(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)
En el alma bullen muchas infinidades, pero no todas son el Dios que ha de ser adorado. Fuera del único adorable, todas las infinidades que allí afloran están sólo para adorar, no para ser adoradas; son justamente aquellas aparentes infinidades sin las cuales el hombre no podría clamar y buscar al verdadero y único Infinito. No están allí para que el hombre se goce en ellas y en sí mismo como Dios. ¿Cómo podría ser así cuando el mismo ser muchas las delata ya como finitas? No nos es lícito practicar una idolatría en las inmensidades del alma.
¿Dónde está, pues, Dios, el verdadero Dios de nuestro corazón? Pero preguntemos antes: ¿estará ya todo descubierto con nuestra exploración por esta región de los ilimitados espacios del alma? ¿Estará ya descubierto realmente el verdadero y misterioso Dios en los abismos sin fondo del alma? ¿Habrá quedado soterrada la santa imagen de Dios en lo profundo, cuando nuestro sondeo de fondo tan sólo sacaba a luz los derribos del alma o sus estancias provisionales?
Si queremos contestar a estas preguntas hemos antes de aceptar una verdad, basados en la palabra de Dios. Hay, en efecto, en el alma algo más allá de cuanto la experiencia banal de cada día, la filosofía existencial o la psicología profunda o la mística de la naturaleza, del arte o del amor, o cualquiera otra tentativa humana de conquistar el Absoluto desde estos abismos interiores, ha podido descubrir o alumbrar.
Cuando han fracasado todos los intentos de desenterrar lo único importante, lo que resume y abarca todo, lo permanente, lo divino del corazón, y en último término se viene siempre a concluir que lo encontrado es el mismo hombre, que a la verdad no es cosa para adorarla, porque este dios resulta un dios harto pobre; entonces dice la palabra de Dios a este excavador de tesoros desengañado y desesperado: Muy hondo en los abismos del hombre vive aún Dios, el Dios vivo, real y verdadero; no un ídolo muerto, no una desnuda imagen de nosotros mismos, sino Él mismo, el Dios vivo, el Eterno, el Santo.
El que no sólo es en sí mismo la infinitud, sino que quiere donarnos sus inmensidades infinitas. Aquella infinitud que nos libra a nosotros del poder esclavizador de las fuerzas del alma humana (que siendo finitas nos fantasean una infinitud en su hambrienta insaciabilidad), y nos eleva sobre la mísera dosis de un humanismo armónico, en el que todo está tan preformado y ajustado que llega a hacerse estrecho y oprimente; nos levanta sobre la única infinitud que puede el hombre con alguna apariencia de verdad atribuirse: la infinitud de su impotencia y de su finitud.
Dios está en nosotros. Y no simplemente como el eterno Tú que nos libera de la asfixiante soledad que ataraza el corazón; no sólo eso, que sería ya harta magnificencia y dicha. El está (¿nos atreveremos a decirlo, sin que nos asalte el vértigo de la divinización, al par que caemos por tierra ante Él, pegado nuestro rostro al polvo de nuestra radical diferencia de Él, para adorarle?), Él está en nosotros, no sólo como el Tú liberador, sino más aún como Aquél sin el cual no podemos comprendernos hasta el fondo a nosotros mismos, en nuestro propio Yo; como Aquél que está a nuestro lado cuando creemos verle o llamarle desde lejos; como Aquél que completamente libre y permaneciendo enteramente Él mismo, ha llegado a ser en nosotros, en dignación misericordiosa con su misma realidad, con su gracia increada, a ser aquello que nos hace comprender lo que ahora somos: participantes de la naturaleza divina por la graciosa participación del ser y vida divinos.
Él está así en nosotros; nos lo ha atestiguado Él mismo con su palabra.
Y este Dios que vive en nosotros como verdadera infinitud para el hombre, se llama en la palabra de la Escritura el Espíritu Santo. El Espíritu de Dios se nos ha dado. Ha sido derramado superabundantemente en nuestro corazón. Él es unción y sello del hombre interior. Él es la plenitud de todos los abismos sin fondo de nuestro ser. Él es el primer don y las arras de la vida eterna. Él es la vida en nosotros por la que estamos del lado de allá de la muerte. Él es la dicha sin límites que ha hecho secarse hasta sus íntimas fuentes los arroyos de nuestras lágrimas, por más que todavía éstas aneguen tanto la superficie de nuestro cotidiano vivir.
Él es el Dios interior, la santidad del corazón, su secreto gozo y su secreta fuerza maravillosamente operante aun allí donde nosotros hemos venido ya al cabo de nuestro saber y de nuestro poder.
Él está en nosotros; y nosotros, en lo íntimo, sabemos y entendemos, aun cuando nos sentimos ciegos y necios, porque Él sabe y entiende, y Él está en nosotros y Él es nuestro. Él es el que en nosotros pródigamente ama, gozosamente ama; ama, no codicia egoísticamente; y este amor es nuestro, Él es nuestro amor, por más que nosotros tengamos un corazón frío, estrecho, empequeñecido.
Él es la eterna juventud en la desesperada senilidad de nuestro tiempo y de nuestros corazones. Él es la sonrisa que sobrenada suave por encima de nuestros llantos. Él es la seguridad que guía, Él la libertad, Él la alada bienandanza de nuestra alma.