(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)
Ya avanzada la tarde, te hallas un día de otoño en la campiña. Oscuridad y frío en derredor. En la vasta extensión inanimada, el alma se siente en soledad Su anhelo de viviente busca en torno algún apoyo; mas nadie responde. Arboles desnudos, frías colinas, llanuras desiertas, ¡todo muerto! Ella, único ser viviente en aquel yermo. De pronto, al doblar el camino, brilla una luz… ¿Será algún llamamiento? ¿La respuesta al buscar ansioso del alma? ¿Algo esperado o familiar?
O bien acontece que te hallas al anochecer sentado en oscuro aposento. Paredes grises e indiferentes, muebles mudos. En esto se oyen pasos conocidos; una mano experta enciende la estufa; crepita dentro la leña, brota la llama, y de la portezuela abierta se esparce por el aposento un claror rojizo y un calorcito reparador.
¡Qué cambio! ¿No es verdad? Todo está ahora animado. Como cuando en un rostro apagado brilla de súbito risueña la vida.
Si; el fuego se asemeja a los seres vivientes. Y es imagen purísima de nuestra alma; reflejo de cuanto experimentamos vivir en nuestro interior: es cálido, luminoso, inquieto, siempre dirigido en alto.
Viendo subir íntegra la llama, sensible al más leve soplo pero tenaz en su tendencia ascensional, irradiando luz; prodigando calor, ¿ no sentimos ahí una afinidad profunda con aquello nuestro que también arde de continuo, y es luz y tiende a las alturas, por más que sea a menudo cimbreado por las potencias adversas que lo cercan? Y viendo cómo la llama penetra, y anima, y transfigura el ambiente, y se convierte en centro vivo de cuanto ilumina, ¿no descubrimos ahí una imagen de la misteriosa luz que llevamos dentro, encendida en este mundo para transfigurar todas las cosas y darles una patria?
En efecto, así es. La llama simboliza nuestra vida interior, con sus aspiraciones, su irradiación, fortaleza y espíritu. Llama que vemos, parece que por su oscilación y brillo nos hablara un ser viviente. Y deseando exteriorizar nuestra vida y hacerle hablar de alguna manera, encendemos una llama.
Comprendemos también por qué ha de arder donde nos correspondía estar de continuo: ante el Altar. Allí habíamos de permanecer en profunda adoración, concentradas nuestras potencias y facultades en la misteriosa y augusta presencia.
Dios vuelto a nosotros, y nosotros a Él Así había de ser. Y lo significamos encendiendo allí la llama, como símbolo y expresión de nuestra vida.
La llama que allí arde en la lámpara perpetua —¿lo has pensado?— eres tú. La llama significa tu alma. Significa… debía significarla. Porque naturalmente de suyo nada dice a Dios la luz terrena. Tú eres quien ha de expresar por medio de ella tu vida consagrada a Dios.
Su augusta presencia ha de ser realmente el lugar donde arda tu alma, donde viva, se inflame y brille para Él. Tan en propia casa has de sentirte allí, que la llama silenciosa de la lámpara sea verdadero emblema de tu vida interior.
Esfuérzate por conseguirlo. La cosa no es fácil; mas, hecho a ello, tras tales momentos de quietud luminosa, podrás tranquilo reanudar tu vida entre los hombres.
La llama queda en su augusta presencia, y tú dirás a Dios con verdad: «Señor, ésa es mi alma. Siempre a tu lado».