(De "Corazón del mundo" por Hans Urs von Balthasar)
El vino al mundo. Lleno de sabiduría y conocimiento del Padre, cargado de todos los tesoros del abismo, la expresión de lo indecible. El es en el principio la Palabra. Y cuando abrió la boca ante el mundo y empezó a hablar del Padre, empezó al mismo tiempo a expresarse a sí mismo, pues él es la palabra viva, el que habla y el discurso mismo. Vino al mundo para revelarse a sí mismo como la Revelación del Padre, y al exponer en esta noticia toda su aspiración y el sentido de su ser, y el no querer ser otra cosa sino espejo y ventana del Padre, coincidieron su voluntad y su esencia, y esta unidad fue el Espíritu Santo. Por consiguiente la acción fue trina y asimismo trino el contenido de la Revelación, y la esencia, y el núcleo de toda verdad estaba incluida en la trinidad, raíz y meta de todas las cosas.
En este discurso la Palabra de Dios era el amor. Pues ama el que se manifiesta para comunicarse; y esto hizo Dios con su palabra. El decir mismo era el amor de Dios y por eso mismo también la palabra dicha. Lo cierto es que el decir no era otra cosa que la palabra dicha, pues la Palabra era en Dios y Dios era en la Palabra. Una fuente comenzó a manar, y precisamente la fuente consiste en que empezó a manar. Con bastante frecuencia se encontraban cisternas secas en el mundo, pero la novedad fue: una corriente de agua corre y mana. La exterioridad de Dios se manifestó de manera sobreabundante, hubiera podido creerse que llevado de la ira; pero cuando Dios se deshace en tormentas, entonces la nube de la ira descarga un diluvio de amor.
El agua tiende a correr hacia abajo y también lo hace el amor, siendo ésta su fuerza de gravitación. Lo que procede de arriba, no necesita de altura, necesita profundidad, quiere la experiencia del abismo. Lo que procede de arriba, es ya puro y seguro, sólo puede manifestarse descendiendo. Lo que procede de abajo, tiende naturalmente hacia la altura, el instinto le empuja a la luz, el impulso tiende al poder, todo espíritu finito quiere afirmarse y desplegar su corona la sol de la existencia. Lo que es pobre, trata de ser rico: en fuerza, en calor, mediante la sabiduría y la simpatía. Esta es la ley del mundo. Pues todas las cosas tienden a partir del germen, que es vida concentrada, a desarrollarla, lo posible se lanza impaciente tras la forma, las tinieblas deben tender a la luz a través de las cenizas y la tierra.
Y en ese ímpetu de las cosas chocan unas con otras y se limitan mutuamente, y estos límites resultan movedizos tanto en el juego como en la lucha por la existencia, y estas delimitaciones entre las cosas se llaman costumbres y convención y familia y estado. A su manera, este impulso, esta entelequia da testimonio en favor de la buena naturaleza del Creador - pues todo bien tiende a su expansión fuera de sí mismo - y da asimismo testimonio a favor del obscuro instinto de la criatura que tiende hacia Dios - pues este impulso es inquieto y lleno de hambre e insaciablemente abarca en sí al mundo, al hombre y a Dios -, para llenar su vacío. Por esta razón el amor de los hombres se llamó ya desde antiguo pobre e indigente, y necesitado de hermosura, para que ebrio y ciego condujera a cosas agradables.
Pero la Palabra vino de arriba. Vino de la plenitud del Padre. En él no había impulso alguno, pues él mismo era la plenitud. La luz estaba en él y la vida y el amor sin deseo, que sentía compasión por el vacío y quiso llenarlo. Pero la naturaleza del vacío era asimismo tender a la plenitud, era un vacío amenazador, un abismo, una garganta defendida con dientes. La luz vino a las tinieblas, pero las tinieblas no tenían ojos con que percibir la luz, sólo tenían fauces. La luz vino a iluminar a aquéllos que estaban sentados en las sombras de los sepulcros, e iluminación habría de significar: conocer la corriente deslizante de la luz y transformarse a sí mismos en luz que fluye. Esta sería la muerte del impulso y su resurrección al amor.
El hombre quiere subir, pero la Palabra quiere descender. De este modo ambos se encuentran, a medio camino, en el centro, en el lugar del mediador. Pero se cruzarán, como se cruzan las espadas; sus voluntades son opuestas. Pero Dios y el hombre se relacionan entre sí de manera muy diferente a como lo hace el varón y la mujer; no es que ambos se complementen. Y no se puede decir que Dios necesita el vacío para mostrar su plenitud, como el hombre necesita de la plenitud, para alimentar su vacío; o que Dios necesita descender para que el hombre suba. Si la mediación fuera esto, entonces el hombre habría engullido dentro de sí el amor de Dios, pero como alimento e incremento de su impulso apasionado, su voluntad de poder se hubiera apoderado finalmente de Dios, y de este modo la Palabra hubiera sido sofocada y las tinieblas no la hubieran comprendido. Y las cosas últimas del hombre serían peores que las primeras, pues hubiera incluido en el círculo de su yo, no sólo a sus semejantes, sino al creador mismo y lo hubiera reducido a instrumento de su anhelo egoísta.
Pero diremos más bien que si deberían ambos encontrarse, ¿por qué camino habría que llegar a este resultado? Las tinieblas deberían convertirse en luz, el impulso ciego debería disolverse en amor vidente, y la voluntad razonable de posesión y desarrollo debería aclararse convirtiéndose en la irracional sabiduría del yo que se desborda. En lugar de tratar de llegar hasta el Padre pasando de largo por las palabras de Dios en temerario ascenso, ha surgido una nueva orientación: invertir la marcha juntamente con la Palabra, descender las gradas ya escaladas, encontrar a Dios en el camino hacia el mundo, no caminar por otro sendero sino por el del Hijo al Padre. Pues sólo el amor redime, y sólo Dios es el amor. No hay dos clases de amores. Junto al amor de Dios no hay otro amor, el amor humano. Sino que cuando Dios determina y anuncia su palabra: el amor desciende, el amor se desborda en el vacío, y entonces alcanza la plenitud de todo amor.