(De "Oraciones de vida" por Karl Rahner)
De mis oraciones quiero hablarte, Señor. Y si otras veces me parece que te fijas poco en lo que mis oraciones quieren decirte, escucha siquiera esta vez mis palabras. ¡Señor Dios, no me admiro de que mis oraciones caigan al suelo tan lejos de ti! Si yo mismo muchas veces no escucho lo que estoy rezando. Mi oración muchas veces es para mí una mera «tarea», un «pensum» que cumplo y después de lo cual estoy contento porque ya lo he pasado. Y por eso en la oración estoy en mi «tarea», en lugar de estar orando contigo.
Sí, así es mi orar. Lo reconozco. Pero, Dios mío, no puedo casi lograr arrepentirme de esa mi oración que en realidad no lo es. ¿Cómo podría el hombre hablar contigo? Estás tan lejos y eres tan incomprensible. Cuando oro es como si todas mis palabras cayeran en una oscura sima, de la cual no regresa eco alguno que pudiera avisar que mis oraciones han dado con el fondo de tu corazón.
Señor, orar toda una vida, hablar sin recibir una respuesta, ¿no es demasiado para mí? ¿Comprendes que ando escapando de ti una y otra vez y que trato y hablo con hombres y objetos que me dan una respuesta? ¿O debo aceptar como palabra e iluminación tuya la emoción que me llega cuando oro o la ocurrencia que me viene a propósito de la meditación? Dios mío, los devotos llegan aquí al instante. Pero se me hace muy difícil creer esto.
Una y otra vez me vuelvo a encontrar a mí mismo en todas estas experiencias y solamente oigo el vacío eco de mis propias llamadas. Y, sin embargo, yo quiero tu palabra, te quiero a ti mismo. Yo mismo y mis ocurrencias son a lo más útiles para otros, incluso cuando estas ocurrencias se refieren a ti, y las gentes las tienen a lo mejor como profundas. Me estremezco ante mis «profundidades», que son solamente la superficialidad de un hombre, y, por añadidura, muy vulgar. Una «interioridad» en la cual sólo se encuentra uno a sí mismo vacía el corazón mucho más que todas las disipaciones y perdiciones en el trajín del mundo. Únicamente me puedo soportar a mí mismo cuando me puedo olvidar mientras vivo en ti, habiendo salido de mí mismo por la oración. Pero ¿cómo he de poder hacer esto si Tú no te me muestras, si te quedas tan lejos? ¿Por qué guardas silencio? ¿Por qué me encargas hablarte si parece que no escuchas? Si estás mudo, ¿no es esto una señal de que no me haces caso?
¿O es que sí escuchas atentamente mi palabra, escuchas quizá durante toda mi vida hasta que he logrado expresarte todo mi ser, hasta que he manifestado toda mi vida? ¿Callas precisamente porque escuchas con tranquilidad y atención hasta que de veras he terminado, para decirme entonces tu palabra, la palabra de tu eternidad? ¿Entonces, finalmente, mediante la luminosa palabra de la vida eterna, con la cual Tú mismo quieres hablar al penetrar en mi corazón, cortarás el monólogo tan largo como la vida de un pobre hombre agobiado por la oscuridad de este mundo? ¿Es mi vida, en el fondo, una sola breve jaculatoria —y todas mis oraciones son únicamente meras palabras humanas que sirven para expresarla—, y es tu eterna posesión tu eterna respuesta a ello? ¿Tu silencio, cuando oro, es acaso un hablar lleno de promesas infinitas? ¿Una palabra que es inconcebiblemente más trascendental que cualquier palabra hablada que Tú pudieras dirigir ahora a la finitud de mi estrecho corazón, que por ese mismo hecho se volvería tan pobre y pequeña como mi propio corazón?
Señor, seguramente es así. Pero si esto fuera tu respuesta a mi queja, en el caso de que quisieras hablar, te tengo preparada, a ti, mi Dios lejano, una nueva objeción que procede de un corazón mucho más afligido que por mi queja sobre tu silencio.
Si mi vida ha de ser una sola oración, y mi oración una parte de esa vida que orando se desliza ante tu acatamiento, entonces también debo estar facultado para llevar ante ti mi vida, y a mí mismo. Pero, mira, eso precisamente está más allá de mis fuerzas. Cuando oro es mi boca la que habla. Entonces mis pensamientos y mis resoluciones, si es que oro «bien», representan gustosas su papel, previamente ordenado y ensayado. Mas, en tal caso, ¿sería yo el mismo que ha orado?
Yo no debería orar palabras o pensamientos o resoluciones, sino a mí mismo. Aun mi buena voluntad pertenece todavía a la superficie de mi alma y es demasiado débil para penetrar en aquellos profundos estratos de mi experiencia donde soy yo mismo, donde las aguas escondidas de mi vida surgen y caen según ley peculiar. ¡Cuan poco poder tengo sobre mí mismo! ¿Te amo de veras cuando te quiero amar? El amor es un perderse a sí mismo dentro de ti, un adherirse a ti hasta la última profundidad del propio ser. Pero ¿cómo debo orar amando, cuando la oración del amor debe ser la entrega del último fundamento de mi corazón, un abrir las más íntimas estancias de mi alma, si yo mismo no tengo el poder de abrir esta estancia que es la más íntima? Me hallo impotente y débil ante mi último misterio, que está sepultado, como una inmovilidad pesada y torpe, en fondos hasta los que no penetra mi libertad cotidiana.
