. Mi alma se parece al olivo, que entero está alegre y brillante y cuando un vientecillo le vuelca las hojas, se queda con color de ceniza.

-“Aprende a perder”, dice Francisco.

-Enséñame la fácil alegría que baja sólo con mirar el cielo abierto, la alegría que nada cuesta porque va pasando en el viento; alegría de ver amanecer, mirando cómo crece la rosa de la mañana en unos instantes de silencio sobre la colina, mirando cómo la crudeza del mediodía va suavizándose hasta tener las violetas tan tiernas de la tarde y cómo la noche se va espesando en una felpa profunda hasta ser densa, densa.

-“Eso no es todo. Aprende a perder”, dice Francisco.

-Enséñame, repito como embriagada, la ingenua alegría, la que viene de sentir el agua correr entre los dedos, con la mano sumida en el arroyo, la que revienta en una risa fresca porque se posa en nuestros pies una mariposa tan pintada que alucina.

-“No basta, aprende a perder”, dice Francisco.

-Enséñame -continúo todavía- aquella durable alegría que viene de que no nos canse la belleza, grande, y que no nos conmueva la pequeña. Yo quiero que el rostro que amo no me fatigue, que el libro que leo no se me haga costumbre. Y hazme hallar hermosura en los menudos objetos que me ordenan; la taza clara como un lirio donde bebo mi leche, esta maceta de hojitas tiernas que crece junto con mi día, esta lámpara tan viva que me alumbra.

-“No basta tampoco eso, aprende a perder”, dice Francisco. Y sigue diciéndome: aprende a perder tu lecho blando sin que te duela el costado sobre el tosco jergón. Aprende a perder la sombra humanizada de tu corredor y que no te duela salir a la noche desnuda. Aprende a perder los rostros que te rodean, amantes y por los cuales vendrá a llamar la muerte, para deshacer las líneas en que se hacía visible su ternura. Aprende a perder todas las suavidades de la vida y hasta la de Dios, cuyo servicio se te volverá de repente áspero como las limas. Aprende a perder tu propia sangre, y consiente con alegría. A que se haga pus en tus llagas; a perder tu Sano aliento y el latido junto de tu corazón, que se va a retardar o enloquecer y el color quemado de tus cabellos, cuando baje la ceniza innumerable de la muerte.

Y cuando ya sepas perder, habrás conseguido la durable alegría, y entonces no mudará el color de tu alma, como el follaje del olivo que voltea el viento.

-¡Ay pobrecillo! Todavía no sé perder; me parece que me roban en cada despojo y se levanta mi brazo lleno de ira para recuperar. ¡No sé perder! ¡No sé perder!