Dios mío, yo sé que orar no tiene que ser forzosamente entusiasmo y arrobamiento, y puede, sin embargo, ponerme todo entero a tu merced y disposición, de modo que nada quede reservado para ti. Una oración que con derecho lleve tal nombre no tiene que ser alegre júbilo y el brillo de un regalarse a sí mismo sin preocupación. La oración puede ser como un sangrar interno, en el cual la sangre del corazón del hombre interior, entre congojas y dolores, se sumerge calladamente en su propia profundidad. Me parece bien si pudiera rezar de esta o de aquella manera con tal que en ello logre darte, orando, lo único que Tú quieres: no mis pensamientos, sentimientos y resoluciones, sino a mí mismo. Pero precisamente no puedo eso porque me soy extraño a mí mismo y no estoy en mí, debido a la cotidiana superficialidad de mi vida, a la cual soy empujado necesariamente. ¿Cómo puedo buscarte a ti, Dios mío, cómo entregarme a mí mismo a ti si no me he encontrado a mí mismo?
Ten misericordia de mí, Dios mío. Cuando huyo de la oración, no quiero huir de ti, sino de mí, de mi superficialidad. No quiero escaparme de tu infinitud y santidad, sino de la desolación del mercado vacío de mi alma, por el cual debo vagar cuando huyo del mundo y no puedo penetrar en el verdadero santuario de mi interior, en el cual sólo Tú deberías encontrarte y ser adorado. ¿No comprende tu misericordia para conmigo que yo, excluido del lugar que Tú habitas y desterrado en la plaza que está frente a tu Iglesia, lleno esta plaza, por desgracia, con la agitación del mundo? Si al menos tu silencio elocuente no me recoge en tu interioridad, ¿no comprende tu misericordia que el vano ruido de ese trajín me es más dulce que la enconada quietud, único resultado de la silenciosa respuesta que en la oración quiero dar la mundo?
¿Qué debo hacer? Me has mandado orar, y ¿cómo había yo de creer que Tú me mandases algo que me fuera imposible realizar con tu gracia? Creo que me has encomendado orar y que con tu gracia también lo puedo. Pero entonces el orar que me exiges en el fondo solamente puede ser: esperar en ti, el silencioso estar preparado hasta que Tú, que siempre estás en el centro más íntimo de mi ser, me abras por dentro del portón, para que yo también entre en mí mismo, al recóndito santuario de mi vida, y allí —al menos una vez— vierta ante ti la copa que contiene la sangre de mi corazón.
Esa será la hora de mi amor. Si ésta llegará en una «oración» —lo que entiendo por oración en el lenguaje cotidiano— o en otra hora decisiva para la salvación de mi alma, o en mi muerte, advierta o no esta hora de mi vida, dure poco o mucho, todo esto sólo lo sabes Tú. Pero debo estar preparado y esperar para que cuando Tú abras el portón decisivo para mi vida —quizá lo hagas queda e inadvertidamente— no frustre yo, distraído con los objetos de este mundo, la entrada en mí y en ti. Entonces tendré en mis manos temblorosas mi propio ser, aquel algo sin nombre en el cual todavía se unifican todas mis fuerzas y propiedades como en su origen, y podré devolverte esta cosa sin nombre en el sacrificio del amor.
No sé si esta hora ya comenzó en mi vida, solamente sé que tendrá su fin definitivo en mi muerte. En esta hora bienaventurada y terrible de mi amor todavía guardarás silencio y me dejarás hablar a mí mismo. Los teólogos llaman tu silencio en estas horas de decisión «noche del alma» y aquellos que la han experimentado de ordinario son llamados «místicos» —una expresión bajo la cual las gentes se imaginan tantas cosas ridiculas—, aquellos que han vivido esta hora de eterna decisión amorosa no como todos los hombres, sino que conjuntamente han podido contemplarse en ella a sí mismos.
Y después de la hora de mi amor, que está oculta en tu silencio, vendrá el día de tu amor: «visión beatífica ». De modo que ahora, como todavía no sé cuándo vendrá mi hora y si no comenzó ya, debo aguardar en el vestíbulo que está ante tu santuario y el mío. Debo vaciarlo del ruido del mundo y debo soportar, con ayuda de tu gracia y de una fe pura, el amargo silencio y desolación que así nacen. Ese es el sentido más profundo de mis oraciones cotidianas. No lo que en ellas pienso, no lo que resuelvo y siento, no este «hacer» de mi pensar y querer superficiales, no es todo en sí mismo lo que te agrada en mi oración. Todo esto es un mandamiento y gracia tuya para que el alma se halle dispuesta para la hora en la cual le dé la posibilidad de orarse a sí misma en ti. ¡Dame, Dios de mis oraciones, la gracia de aguardarte orando!